Miércoles

3a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 10,11-18

Hermanos: 11 Cualquier otro sacerdote se presenta cada día para desempeñar su ministerio y ofrecer continuamente los mismos sacrificios que nunca pueden quitar los pecados. 12 Cristo, por el contrario, no ofreció más que un sacrificio por el pecado, y está sentado para siempre a la derecha de Dios. 13 Unicamente espera que Dios ponga a sus enemigos como estrado de sus pies. 14 Con esta única oblación ha hecho perfectos de una vez para siempre a quienes han sido consagrados a Dios. 15 Es lo que también nos atestigua el Espíritu Santo, pues después de haber dicho:

16 Ésta es la alianza que yo haré con ellos,
después de aquellos días, dice el Señor:
pondré mis leyes en sus corazones
y las escribiré en sus mentes,

añade:

17 Y no me acordaré más de sus pecados
ni de sus iniquidades.

18 Ahora bien, donde los pecados han sido perdonados, ya no hay necesidad de oblación por el pecado.


El tema central del pasaje es el sacerdocio de Cristo, considerado bajo el aspecto de su eficacia salvífica. También desde este punto de vista el sacrificio realizado por él es, con mucho, superior a los sacrificios de la antigua alianza. El autor de la carta se dirige a una comunidad judeocristiana. Esta -como veremos en los capítulos siguientes- pasa por un momento de crisis y siente nostalgia por el culto antiguo. El autor establece una comparación directa entre los sacerdotes del templo y el mismo Cristo. Los primeros aparecen sometidos a una continua y vana repetición de ritos que no llegan nunca a purificar las conciencias ni a liberarlas del pecado: son, efectivamente, sacrificios externos, sólo figura del verdadero sacrificio. Frente a ellos se yergue la figura majestuosa de Cristo: éste, tras ofrecer «una sola vez» su propia vida en obediencia al Padre, «está» ahora en su presencia y
«está sentado» a su derecha, esperando que lleguen a su madurez todos los frutos de la obra de salvación que ya ha realizado.

El camino de acceso al cielo -el verdadero «Santo de los santos»- está ahora abierto, y así queda para siempre. Este carácter definitivo es considerado por el autor como la realización de la profecía de Jeremías (31,33ss) referente a la «nueva alianza»: Dios ha escrito su ley en el corazón del hombre y ha perdonado todos sus pecados. En el Hijo amado, cada hombre es ahora, potencialmente, hijo de Dios. La Iglesia, al ofrecer cada día el sacrificio eucarístico, no repite el acontecimiento de la pasión-muerte de Jesús, sino que renueva para cada hombre, cada día, aquel único sacrificio, ofreciendo así a cada uno la posibilidad de entrar libremente en comunión vital con Cristo y convertirse en miembro vivo de su cuerpo místico.

 

Evangelio: Marcos 4,1-20

En aquel tiempo, Jesús 1 se puso a enseñar de nuevo junto al lago. Acudió a él tanta gente que tuvo que subir a una barca que había en el lago y se sentó en ella, mientras toda la gente permanecía en tierra, a la orilla del lago. 2 Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas.

Les decía:

3 -¡Escuchad! Salió el sembrador a sembrar. 4 Y sucedió que, al sembrar, parte de la semilla cayó al borde del camino. Vinieron las aves y se la comieron. 5 Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra; brotó en seguida, porque la tierra era poco profunda, 6 pero en cuanto salió el sol se agostó y se secó porque no tenía raíz. 7 Otra parte cayó entre cardos, pero los cardos crecieron, la sofocaron y no dio fruto. 8 Otra parte cayó en tierra buena y creció, se desarrolló y dio fruto: el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno.

9 Y añadió:

-¡Quien tenga oídos para oír que oiga!

10 Cuando quedó a solas, los que lo seguían y los Doce le preguntaron sobre las parábolas.

11 Jesús les dijo:

-A vosotros se os ha comunicado el misterio del Reino de Dios, pero a los de fuera todo les resulta enigmático, 12 de modo que:

por más que miran, no ven,
y, por más que oyen, no entienden,
a no ser que se conviertan
y Dios los perdone.

13 Y añadió:

-¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo vais a comprender entonces todas las demás? 14 El sembrador siembra el mensaje. 15 La semilla sembrada al borde del camino se parece a aquellos en quienes se siembra el mensaje, pero en cuanto lo oyen viene Satanás y les quita el mensaje sembrado en ellos. 16 Lo sembrado en terreno pedregoso se parece a aquellos que, al oír el mensaje, lo reciben en seguida con alegría, 17 pero no tienen raíz en sí mismos; son inconstantes y, en cuanto sobreviene una tribulación o persecución por causa del mensaje, sucumben. 18 Otros se parecen a lo sembrado entre cardos. Son esos que oyen el mensaje, 19 pero como las preocupaciones del mundo, la seducción del dinero y la codicia de todo lo demás les invaden, ahogan el mensaje y éste queda sin fruto. 20 Lo sembrado en la tierra buena se parece a aquellos que oyen el mensaje, lo acogen y dan fruto: uno treinta, otro sesenta y otro ciento.


