Viernes

3a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 10,32-39

Hermanos: 32 Acordaos de los días primeros en los que, después de haber sido iluminados, sostuvisteis un combate tan grande y doloroso. 33 Algunos fuisteis públicamente escarnecidos y tuvisteis que sufrir tormentos; otros os hicisteis solidarios con los que tales cosas soportaban. 34 Tuvisteis, en efecto, compasión de los encarcelados, soportasteis con alegría que os despojaran de vuestros bienes, sabiendo que teníais riquezas mejores y más duraderas. 35 No perdáis, pues, esta confianza, que os proporcionará una gran recompensa. 36 Pues tenéis necesidad de perseverar, para que, cumpliendo la voluntad de Dios, alcancéis la promesa.

37 Porque,
dentro de poco, de muy poco,
el que ha de venir vendrá sin retraso;
38 y mi justo vivirá por la fe;
mas, si se echa atrás cobardemente,
ya no me agradará.

39 Pero nosotros no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de los que buscan salvarse por medio de la fe.


Ya desde los orígenes se propagó en la Iglesia el peligro de la tibieza, un peligro que degeneró con frecuencia en abierta apostasía o en vida pecaminosa contraria a la fe. Son varios los pasajes de los escritos apostólicos que atestiguan esta situación (cf. Gal 3,2; 2 Cor 2; Ap 2-3).

Consciente del delicado momento que está atravesando la comunidad judeocristiana a la que se dirige, el autor de la carta a los Hebreos se enfrenta al mal en sus raíces. Revelándose como un profundo conocedor del corazón humano y repleto de discernimiento en la guía de las almas, nos ofrece una página que sigue siendo un precioso documento de sabiduría pastoral. Aunque denuncia el mal, no usa palabras de abierta condena ni de duro reproche, sino que sigue la vía de la exhortación.

«Acordaos»: un imperativo preciso que remite al tiempo del primitivo fervor y pretende crear una separación clara con el presente para volver a la frescura original. En dos breves versículos se representa al vivo ante nuestros ojos a una comunidad que ha dado pruebas de gran fortaleza y de gran caridad: una comunidad capaz de hacer frente a toda persecución y a las más graves humillaciones sin echarse atrás; pero eso no basta: ha mostrado asimismo ser solidaria con los que están sometidos a prueba. Una comunidad, por consiguiente, plenamente cristiana, animada por un auténtico amor fraterno.

¿Cuál fue la fuente de tal impulso? La fe firme en los bienes futuros. Pues bien, precisamente esa fe tiene que ser reavivada ahora. Y es la Palabra de Dios la que puede alimentarla. El autor de la carta, citando pasajes del Antiguo Testamento que han encontrado su pleno cumplimiento en Jesús, quiere sostener en los cristianos la esperanza y la tensión hacia los bienes futuros.

 

Evangelio: Marcos 4,26-34

En aquel tiempo, 26 decía Jesús a la gente:

30 Proseguía diciendo:

33 Con muchas parábolas como éstas Jesús les anunciaba el mensaje, acomodándose a su capacidad de entender. 34 No les decía nada sin parábolas. A sus propios discípulos, sin embargo, se lo explicaba todo en privado.


Con dos breves parábolas, tomadas del mundo agrícola, Jesús ilustra el proceso de crecimiento del Reino de Dios en el mundo. Éste es como una semilla que, sembrada en la tierra, necesita un largo período de maduración en medio del silencio y la paciencia. Tras la siembra, el labrador vuelve a sus ocupaciones habituales, sin tener que preocuparse de la semilla. Es la tierra la que espontáneamente, por su propia fuerza, lleva a cabo la transformación. El evangelista se detiene a describir, una a una, las fases de la germinación, para subrayar que cuanto desde fuera parece «tiempo muerto» -silencio de Dios- es, en realidad, un tiempo fecundo de gracia. Cuando haya llegado su hora -expresión que usará muchas veces Jesús refiriéndose a su destino-, la misma semilla, convertida ahora en fruto maduro, se entregará a la hoz para la siega. También aquí surge espontánea la referencia a Jesús, que libremente se ofreció a sí mismo por nuestra salvación.

