Sábado

8a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 51,12-20

12 Por eso te daré gracias, te alabaré
y bendeciré el nombre del Señor.

13 Desde joven, antes de dedicarme a viajar,
busqué francamente la sabiduría en la oración;
14
delante del templo la pedí,
y hasta el último día la busqué.

15 Cuando floreció, como un racimo que madura,
mi corazón se recreaba en ella.
Mi pie se adentró por el camino recto,
desde mi juventud seguí sus huellas.

16 Apenas presté oído y ya la alcancé;
me encontré lleno de doctrina
17y, gracias a ella, he progresado mucho:
al que me ha dado la sabiduría glorificaré.

18 Pues me he propuesto practicarla,
he buscado con ardor el bien y no quedaré defraudado.

19 He luchado para alcanzarla,
he sido puntual en practicar la ley;
he tendido mis manos hacia el cielo,
deplorando lo que ignoraba de ella.

20 Hacia ella he encaminado mi vida,
y la encontré en toda su pureza;
desde el principio me he aplicado a ella,
por eso nunca quedaré abandonado.


Tras la firma (cf. 50,27-29), el hijo de Sira concluye su libro con una oración que ocupa todo el capítulo 50. Es un digno final para una obra poderosa que ha cantado a la sabiduría. El fragmento está como sellado entre un compromiso que resuena en el tiempo («te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor»: v 12) y una revisión histórica que hace madurar también un propósito («desde el principio me he aplicado a ella, por eso nunca quedaré abandonado»: v 20). Ahora, en la conclusión, no podía faltar una invocación a la sabiduría que, cual hilo de oro, ha atravesado y unificado los diferentes segmentos del discurso con la multiplicidad de chispeantes imágenes. Tanta riqueza ha permitido intuir una procedencia divina, que ha permitido a la sabiduría dilatarse de manera benévola y transformar de manera radical la vida de los hombres.

Si el autor ha conocido un tiempo de extravío (tal vez aluda a ello la expresión «dedicarme a viajar»), más probable en la edad juvenil, no le ha faltado después el tiempo para buscar la sabiduría. Su origen aflora lentamente, aunque con precisión, gracias a ciertas indicaciones, como «delante del templo la pedí» (v 14). El lector sabe ahora bien que el ámbito del sentido común y de la experiencia humana no puede producir este bien. Puesto que es de origen divino, la sabiduría pertenece a Dios, y a él se le pide en la oración. Recibir la sabiduría es «respirar» con Dios, participar de alguna manera en su naturaleza, salir de las estrictas redes de una humanidad reprimida para abrirse al sabor del infinito. Es una búsqueda-posesión que exige un compromiso total y garantiza una experiencia vital. El autor expresa todo esto con una frase lapidaria, una frase que en su concisión vale por todo un tratado de teología: «Gracias a ella he progresado mucho» (v 17). El hombre se desarrolla verdadera y plenamente cuando su motor interior es movido por el combustible divino. De ahí que sienta la necesidad de «restituir» en forma de gratitud y de compromiso de vida: «Al que me ha dado la sabiduría glorificaré. Pues me he propuesto practicarla» (vv. 17b-18a).

Un bien tan precioso no se abandona. El Sirácida está profundamente convencido de ello e intenta lanzar su mensaje a otras generaciones. Hoy nos llega a nosotros y nos invita a un encuentro, a un «desposorio» con la sabiduría. Esta prepara la venida de Cristo, «Sabiduría de Dios».

 

Evangelio: Marcos 11,27-33

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos 27 llegaron de nuevo a Jerusalén y, mientras Jesús paseaba por el templo, se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos 28 y le dijeron:

29 Jesús les respondió:

31 Ellos discurrían entre sí y comentaban:

Tenían miedo a la gente, porque todos consideraban a Juan como profeta. 33 Así que respondieron a Jesús:


La tensión con sus adversarios se vuelve palpable durante los últimos días de la vida terrena de Jesús. La polémica se enciende. La purificación del templo llevada a cabo por Jesús provoca una reacción de hostilidad que aflora en el presente pasaje.

La autoridad judía, que no pudo detenerlo en aquella ocasión por miedo a la muchedumbre, intenta deslegitimar su acción esparciendo el descrédito de la duda. La acción de Jesús no sería lícita o, al menos, carecería de autoridad: «¿Con qué autoridad haces estas cosas?» (v 28), le preguntan «los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos». Todos los que cuentan aparecen enumerados como adversarios suyos. La duda, de naturaleza jurídica, recae sobre la potestas para realizar determinadas acciones. De esta autoridad brota algo de la identidad profunda de Jesús. La pregunta versa, por consiguiente, sobre un punto fundamental.

Jesús no responde directamente, sino que plantea una contrapregunta. Condiciona su respuesta a la de sus adversarios: «¿De dónde procedía el bautismo de Juan: de Dios o de los hombres?» (v 29). La reacción de Jesús, inesperada y original, no nace de un espíritu polémico, ni de un intento de ganar tiempo. Pretende ayudar a aquellas personas a captar la unidad profunda del proyecto de Dios, el que parte de la ley del Antiguo Testamento, pasa a través de la preparación de Juan, que hace de cojinete entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y llega a él, a Jesús, revelador último y definitivo del amor salvífico del Padre.