El relato de la parábola va precedido de dos versículos muy importantes. Jesús está sentado -o sea, con la actitud propia de maestro- y a su alrededor se encuentra una enorme muchedumbre; el evangelista señala tres veces que Jesús está enseñando; por otra parte, la parábola comienza y acaba con dos mandatos que invitan a la escucha, o sea -bíblicamente-, a la «obediencia», a dar la propia adhesión. Jesús, por consiguiente, quiere entrar en una relación viva con las personas a las que se dirige.

En efecto, Jesús, en la parábola, habla de la misión que ha venido a realizar en la tierra. Él es el sembrador que aparece al comienzo, generoso a la hora de esparcir por doquier la semilla, no por inexperiencia o inoportuna prodigalidad, sino por ese amor excesivo que cree todo, hasta la posibilidad de que el desierto florezca. A continuación, desaparece de escena. Nada más se dice de él, sólo se siente su atenta vigilancia. Empieza, en cambio, la historia de la semilla, que es también Jesús (cf. Jn 12,24). Una vez echado en la tierra, ¿cuál es su destino?

Multiforme. Unas veces está nada menos que sofocado: es su muerte en la cruz, coronado de espinas; otras se lo comen las aves y se lo llevan: como cuando le invitan a que se vaya de la región de los gerasenos; otras parece germinar, pero sólo breve tiempo: como cuando muchos discípulos se echan atrás escandalizados. Por último, da fruto: «uno treinta, otro sesenta y otro ciento» por uno. Una proporción enorme, inimaginable: así se difundió el cristianismo después de Pentecostés. Y en este momento empieza su curso la parábola. Ahora el sembrador y la semilla es el cristiano, que, tras recibir la Palabra, está llamado a dejarse transformar por ella para poderla anunciar hasta los confines del mundo.

Con esta parábola, Jesús quiere hacernos comprender también que la Palabra debe ser predicada a todos, sin desconfianza, sin miedo a los fracasos. Y, a su tiempo, dará fruto.


MEDITATIO

Dios pone su ley en nuestros corazones, olvida nuestros pecados; por medio de Cristo estamos santificados... Casi podríamos tener la impresión de que mientras que en la antigua ley había que hacer «muchas cosas» con poco resultado, en la «nueva y eterna alianza» no hay que hacer nada para obtener el máximo resultado. En cierto sentido esto es verdad, pero el «no hacer nada» debe ser en realidad plena disponibilidad para acoger los dones de Dios. La parábola evangélica completa adecuadamente e ilumina el contenido doctrinal de la primera lectura. Aceptar recibir no es una cosa fácil para el hombre, puesto que requiere una gran humildad. No es fácil reconocerse pobre, hacerse mendigo... En una sociedad como la nuestra, donde reina la abundancia, donde está de moda el mito del hombre infalible, donde la mentalidad dominante difunde una «cultura» basada en el éxito, en el saber y en el poder, en este contexto quien es pobre y tiene hambre de la Palabra de Dios es verdaderamente un extranjero, alguien que vive aislado. Llegamos incluso a ser incapaces de reconocer cuáles son nuestras auténticas necesidades. ¿Qué es, en efecto, la tierra árida de la parábola sino ese vacío, ese deseo de la verdad y del silencio que todo hombre debería redescubrir en el fondo de su propio corazón, para reconocerse, finalmente, mendigo de Dios, buscador de lo absoluto? La Palabra encuentra en este vacío el terreno fecundo para fructificar. Sin embargo, mientras espera, el Señor busca de mil modos, incluso en los corazones aparentemente más cerrados, una mínima grieta donde sembrar su Palabra, una rendija por la que pueda entrar con su luz.

Este infinito y paciente amor de Dios, esta indómita esperanza suya, no nos autoriza, sin embargo, a dejar sin cultivar el jardín de nuestra alma; al contrario, nos impulsa a prepararlo con mayor cuidado en la espera trémula de que el divino Sembrador pase y se ponga solícitamente a trabajar para consumar su obra.


ORATIO

Señor Jesús, tu Palabra nos impulsa hoy a abrirte el corazón con plena confianza. Cuando, en medio del silencio y del recogimiento, te escuchamos, sentimos brotar irresistible dentro de nosotros un inmenso deseo de santidad. Nos invade una energía nueva; somos un campo sembrado que quiere producir frutos en abundancia; con ánimo confiado, nos abrimos a la nueva jornada. Pero cuando, llegados a la noche, cansados, vemos discurrir ante nuestros ojos las fatigosas horas de la jornada, las muchas ocasiones perdidas, el peso de situaciones dolorosas, el bien omitido, el mal realizado, entonces nos encontramos como quien ha intentado en vano levantarse a sí mismo y a los otros de la tierra al cielo... Precisamente en esta hora es todavía tu Palabra viva, sepultada en nuestros corazones, la que nos hace ponernos humildemente de rodillas ante ti para decirte con sencillez: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros. Tal vez no exista el fruto que tú esperabas, pero sí existe un vacío más grande en nuestro corazón, una disponibilidad más sincera para escuchar tu Palabra, para vivirla. Mañana saldremos juntos al campo a sembrar; tú irás delante y nosotros te seguiremos.


