Jueves

6a semana del
Tiempo ordinario

LECTIO

Primera lectura: Santiago 2,1-9

1 Hermanos míos, no mezcléis con favoritismos la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado. 2 Supongamos que en vuestra asamblea entra un hombre con sortija de oro y espléndidamente vestido, y entra también un pobre con traje raído. 3 Si os fijáis en el que va espléndidamente vestido y le decís: «Siéntate cómodamente aquí», y al pobre le decís: «Quédate ahí de pie o siéntate en el suelo a mis pies», 4 ¿no estáis actuando con parcialidad y os estáis convirtiendo en jueces que actúan con criterios perversos?

5 Escuchad, mis queridos hermanos, ¿no eligió Dios a los pobres según el mundo para hacerlos ricos en fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman? 6 ¡Pero vosotros menospreciáis al pobre! ¿No son los ricos los que os oprimen y os arrastran a los tribunales? 7 ¿No son ellos los que deshonran el hermoso nombre que ha sido invocado sobre vosotros?

8 Así pues, si cumplís la suprema ley de la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, hacéis bien. 9 Pero si os dejáis llevar por los favoritismos, cometéis pecado y la ley os condena como transgresores.


Con un ejemplo vivo y concreto, que afecta al aspecto cotidiano de la vida comunitaria, ilustra Santiago lo que debemos entender por una fe activa. Está marcada por una connotación esencial: la capacidad para acoger al pobre. La fe auténtica no rechaza a nadie por el aspecto con el que se presenta, no se deja impresionar por él. Es significativo señalar que el término empleado, favoritismos, corresponde al utilizado por Pablo en Rom 2,11 y Col 3,25 a propósito de Dios para indicar que no tiene preferencias personales. Sólo quien se comporta con esa ecuanimidad tiene una fe recta en Jesús, a quien se le atribuye el título, tal vez litúrgico, de «Señor de la gloria».

El ejemplo que aparece en los vv. 2-4 muestra, por el contrario, lo fácil que resulta también para los cristianos honrar a las personas importantes y despreciar, sin embargo, al «pordiosero», es decir, al que está necesitado de todo. No es éste el modo de obrar de Dios. Santiago lo recuerda introduciendo lo que dice con un verbo muy importante: «Escuchad, mis queridos hermanos». Escuchad, prestad atención a los caminos de Dios, que no son los vuestros.

Dios prefiere a los pobres «que le aman» y que, de este modo, pueden llegar a ser «ricos» en la fe. Encontramos aquí un eco de la primera bienaventuranza (Mt 5,3), que recoge un tema muy querido en toda la Biblia. Santiago no habla, en efecto, de la pobreza material como condición para la elección divina, ni de la riqueza como motivo de condena. Al rico se le reprueba cuando sus bienes se convierten en motivo de injusticia con el pobre. Esa opresión es equiparada a una blasfemia contra el «hermoso nombre»; probablemente, se trata de una referencia al nombre de Jesús, que todo cristiano lleva desde el momento de su bautismo. Con él ha sido injertado en la vida nueva, cuya única ley es el amor que abarca de manera indistinta a cada hombre, porque en cada uno de ellos está Cristo; en el momento del juicio (Mt 25,31-46), se nos preguntará precisamente si hemos sabido reconocerlo. Este será el mejor fruto de la divina sabiduría en nosotros.


Evangelio: Marcos 8,27-33

En aquel tiempo, 27 Jesús salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y por el camino les preguntó:

28 Ellos le contestaron:

29 Él siguió preguntándoles:

30 Entonces Jesús les prohibió terminantemente que hablaran a nadie acerca de él.

31 Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, Ios jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley; que lo matarían y, a los tres días, resucitaría. 32 Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro lo tomó aparte y se puso a increparle. 33 Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole:


En el fragmento que hemos leído encuentra su clarificación el misterio respecto a la persona de Jesús. La primera parte del evangelio de Marcos está atravesada por la pregunta que suscita la persona de Jesús: «¿Quién es ése?». Ahora es el mismo Jesús quien plantea la pregunta para llegar a un primer balance de lo que dice la gente de él. Le consideran no sólo un profeta, sino el mayor de ellos, el precursor de los tiempos mesiánicos. Sin embargo, Jesús no se contenta con las respuestas de la gente. Quiere saber lo que piensan de él sus discípulos. Sólo a Pedro le ha sido concedido «ir más allá» y reconocer en él al Mesías, al Cristo, al Ungido de Dios. Pero Jesús impone de nuevo lo que se ha dado en llamar el «secreto mesiánico». En efecto, el Maestro, en el mismo momento en el que acoge y confirma la intuición de Pedro, habla a los discípulos del misterio de la cruz, un misterio que ha de figurar en el corazón de su mesiazgo: él es el Siervo de Yahvé venido a cargar con nuestros pecados para llevar a cabo la verdadera Pascua, para hacernos pasar con él de la muerte a la vida (cf. Is 53).