A los que vivían la experiencia religiosa de una manera fragmentaria y con frecuencia sectaria, Jesús les propone una visión armónica, en la que todo tiene su sentido y concurre a la comprensión del plan divino. La autoridad de Jesús se inserta en la trama de este plan unitario de Dios. La presencia de Juan había sido la última gracia concedida por Dios (Juan significa en hebreo «don de Dios») antes de Jesús, que es la plenitud de la gracia. Acoger a Juan y su mensaje equivale a una adecuada preparación para el encuentro con Cristo. Hay quien ha aprovechado y quien ha desdeñado esa oferta. De ahí la pregunta de Jesús, una pregunta de la que hace depender la justificación de lo que ha hecho. El objeto está relacionado con la importancia del bautismo y, en consecuencia, de toda la obra de Juan. ¿Era ese bautismo de origen divino («de Dios») o tenía simplemente una naturaleza humana? Dicho con otras palabras, ¿había sido Juan enviado por Dios o no? En el primer caso, la acogida de su mensaje, que daba testimonio de que Jesús era el Mesías, exigía una adhesión incondicionada y una colaboración plena. En caso contrario, era una opción que no comprometía a fondo y a la que cada uno era libre de adherirse o no.

La pregunta era de las que queman, sin escapatoria. Sus adversarios, clavados en su culpabilidad, lo comprenden bien. El lector se ve llevado al sagrario de su conciencia, al lugar donde se consuman las grandes decisiones de la vida. Si hubieran declarado el origen divino del bautismo de Juan, habrían sido culpables de negligencia; si hubieran dicho que era de naturaleza humana, habrían sido objeto de la ira de la muchedumbre, que lo consideraba como un profeta y, por tanto, como un hombre de Dios.

Dan una respuesta evasiva, una falsedad en la que nadie cree. Como no han satisfecho la condición puesta por Jesús, tampoco él les dice el motivo de su autoridad. Los adversarios no salen con un empate. Han sido derrotados por su misma mentira: «No sabemos» (v 33), con lo que admiten de manera tácita que no están integrados en los circuitos de la salvación, porque son extraños al proyecto de Dios. Son hombres de la ley, no discípulos que siguen el itinerario de la fe. Se quedan, por tanto, en la periferia y, como no están en el centro, no tienen nada.


MEDITATIO

El Antiguo Testamento -aludiendo, esbozando, anunciando- desarrolla un precioso trabajo de preparación. A continuación, el Nuevo Testamento completa, realiza y consuma lo que había iniciado el Antiguo. Este proceso, válido para muchos temas, se verifica también en nuestro caso. La sabiduría tiene, en su inicio, un valor humano, un valor compuesto de experiencia y de sentido común. Después se va coloreando progresivamente del elemento divino, poco a poco se encuentra y se va mezclando con la revelación. Al final, la sabiduría es un atributo divino, una propiedad que emana de Dios e invade provechosamente el mundo.

En la primera lectura, el Sirácida ha captado este movimiento de progresivo enriquecimiento y, aunque todavía no haya cruzado el umbral del Nuevo Testamento, intuye y hace saber que sin sabiduría no se puede vivir. Comprende que ésta viene de Dios, a quien expresa gratitud por el don recibido. Sin la sabiduría, falta el «contacto» con lo divino, la vida carece de sabor, se muestra insulsa. Con ella, por el contrario, encuentra su razón.

Los enemigos de Jesús, sin embargo, son unos insensatos, porque no se dan cuenta de que están en contacto con la sabiduría hecha hombre en su persona. Antes que dejarse alumbrar por él, prefieren tenderle continuas trampas con el fin, siempre vano y ruinoso, de cogerle en fallo. Los enanos contra el gigante... El resultado, ridículo e incluso sarcástico, es quedarse enredados en sus mismas redes. Son doblemente necios: plantean preguntas insensatas y no saben responder a preguntas sencillas o, mejor aún, no quieren responder, porque su admisión se volvería en contra de ellos como un bumerán, y por eso se limitan a decir: «No sabemos». ¡Embusteros! Saben, pero prefieren «no saber». Son incapaces de dejarse guiar por una mano amiga, por un pastoratento, por un hombre dotado del carácter excepcional de ser también Dios. Son unos necios que se obstinan en su necedad. Pierden, una vez más, la gran ocasión de encontrar la sabiduría y de dejarse fascinar por ella, en vistas a proceder a una transformación radical.


ORATIO

¿Dónde pastoreas, pastor bueno, tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? (la humanidad, que cargaste sobre tus hombros, es, en efecto, como una sola oveja). Muéstrame el lugar de reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre para que yo, oveja tuya, escuche tu voz y tu voz me dé la vida eterna: Avísame, amor de mi alma, dónde pastoreas.

Te nombro de este modo porque tu nombre supera cualquier otro nombre y cualquier inteligencia, de tal manera que ningún ser racional es capaz de pronunciarlo o de comprenderlo. Este nombre, expresión de tu bondad, expresa el amor de mi alma hacia ti. ¿Cómo puedo dejar de amarte a ti, que me has amado tanto a pesar de mi negrura, que has entregado tu vida por las ovejas de tu rebaño? No puede imaginarse un amor superior al tuyo, el de dar tu vida a trueque de mi salvación.