CONTEMPLATIO

Hermanos, nosotros queremos salvarnos durmiendo y por eso nos desanimamos, pero basta con poco trabajo: y entonces nos cansamos, a fin de recibir misericordia. Si uno tiene una facultad y la deja sin cultivar, cuanto más la descuide, tanto más se le llenará de espinas y de abrojos, ¿no es verdad? Y cuando vaya a limpiarla, cuanto más llena esté, más sangre deberán verter sus manos. Por eso, quien desea limpiar su propia facultad debe arrancar bien de raíz, en primer lugar, todos los hierbajos: si no arranca bien las raíces, sino que se limita a cortarlas por encima, aquéllas volverán a crecer; después deberá romper los terrones, arar; entonces podrá sembrar buena semilla. Si, efectivamente, vuelve a dejarla de nuevo en reposo, volverán los hierbajos, pues encuentran la tierra blanda y hermosa, echan raíces profundas y se multiplican en el campo todavía más.

Así ocurre también con el alma. Antes que nada, es preciso acabar con las malas costumbres no sólo luchando contra ellas, sino también contra sus causas, que son las raíces. A continuación, es preciso ejercitar bien nuestras propias costumbres; sólo entonces empezaremos a sembrar la buena semilla, que son las obras buenas. Quien quiera salvarse debe no sólo abstenerse de hacer el mal, sino también hacer el bien. Ahora bien, el que siembra, además de echar la semilla, debe sepultarla también en la tierra, para que no vengan las aves a llevársela y así se pierda; y después de haberla escondido espera la misericordia de Dios, hasta que mande la lluvia y crezca la semilla. Así sucede también con nosotros: si alguna vez hacemos algo bueno, debemos esconderlo con la humildad y confiar a Dios nuestra debilidad, pidiéndole que apruebe nuestro trabajo, pues de otro modo será vano. En ocasiones, después de que hayan germinado y crecido, y haya aparecido la espiga, llegan la langosta o el granizo y otras desgracias semejantes y destruyen la cosecha. Así sucede también con el alma, de modo que quien de verdad quiera salvarse no debe quedarse tranquilo hasta el último respiro. Es preciso, pues, esforzarnos, estar muy atentos y pedirle siempre a Dios que nos proteja y nos salve con su bondad, para gloria de su santo nombre. Amén (Doroteo de Gaza, Insegnamenti spirituali XIII, pp. 139-144.148, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«La explicación de tu Palabra es luz que ilumina y proporciona instrucción a los sencillos» (Sal 118,130).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Dios ha creado por amor, y con los fines del amor. Dios no ha creado otra cosa que el amor mismo los medios del amor. Ha creado seres capaces de amor a todyas las distancias posibles. El mismo -puesto que ningún otro podía hacerlo- fue a la distancia máxima, a la distancia infinita. Esta distancia infinita entre Dios y Dios, desgarro supremo, dolor que no tiene par, milagro de amor, es la crucifixión. Nada puede estar más lejos de Dios que lo que fue hecho maldición. Este desgarro, encima del cual crea el amor supremo el vínculo de la unión suprema, resuena perpetuamente a través del universo, sobre un fondo de silencio, como dos notas separadas y fundidas, como una armonía pura y desgarradora. Es la Palabra de Dios. Toda la creación no es más que su vibración. Cuando hayamos aprendido a escuchar el silencio, será esto lo que, en medio del silencio, comprendamos con mayor distinción. Los que se aman, los amigos, tienen dos deseos: uno, amarse hasta el punto de penetrar el uno en el otro y convertirse en un solo ser; el otro, amarse hasta tal punto que, aunque estuvieran separados por los océanos, su unión no quedara debilitada. Todo lo que el hombre desea verdaderamente aquí abajo es real y perfecto en Dios. Todos estos deseos imposibles son en nosotros algo así como una señal de nuestro destino y tienen un efecto positivo sobre nosotros desde el momento en que esperamos alcanzarlos. El amor de Dios es el vínculo que une a dos seres hasta el punto de hacerlos imposibles de distinguir y realmente uno solo, y que, tendido por encima de las distancias, triunfa sobre la separación infinita. Por ese motivo, la cruz es nuestra única esperanza (S. Weil, Attesa di Dio, Milán 1984, pp. 90-94, passim [edición española: A la espera de Dios, Editorial Trotta, Madrid 1996]).