En el momento en que Jesús se revela como el Hijo del hombre que ha de padecer se vuelve claro también lo que le pide al discípulo: seguirle por el camino de la cruz. Pedro, que parece haber captado el misterio de Jesús, es el primero también en manifestar su escándalo ante el desconcertante camino que se le anuncia. Jesús lo trae de nuevo al orden. Al pie de la letra le dice: «Pasa detrás de mí, sígueme». Esta es la posición justa a la que nos reconduce siempre la Palabra para no hacer vana la venida de Cristo a nosotros. Cuanto más aumenta el conocimiento de él, tanto más estamos llamados a convertirnos en partícipes del misterio de su cruz, que es misterio de amor.


MEDITATIO

«Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Ésta es la pregunta a la que se nos pide, continuamente, que demos una respuesta en la vida de cada día si queremos ser, de verdad, discípulos de Jesús. El es nuestro Señor Jesucristo, el Señor de la gloria, como nos sugiere la Carta de Santiago, pero no podemos contentarnos con invocarlo sólo con los labios.

No basta, en efecto, con decir: «Señor, Señor». Reconocerle como el soberano de nuestra vida significa creerle también vivo y presente en los hermanos, justamente en cada uno de ellos, según el magno realismo que se ha llevado a cabo en el misterio de la encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, el Dominador del universo por quien todo fue creado, quiso asumir por amor a nosotros el rostro del Siervo de Yahvé, del Varón de dolores que «no tiene apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas» (Is 53, 2). Y de este modo nos ha revelado nuestra incomparable grandeza.

También a nosotros, como a Pedro, se nos puede conceder intuir en algunos momentos de gracia el misterio del Dios vivo en su esplendor, aunque la comprobación de nuestra fe se lleva a cabo cuando no nos dejamos vencer -como Pedro- por el escándalo de la cruz. Reconocer al Señor Jesús significa saber que su camino pasa, de manera inevitable, por el camino de la cruz y que también nosotros debemos pasar por él, abrazando nuestra cruz.

No hay otro modo de que se abran los ojos de nuestro corazón y, sin dejarnos desviar por el aspecto exterior, por la riqueza o por la pobreza, por la seguridad o por la necesidad, veamos en cada hombre el misterio de una presencia, el esplendor de un rostro, de su rostro.


ORATIO

Te rogamos, oh Padre, en el hermoso nombre de Jesús, tu Hijo y Señor de la gloria, que hagas límpida y fuerte nuestra fe, no contaminada por favoritismos personales. Abre nuestros ojos para que veamos en cada hombre a un hermano que Jesús ha rescatado al precio de su sangre. Danos una mirada buena, capaz de ver en cada rostro los rasgos del tuyo.

Él vino a nosotros humilde y pobre, se hizo por nosotros Siervo de Yahvé y cargó con nuestros pecados para darnos la alegría de llegar a ser ricos de tu gloria eterna. Ensancha nuestros corazones para que en ellos sea acogido y amado cada hombre con ese amor de predilección que sientes por cada uno de nosotros, haciéndonos hijos en tu amadísimo Hijo.

CONTEMPLATIO

Hermanos y compañeros de pobreza, recibid este discurso mío sobre el amor a los pobres y orad al mismo tiempo conmigo a fin de que alimente con la Palabra vuestras almas y parta el pan espiritual para aquellos que tienen hambre.