Enséñame, pues -dice el texto sagrado-, dónde pastoreas, para que pueda hallar los pastos saludables y saciarme del alimento celestial que es necesario comer para entrar en la vida eterna; para que pueda asimismo acudir a la fuente y aplicar mis labios a la bebida divina que tú, como de una fuente, proporcionas a los sedientos con el agua que brota de tu costado, venero de agua abierto por la lanza que se convierte para todos los que beben de ella en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.

Si de tal modo me pastoreas, me harás recostar al mediodía, sestearé en paz y descansaré bajo la luz sin mezcla de sombra; durante el mediodía, en efecto, no hay sombra alguna, ya que el sol está en su vértice; bajo esta luz meridiana haces recostar a los que has pastoreado, cuando haces entrar contigo en tu refugio a tus ayudantes. Nadie es considerado digno de este reposo meridiano si no es hijo de la luz y del día. Pero el que se aparta de las tinieblas, tanto de las vespertinas como de las matutinas, que significan el comienzo y el fin del mal, es colocado por el sol de justicia en la luz del mediodía, para que se recueste bajo ella.

Enséñame, pues, cómo tengo que recostarme y pacer y cuál es el camino del reposo meridiano, no sea que por ignorancia me sustraiga de tu dirección y me junte a un rebaño que no es el tuyo (Gregorio de Nisa, Comentario al Cantar de los cantares, 2, en PG 44, col. 802).


CONTEMPLATIO

Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes, aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate un rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto a Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle, y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios: «Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro» (Sal 26,8).

Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte.

Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad?, ¿cómo me acercaré a ella?, ¿quién me conducirá hasta ahí para verte en ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro.

¿Qué hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu amor y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro.

Señor, tú eres mi Dios, mi dueño, pero, con todo, nunca te vi. Tú me has creado y renovado, me has concedido todos los bienes que poseo, pero aún no te conozco. Me creaste, en fin, para verte, pero todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado.

Entonces, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando tu rostro? ¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás? ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a nosotros?

Míranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso, todo será malo. Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.

Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca, porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amare (Anselmo de Canterbury, "Proslógion", 1, en Opera Omnia, Seckau - Edimburgo 1938, I, 97-100).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor» (Eclo 51,12).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Tras haber procurado comprender quién es Jesús en sí mismo, intentaremos darnos cuenta ahora de quién es Jesús para nosotros y para nuestra intrínseca necesidad de ser salvados. En realidad, esta segunda investigación lleva a su consumación y perfecciona a la primera: no se responde de manera adecuada a la pregunta «¿quién es Jesús?» si no se aclara contextualmente también su intrínseco título de «salvador» [...]. El suyo es un nombre «profético», que pretende designar su misión y en cierto modo su «naturaleza» y tiene como contenido específico la afirmación de la salvación que nos ha dado Dios. Jesús (en hebreo, lehoshua) significa precisamente «YHWH salva». ¿Qué significa salvación? ¿Qué significa «salvado»? «Salvado», dicen los diccionarios, es aquel que ha superado un peligro sin daño. «Salvado» es aquel que ha sido liberado de un mal inminente.

Como es obvio, la salvación que es objeto directo y central de una intervención de Dios no puede ser más que una salvación total y definitiva, y el mal del que nos libra no puede ser más que el mal que afecta a la realidad profunda del hombre y a su destino. El tema de la salvación evoca, por tanto, y supone -para usar el lenguaje de Pascal- la «miseria» y la «grandeza» del hombre. La miseria del hombre procede de su ignorancia, razón por la que se deja encantar y desviar por la futilidad, por la falsedad, por el error; procede de la carrera fatal hacia la catástrofe de la muerte; procede de su estado de injusticia y de su invencible propensión a la transgresión moral, esto es, al pecado [...]. El ser humano invoca con todas las fibras de su ser la liberación de la vaciedad y de la falta de significación, de la descomposición y de la extinción, de la culpa y de la debilidad,frente al mal [...]. La salvación del hombre anunciada por el Evangelio es, en primer lugar, una salvación interior y trascendental: de la falsedad y de la falta de significación, del pecado y de la esclavitud del pecado, de la muerte de la condición terrestre de decadencia y de mortalidad; es fruto del amor misericordioso del Padre, que vela por todos porque «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4); y nos ha sido obtenida por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios crucificado y resucitado, y ningún otro nos la puede dar [...].

Para que la salvación llegue después a cada hombre, es preciso que éste crea, es decir, que acoja con todo su ser al Señor Jesús, en quien se centra, se compendia y se realiza todo el designio salvífico del Padre [...]. Todo es salvífico en Cristo: él nos redimió no sólo por lo que hizo, sino también por lo que dijo, incluso por lo que es (G. Biffi, Gesú di Nazaret, centro del cosmos e della storia, Leumann 1999 [edición española: Jesús de Nazaret, San Pablo, Madrid 2001]).