Lunes

3a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 9,15.24-28

Hermanos: 15 Cristo es el mediador de la nueva alianza, pues él ha borrado con su muerte las transgresiones de la antigua alianza, para que los elegidos reciban la herencia eterna que se les había prometido.

24 Por eso Cristo no entró en un santuario construido por hombres —que no pasa de ser simple imagen del verdadero—, sino en el cielo mismo, a fin de presentarse ahora ante Dios para interceder por nosotros. 25 Tampoco tuvo que ofrecerse a sí mismo muchas veces, como el sumo sacerdote, que entra en el santuario una vez al año con sangre ajena. 26 De lo contrario, debería haber padecido muchas veces desde la creación del mundo, siendo así que le bastó con manifestarse una sola vez, al fin de los siglos, para destruir el pecado con su sacrificio. 27 Y así como está decretado que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual vendrá el juicio, 28 así también Cristo se ofreció una sola vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y por segunda vez aparecerá, ya sin relación con el pecado, para dar la salvación a los que le esperan.


En continuidad con las precedentes afirmaciones sobre la «novedad» traída por Cristo a la historia, el autor de la carta a los Hebreos considera ahora un ulterior aspecto de la doctrina cristiana, refiriéndose siempre a la ley antigua.

Así como el sumo sacerdote entraba, en nombre de todo el pueblo, en relación directa con Dios mediante los sacrificios de víctimas animales, le presentaba las ofrendas y llevaba a la asamblea la bendición divina en señal de reconciliación, así también Cristo es mediador entre Dios y la humanidad. Sin embargo, la continuidad termina aquí y comienza la novedad. En efecto, Jesús es al mismo tiempo sacerdote y víctima. El -puro de toda mancha de pecado- se entrega en su pasión a Dios por los pecadores; no ofrece una sangre ajena, sino la suya propia. De la perfección del sacrificio deriva su unicidad y la unicidad de la alianza que, mediante él, se establece.

Con su muerte en la cruz, Jesús consuma su actividad sacerdotal; con su ascensión entra no en el «Santo de los santos», no en un templo construido por mano de hombres, sino en el mismo cielo, y allí permanece como Cordero erguido ante Dios para interceder en favor de nosotros (cf. Ap 5,6). Ahora le ha sido arrebatada toda la fuerza al pecado y se nos ha abierto a cada uno el «camino nuevo» (cf. Heb 10,20) para volver al Padre.

 

Evangelio: Marcos 3,22-30

En aquel tiempo, 22 los maestros de la Ley que habían bajado de Jerusalén decían:

-Tiene dentro a Belzebú. Y añadían:

-Con el poder del príncipe de los demonios expulsa a los demonios.

23 Jesús los llamó y les propuso estas comparaciones:

-¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? 24 Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir. 25 Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no puede subsistir. 26 Si Satanás se ha rebelado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, sino que está llegando a su fin. 27 Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear su ajuar si primero no ata al fuerte; sólo entonces podrá saquear su casa.

28 Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan, 29 pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás; será reo de pecado eterno.

30 Decía esto porque le acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.


Jesús, desde el comienzo de su vida pública, «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio» (Hch 10,38). Esto, sin embargo, suscita la envidia de los maestros de la Ley y de los fariseos, que buscan a toda costa algún pretexto para acusarle. La acusación referida en el pasaje de hoy es gravísima: el Hijo de Dios, reconocido y atestiguado por Juan el Bautista como Cordero inocente que carga sobre sí el pecado del mundo, es acusado de estar poseído por un espíritu inmundo. La incomprensión es absoluta.

Jesús toma entonces la palabra y, siguiendo el método de los rabinos, plantea una pregunta, como si dijera: «¿Estáis seguros de haber hablado con rectitud de conciencia y no movidos por otros fines que os incapacitan para ver el bien y adheriros a él?». Está en tela de juicio la libertad humana y se le ha dejado un amplio espacio para considerar quién es, verdaderamente, este Hijo del hombre que no quiere la muerte del pecador, sino su conversión para que viva.

La conversión -éste es el segundo mensaje- siempre es posible, con tal de que no nos cerremos a la acción del Espíritu Santo, o sea, de que no «blasfememos» contra él. Tal vez una imagen nos ayude a comprender mejor. Pongamos en uno de los dos platillos de una balanza todos los pecados cometidos por los hombres a lo largo de toda la historia -y es preciso que nos detengamos un momento a considerar bien lo que estamos diciendo- y en el otro el sacrificio de Cristo, sumo sacerdote: pues bien, el peso de este último platillo es decididamente superior, porque es el peso de un amor infinito. Con todo, puede suceder una cosa: que voluntariamente se bloquee el astil de la balanza; entonces, el peso del pecado se vuelve aplastante. La salvación es un don, pero sólo puede darse a quien tiene deseos de ser salvado.