No es fácil en absoluto encontrar entre las virtudes una que venza a las otras y darle a ésta el primer puesto y el premio de la victoria, del mismo modo que tampoco resulta fácil encontrar en un prado lleno de flores y de perfumes la flor más bella y más perfumada, puesto que ahora una y después otra atraen el olfato y la vista e intentan persuadirnos de que las cojamos en primer lugar. Sin embargo, si bien es preciso considerar la caridad como el primero y el mayor de los mandamientos, me parece que la parte más considerable de ésta consiste en el amor a los pobres y en la capacidad de conmovernos y de sufrir con todo nuestro corazón junto con aquellos que son nuestros hermanos. En efecto, Dios no recibe honor de ninguna otra cosa como de la misericordia, puesto que no hay ninguna otra cosa más semejante que ésta a Dios.

Es menester, por tanto, abrir el corazón a todos los pobres y a los que sufren por cualquier causa, según el precepto que nos ordena alegrarnos con quien está alegre y llorar con los que lloran: y dado que también nosotros somos hombres, es preciso llevar como contribución a los hombres el beneficio de la humanidad; allí donde sea mayor la necesidad a causa de la viudez, de la pérdida de los padres, del exilio, de la crueldad, de la sed de beneficio, de los malhechores, de la insaciabilidad de los ladrones: de todos éstos debemos tener asimismo piedad, porque miran a nuestras manos como nosotros miramos a las manos de Dios en busca de aquello de lo que tenemos necesidad.

¿Quién es el sabio que comprenderá esto? Sabe de dónde te viene el existir, el respirar, el conocer a Dios, el esperar el Reino de los Cielos... ¿Quién te ha regalado todas esas prerrogativas gracias a las cuales supera el hombre a los otros seres animados? ¿No es aquel que te pide ahora, antes que todo y en lugar de todo, la humanidad?

Y si él no se avergüenza de ser llamado nuestro Padre, aun siendo Dios y Señor, ¿renegaremos nosotros de nuestra parentela? (Gregorio Nacianceno, «Orazione 14», Iss, passim; en íd., Tutte le orazioni, Milán 2000, pp. 333-337).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Me dice el corazón: "Busca su rostro". Si, tu rostro, Señor, es lo que busco» (Sal 27,8).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El pobre es profético. Grita. Nos llama a cambiar, a abandonar nuestros egoísmos, para abrirnos al compartir. ¿Qué es lo que pide? Ser reconocido como una persona, como tú y como yo, y ser amado con un amor que no sea sentimentalismo, sino compromiso. El pobre espera un encuentro repleto de gratuidad y de amor, en el que sea reconocido y no tengamos miedo de «perder el tiempo» juntos. Busca una relación que incluya algo de absoluto, un compromiso. Sin embargo, por nuestra parte, tenemos miedo de amar, porque amar es comprometerse con las personas y hacer morir algo de nosotros mismos: bienestar, comodidades, riquezas, empleo de nuestro propio tiempo, distracciones, cultura, reputación, éxito y, tal vez, nuestras propias amistades. El grito del pobre es exigente. Pero nosotros no tenemos tiempo. El pobre es profético. Nos invita a cambiar. Nos invita a un nuevo estilo de vida. Nos llama al encuentro y a la fiesta, al reparto y al perdón. El rico, sin embargo, tiene miedo y se cierra en su riqueza y en su soledad, en su hiperactividad y en sus distracciones. Para salir de la soledad, de la prisión en la que se ha encerrado, necesita el rico al pobre. El pobre le molesta. Si se deja molestar, entonces puede tener lugar el milagro. El pobre penetra a través de los barrotes de su prisión. La mirada del pobre penetra en su corazón para despertarlo a la vida. Se produce el encuentro. Si el rico, tocado en su intimidad, se deja llevar por la llamada del pobre, va descubriendo poco a poco una fuerza, una energía escondida, más profunda que sus conocimientos y que sus capacidades de acción. Descubre el poder de su corazón, un corazón hecho para el encuentro, para el servicio y para ser signo del amor de Dios. Descubre el poder de la ternura, de la bondad, de la paciencia, del perdón, de la alegría y de la celebración. Empieza a manar una fuente oculta hasta entonces.

Jesús vino a habitar en la tierra con hombres y mujeres pobres. Y pide a sus discípulos que le sigan, que vayan al encuentro de los pobres, que se dejen formar por ellos, que les den su corazón. Entonces reciben un don precioso, el amor del corazón del pobre, reflejo del corazón del pobre que es Jesús, y quedan colmados. Haciéndose «acogida», viviendo en relación con el pobre, se descubre la dimensión contemplativa del amor (J. Vanier, Dietro il povero, Gesú, Padua 1985, pp. 8-23, passim).