La sorpresa del labrador, después de la larga espera, será grande, como muestra la segunda parábola. Se ha depositado en la tierra un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, algo no llamativo, pero al final se hace mayor que todas las hortalizas, se hace casi como un árbol a cuya sombra -imagen bíblica que indica la consumación del Reino de Dios (cf. Jue 9,8-15; Ez 17,22-24; 31,4; Dn 4,10-12.17-23)- pueden reposar los pájaros. Toda la Sagrada Escritura atestigua que Dios escoge lo que es pequeño: los instrumentos más pobres parecen ser los más aptos para cooperar en su designio de salvación. Los caminos de Dios no son nuestros caminos; su Reino lleva en sí mismo un principio de desarrollo, una fuerza secreta que lo conducirá a su plena consumación más allá de lo que podría suponer cualquier humana imaginación. No queda más que esperarlo con firme esperanza y humilde colaboración.


MEDITATIO

Sólo haciendo nuestro el «deseo de Dios» expresado en tantas páginas del Antiguo Testamento, y de modo absolutamente particular en los salmos, es posible intuir qué grande debió de ser la alegría de los primeros judeocristianos cuando, iluminados por la gracia, reconocieron en Jesús al Mesías, al Esperado por todas las gentes, al Salvador prometido. Este descubrimiento suscitó un gran fervor; los nuevos cristianos se encaminaron con entusiasmo por el «camino nuevo y vivo». Pero muy pronto se dieron cuenta de que el camino era largo y fatigoso; la exaltación inicial cedió el paso al desaliento. Es la hora de la prueba, en la que es preciso resistir con paciencia. El autor de la carta a los Hebreos exhorta, por tanto, a sus interlocutores a perseverar conbuen ánimo. Aunque el paisaje parezca estar desolado, cada paso les aproxima a la meta. Hay períodos en la vida de cada persona en los que se vuelve necesario aferrarnos con todas nuestras fuerzas a la virtud de la esperanza. Esta es, por así decirlo, el bastón del peregrino que se dirige hacia el Reino de los Cielos.

También las dos pequeñas parábolas del evangelio aluden a esta virtud. ¿No es acaso su presencia la que nos hace soportable el tiempo que discurre entre la siembra y la siega? Es preciso estar fuertemente motivados para perseverar cuando el desánimo, como un ladrón, viene a robarnos las pocas fuerzas de las que disponemos. Sólo la esperanza nos las puede restituir. Con todo, también ella debe tener un sólido fundamento. No basta con mantener fija la mirada en las realidades futuras, en el Reino que parece inalcanzable. Entonces, ¿en qué se puede apoyar la esperanza cristiana? En la experiencia de los peregrinos de Emaús, en la certeza de que aquel que nos llama a la meta es también nuestro silencioso compañero de viaje, y cuanto más duro se vuelve el camino, más presente se hace.


ORATIO

Señor Jesús, eterno Viviente, tú eres nuestra única esperanza. Por nosotros te escondiste como semilla en nuestra humana debilidad; experimentaste la persecución, el peso de la soledad y la aflicción de la pobreza; por nosotros aceptaste voluntariamente la muerte, por nosotros te hiciste Pan de vida que nos sostiene a lo largo del camino. Tú nos conoces en lo íntimo y ves nuestras tribulaciones y la fatiga que nos produce el compromiso de conservar la fe. Perdónanos si hemos dejado envejecer nuestro corazón, perdiendo el ardor y el entusiasmo de nuestro primer amor. Despierta en nosotros el hermoso recuerdo de nuestra enamorada juventud, para que nunca nada ni nadie pueda apartarnos de buscar tu rostro. Quédate con nosotros en la hora de la prueba y concédenos la fuerza de tu Espíritu para serte fieles hasta la muerte. Contigo ni siquiera nuestra pobreza nos espanta ya: al ofrecértela, se convierte en el pequeño signo de nuestro infinito deseo de colaborar en la realización de tu Reino.


