Martes

7a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 2,1-11

1 Hijo, si te acercas a servir al Señor,
prepárate para la tentación;
2 orienta bien tu corazón, mantente firme
y, en tiempo de infortunio, no te turbes.

3 Pégate a él y no te alejes,
para que al final te veas enaltecido.

4 Acepta lo que te venga
y sé paciente en dolores y humillaciones.

5 Porque en el fuego se prueba el oro
y los que agradan a Dios en el horno de la humillación.

6 Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda,
procede con rectitud y espera en él.

7 Los que teméis al Señor, poned en su amor vuestra esperanza,
no os desviéis, no sea que caigáis.

8 Los que teméis al Señor tened confianza en él
y no quedaréis sin recompensa.

9 Los que teméis al Señor, esperad sus bienes,
la alegría eterna y el amor.

10 Pensad en las generaciones pasadas y ved:
¿Quién confió en el Señor y quedó confundido?
¿Quién perseveró en su temor y fue desamparado?
¿Quién lo invocó y no fue escuchado?

11 Porque el Señor es compasivo y misericordioso,
él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia.


El texto recoge una serie de máximas sobre un tema clásico que vuelve en otras ocasiones en el Antiguo Testamento, especialmente en los salmos. Se trata del tema de la tentación. El término evoca de inmediato el espectro del pecado, porque la experiencia nos ha mostrado muchas veces -tal vez demasiadas- que la tentación es la antesala del pecado. Retomemos y revisemos esta idea a la luz del fragmento que se nos propone.

La frase inicial: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la tentación» (v 1), nos permite comprender enseguida que «tentación» equivale aquí a «test», «prueba». A continuación, se nos suministra un pequeño manual del comportamiento para superar la prueba: «Orienta bien tu corazón, mantente firme y, en tiempo de infortunio, no te turbes. Pégate a él y no te alejes, para que al final te veas enaltecido. Acepta lo que te venga...» (vv. 2-4). El sabio maestro no agita el espantajo del miedo, ni se limita a hacer una exhortación genérica, sino que propone medios concretos y accesibles para hacer frente y superar la prueba. Esta es fatigosa, pero tiene la función de verificar la autenticidad del compromiso, del mismo modo que el oro se prueba en el fuego (cf v 5).

Más adelante cambia el registro y «temor/temer» se convierte en el léxico recurrente. También éste es un punto sobresaliente de la literatura sapiencial. El maestro prosigue su exhortación recomendando temer a Dios. También este término necesita ser purificado del significado lúgubre de «miedo». Indica más bien el estado de abandono confiado, la serena conciencia de estar sostenidos por manos seguras, como dice el v 6 con un lenguaje claro y esencial: «Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda, procede con rectitud y espera en él». El abandono en Dios, el santo temor, es un modo excelente de superar la prueba.

Al final del itinerario de verificación se encuentra esta consoladora afirmación: «Porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia» (v 11). Es como reconocer que superamos la prueba por medio de un pellizco de nuestro compromiso y una cantidad desmesurada de amor divino.

 

Evangelio: Marcos 9,30-37

En aquel tiempo, 30 se fueron de allí y atravesaron Galilea. Jesús no quería que nadie lo supiera, 31 porque estaba dedicado a instruir a sus discípulos. Les decía:

-El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, le darán muerte y, después de morir, a los tres días, resucitará.

32 Ellos no entendían lo que quería decir, pero les daba miedo preguntarle.

33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó:

-¿De qué discutíais por el camino?

34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante.

35 Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:

-El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos.

36 Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:

37 -El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado.


El camino a Jerusalén implica una plena conciencia por parte de Jesús y una irresponsabilidad total por parte de los Doce. Son las dos partes que componen el fragmento de hoy.

Jesús es consciente de lo que significa para él Jerusalén. Se prepara y prepara a los suyos. Anuncia tres veces lo que va a suceder en Jerusalén: padecerá la pasión, morirá y resucitará. El suyo es un anuncio pascual, es decir, un anuncio completo de muerte y resurrección (y no «anuncio de la pasión», como se dice con frecuencia). En 8,31 ya había hecho el primer anuncio y ahora añade el segundo (cf el tercero en 10,33ss). Con esas palabras expresa Jesús la conciencia que tiene de lo que le espera, pero también el deseo de consumar la entrega de su vida como expresión de amor. El anuncio de Jesús no es información: es catequesis y formación. El hecho de que anuncie también la resurrección significa que será el bien, la vida, el que triunfe, aunque antes sea preciso atravesar el túnel estrecho y oscuro del sufrimiento y de la muerte. Instruye a sus discípulos para que sepan leer su vida como misterio pascual. Mientras los prepara para el choque con la «hora de las tinieblas», les pide que orienten también su propia vida en esta dirección pascual. Jesús es el Maestro que se aventura el primero por el camino que, después, deberán seguir todos los discípulos; él es el primogénito de muchos hermanos.

A la conciencia y seriedad con que Jesús se dirige hacia Jerusalén les corresponde, en igual medida y sentido contrario, la irresponsabilidad de los discípulos. Cada vez que Jesús anuncia el misterio pascual, ellos están «distraídos» con otras cosas, como si Jesús se limitara a suministrar una simple información. No le piden aclaraciones al Maestro, no se esfuerzan en profundizar en el sentido, bastante enigmático, de sus palabras, porque todos ellos están pendientes de sus intereses. Mientras Jesús presenta su vida como un «ser entregado en manos de los hombres» (v 31), ellos andan preocupados por establecer quién es el más importante entre ellos (v 34). Chirría mucho el contraste entre la entrega de la vida por parte de Jesús y la búsqueda de la supremacía (y delpoder) por parte de los Doce. Jesús no les reprende por su incomprensión; tiene paciencia porque todavía están «verdes» para la comprensión del misterio pascual. Les prepara señalándoles el camino justo que deben seguir, el del servicio humilde y desinteresado: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (v. 35). Con esta actitud podemos prepararnos para hacer frente a la pasión y a sus consecuencias.

Jesús, para hacer más expresiva su catequesis, acompaña sus palabras, como los antiguos profetas, con un gesto. Pone a un niño en el centro y le abraza. La colocación en el centro es un primer mensaje de atención dirigida al niño, que, por lo general, no tenía ningún valor (como las mujeres, los niños tampoco entraban en el cómputo cuando se calculaba la población: cf. Mc 6,44). El tierno gesto de abrazarle revela con claridad hasta qué punto los niños fueron objeto del amor de Jesús. Por eso, las palabras completan y aclaran el mensaje: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado» (v. 37). Estar bien dispuestos hacia un niño, signo de quien no cuenta, significa dejar sitio en nuestra propia vida a Jesús y, a través de él, al Padre.

No hemos de buscar, por consiguiente, la supremacía con la idea implícita de hacernos servir, de ser reverenciados, sino con la disponibilidad de ponernos al servicio de todos, de mostrarnos acogedores con todos, incluso con los últimos. Este es el modo correcto y fructífero de ir a Jerusalén para compartir el misterio pascual con Jesús.


MEDITATIO

El verbo que emplea la Biblia para expresar el viaje hacia Jerusalén es «subir». Su significado obvio es el geográfico: la ciudad se encuentra a 750 metros de altitud, que se convierten en más de 1.000 si la comparamos con Jericó, asentada en la depresión del mar Muerto. Pero está también el significado espiritual: se «sube» a Jerusalén porque se va al encuentro de Dios, que tiene su trono en el templo. Los peregrinos judíos, para prepararse dignamente, subían a Jerusalén cantando unos salmos (desde el 120 al 134) llamados precisamente «canto de subidas» o «cantos de peregrinación». A Jerusalén no se va de turista, sino como peregrinos.

También Jesús se prepara para subir a Jerusalén y prepara asimismo a sus discípulos. No quiere que sean simples espectadores de cuanto él se prepara a vivir con una fuerte intensidad. Consciente de la dificultad, los va educando de una manera progresiva en diferentes valores: la elección del último lugar, la renuncia a puntos de mira demagógicos, la acogida de los que no cuentan, como los niños. Les está ayudando a no rehuir la cruz, entendida sólo en negativo, uniéndola siempre a la resurrección. Sólo de la combinación pasión-muerte-resurrección nace el misterio pascual. Les está sensibilizando con el misterio pascual, aun cuando su humanidad rebelde tiende a mostrarse recalcitrante ante un discurso comprometedor. Es mejor escabullirse y quedarse en el campo restringido del interés personal, instintivamente comprensible y gozable de inmediato: «¿Quién es el más importante?». La verdadera grandeza se mide con los parámetros de Dios, no con los de los hombres, que son medidas inestables y fluctuantes.