CONTEMPLATIO

Nadie ama verdaderamente a otro con auténtico fuego de amor si no siente un intenso deseo de verle. Por esa razón, cuando el ser amado está lejos, aumenta el deseo, y el retraso del Amado, aunque sea breve, parece largo. Por eso, «¡ay de mí, que vivo como emigrante!» (cf. Sal 119,5) y «estoy enfermo de amor» (Cant 2,5). Como huésped de paso en este mundo, suspiro por las moradas celestes. Pero ¿qué es lo que espero? ¿No es al Señor Jesús? ¿No está en él toda nuestra esperanza? Siento nostalgia de contemplar la vida invisible que moriría con alegría. Sin embargo, si la espero con serenidad de ánimo es porque interiormente se me inspira que sea paciente. Mi espíritu, embebido por completo del admirable don de Dios, me convence para que me santifique a diario en el amor. Por eso me comprometo a no seguir mi voluntad, sino que espero con alegría a que Dios me manifieste la suya. Que la sombra del Espíritu Santo me sirva aquí abajo de consuelo y que mi deseo de gozar de la felicidad futura haga desaparecer toda la basura de mis vicios.

No poseo ninguna morada en este mundo de miseria; golpeado por tantas adversidades, no voy en busca de vanos consuelos, pues no tengo más que un consuelo: el amor eterno. Los elegidos de Cristo, vayan donde vayan, no cesan de custodiar en su espíritu la alegría de los bienes celestiales. Sobre el infalible fundamento puesto,esto es, el Señor Jesús, construyen y se preparan para la recompensa eterna. Así, los trabajos que realizan en vistas al amor divino o la violencia que se hacen para custodiar la paz del corazón incrementan su mérito. Cuando el cuerpo está cansado, los ojos se elevan hacia la estancia celestial, hacia la mirada del Amigo omnipotente y nos sentimos protegidos por todas partes a la sombra de sus dones (R. Rolle, Il canto d'amore IV, 11ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«La esperanza no engaña, porque Dios ha derramado su amor en nuestros corazones» (Rom 5,5).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Por lo general, pensamos que la paciencia es una especie de resignación fatalista frente a lo que se nos opone y, por consiguiente, una confesión de derrota. Sin embargo, de hecho, la paciencia cristiana no es resignación, sumisión. Para comprender la actitud espiritual que llamamos paciencia es preciso mirar a Jesús paciente. Basta con leer el evangelio para ver que el Señor Jesús experimentó la incomodidad física, el cansancio, la monotonía del trabajo, la opresión de la muchedumbre. Le alcanzaron las contestaciones, el odio, la incredulidad. Experimentó el dolor físico más agudo y el sufrimiento del espíritu, la agonía, el abandono de los discípulos y hasta del Padre. Pero no fue un aplastado: se ofreció porque lo quiso. Llevó sobre sí todo con una paciencia que no es ni inercia ni pasividad, sino ofrenda de sí mismo a todo lo que quiere el Padre.

El amor al Padre y a los hombres le impulsa a entregarse hasta el extremo. «Si el grano de trigo no muere, no da fruto», dice en el evangelio. Así, con su sacrificio glorificó al Padre y llevó a cabo nuestra salvación. Esta es la victoria del amor, de la paciencia.

A partir del ejemplo vivo del Señor Jesús, comprendemos que la paciencia es la perfección de la caridad. Observa san Juan de la Cruz: «El amor ni cansa ni se cansa». Es la paciencia silenciosa, perseverante, que se vuelve don, como Cristo, pan partido por los hermanos. Ahora bien, esta disponibilidad de amor no puede ser sostenida más que por una fe viva y por una intensa esperanza. Muchas de nuestras impaciencias y muchos abatimientos proceden precisamente de una fe y de una esperanza demasiado débiles, que no nos orientan plenamente al amor (A. Ballestrero, Parlare di cose verissime, Casale Monf. - Roma 1990, pp. 103ss).