Siempre anda al acecho la tentación de detenerse antes de llegar a Jerusalén, de cambiar de camino, de buscar atajos o caminos anchos... Aquí está la gran prueba de los discípulos y de todos los creyentes. Hagamos resonar tanto para los discípulos como para nosotros mismos la sugerencia del libro del Eclesiástico:«Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda». Así es, Jesús nos ayudará a superar la prueba y a «subir» con él a Jerusalén para celebrar su pascua y la nuestra.


ORATIO

Señor Jesús, ¡qué bien comprendo la falta de comprensión de tus apóstoles! Me siento en gran medida uno de ellos en lo referente a la lejanía de la cruz y el rechazo instintivo de todo lo que lleva el amargo sabor del sufrimiento. Me parece más fácil oír hablar de la cruz, y mejor aún si el discurso es elegante o soy yo mismo quien habla de ella. Sin embargo, el discurso se queda en la periferia de la vida: hablo de ella como si se tratara de un objeto de estudio. O bien me gusta ver la cruz, y tanto mejor si es artística o, al menos, de una factura apreciable. Hay muchas, de todas las dimensiones, de todos los colores, de todos los materiales y de todos los precios. Sí, porque las cruces también se pueden comprar. Sin embargo, por muy preciosas que sean, no valen gran cosa.

A lo máximo, consigo llevar la cruz... en el cuello o colgada en la solapa de la chaqueta. Ahora bien, la cruz no está hecha para ponerla en un collar ni para colgarla en la solapa de una chaqueta, sino para llevarla en el corazón. La cruz debe estar dentro, clavada en el corazón y en el cerebro. Esto me resulta difícil, e incomprensible desde el punto de vista racional. Figurémonos, además, tener que llevar la cruz de los demás. Muchas veces ni siquiera la veo y, cuando la descubro, me parece más cómodo escabullirme, fingir que no la he visto. En algunas ocasiones consigo decir una palabra de circunstancias, pero llevar «los unos los pesos de los otros» me parece tan poco común que me alineo fácilmente y de buena gana con la mayoría. Simplemente, me oculto como un forajido. Señor, perdona esta huida mía de la cruz, y recuérdame siempre que, sin las tinieblas del Viernes santo, no surgirá nunca la mañana del Domingo de resurrección.


CONTEMPLATIO

Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en el que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos.

Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo representan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo.

La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante del que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo Cristo nos enseña que la cruz es su gloria, cuando dice: Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él, y pronto lo glorificará. Y también: Padre, glorifícame con la gloriaque yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese. Y asimismo dice: «Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: `Lo he glorificado y volveré a glorificarlo"», palabras que se referían a la gloria que había de conseguir en la cruz (Andrés de Creta, Sermón X sobre la exaltación de la santa cruz, en PG 97, cols. 1022ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Ellas, las seis pobrecitas [las hermanas infectadas por el virus ébola], se contentaban con entregarse a la crónica cotidiana del Reino, recitada -más que escrita- en voz baja, toda con letras minúsculas. Satisfechas por tener sus nombres escritos en el cielo (Lc 10,20) y no en las páginas de los periódicos. Satisfechas por el hecho de pertenecer a la categoría de los pequeños, de los «nadie», privilegiada por el Evangelio, y, por consiguiente, inmunizadas contra la necesidad de mendigar popularidad, consensos, notoriedad.

¿Queremos desempolvar de nuevo, en su caso, una palabra, una virtud que hoy está frecuentemente confinada entre las antiguallas? Pues entonces hablaríamos también de la humildad [...]. Son seis hermanas normales, que no forman parte de la categoría de lo excepcional. Normales en el servicio, normales en la fidelidad, normales en el «perder la vida», normales en el olvido de sí mismas. Normales en el valor, aunque también en el miedo. Normales en los impulsos, aunque también en sus debilidades. Normales en un amor «sin medida». Su vida era la suma de muchas cosas normales, de muchas ocupaciones ordinarias, muchas labores comunes, muchas tareas en absoluto exaltadoras.

Hoy, el escenario está totalmente ocupado por protagonistas, primeros actores, que se abren paso a codazos para estar en primer plano. Ya no es posible reclutar a individuos dispuestos a recitar la parte modesta —aunque siempre exaltadora— de hombres sencillos, de cristianos y religiosos «normales» [...]. Ellas eran criaturas normales [...]. El amor era su norma. Y también el sacrificio, la renuncia, la fidelidad más costosa, la caridad sonriente, el servicio gozoso como norma (A. Pronzato, Un'esagerazione di amore, Milán 1997, pp. 154-158).