MEDITATIO

¿Cuál es el destino del hombre? Éste es el tema fundamental que unifica las dos lecturas, en las cuales se nos pone ante la única gran alternativa: la salvación eterna o la condenación eterna. El hombre, aparentemente frágil como la hierba del campo, no ha sido creado en realidad sólo para un breve momento sobre la tierra, sino para siempre. Siempre: una palabra extraordinariamente comprometedora y, por eso, tan temida, así como pisoteada, violada y despreciada de muchas maneras. Basta pensar -breve inciso de vastas resonancias- en la extrema facilidad con la que se rompen los vínculos más sagrados: matrimonio, sacerdocio, consagración religiosa... La desproporción entre nuestra pequeñez y la grandeza de nuestro destino es tal que espanta, y por ello la redimensionamos de una manera mezquina. Un buen trabajo, relaciones honestas con los demás..., esto parece bastarnos. Sin embargo, no es así.

Aunque sofocado, en nuestro corazón alienta el deseo de infinito: el Espíritu que inhabita en nosotros grita dentro de nosotros que estamos hechos para un amor sin medida. El hombre es verdaderamente un condenado: tiene que optar entre la santidad o la desesperación. ¿Y qué es la santidad, si estamos llamados a ella? El Evangelio nos dice a este respecto algo muy sencillo yhermoso: la santidad es comunión con Jesús. Entonces todo se transfigura: cuando rezo, estoy con Jesús ante el Padre para adorar, interceder, dar gracias; cuando trabajo, estoy con Jesús al servicio de mi prójimo; cuando sufro, participo en la pasión de Jesús para la salvación del mundo; cuando me llegue la hora de la muerte, estaré unido a la muerte redentora de Cristo, entraré en su pascua y pregustaré la alegría de ver, sin velos, el rostro de aquel que me amó y se dio a sí mismo por mí.


ORATIO

Padre santo, que nos llamas a ser santos porque nos ha hecho a tu imagen, tú sabes que mientras seamos extranjeros sobre la tierra llevaremos sobre nosotros el peso del pecado y nos ofuscará el hollín del mundo. Lávanos continuamente con la sangre preciosa de tu Hijo, Cordero sin defecto ni mancha. Míranos en él, santo y obediente, puesto que únicamente por medio de él nos atrevemos a dirigir a ti nuestra mirada, a través de la fe y de la esperanza. Sólo en él podemos amarnos los unos a los otros de verdadero corazón, reconociéndonos hermanos. Nosotros, frágiles como la hierba y la flor del campo, desapareceríamos en el rápido discurrir del tiempo si tu Palabra viva y eterna no nos regenerase constantemente a nueva vida. Concédenos un corazón humilde y dócil, que sepa escuchar, para que tu gracia pueda renovarnos y hacernos santos iconos de tu presencia. Amén.


CONTEMPLATIO

Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han aparecido otro nacimiento, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿De qué nacimiento se habla? Del de aquellos que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

¿Preguntas que cómo es esto posible? Lo explicaré en pocas palabras. Este nuevo ser lo engendra la fe; la regeneración del bautismo lo da a luz; la Iglesia, cual nodriza, lo amamanta con su doctrina e instituciones y con su pan celestial lo alimenta; llega a la edad madura con la santidad de vida; su matrimonio es la unión con la sabiduría; sus hijos, la esperanza; su casa, el reino; su herencia y sus riquezas, las delicias del paraíso; su desenlace no es la muerte, sino la vida eterna y feliz en la mansión de los santos.

Éste es el día en que actuó el Señor, día totalmente distinto de aquellos otros establecidos desde el comienzo de los siglos y que son medidos por el paso del tiempo. Este día es el principio de una nueva creación, porque, como dice el profeta, en este día Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva. ¿Qué cielo? El firmamento de la fe en Cristo. ¿Y qué tierra? El corazón bueno que, como dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella y produce abundantes espigas.

En esta nueva creación, el sol es la vida pura; las estrellas son las virtudes; el aire, una conducta sin tacha; el mar, el abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios; las hierbas y semillas, la buena doctrina y las enseñanzas divinas en las que el rebaño, es decir, el pueblo de Dios, encuentra su pasto; los árboles que llevan fruto son la observancia de los preceptos divinos.

En este día es creado el verdadero hombre, ese que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es, por ventura, un nuevo mundo el que empieza para ti en este día en que actuó el Señor? ¿No habla de este día el profeta al decir que será un día y una noche que no tienen semejante?

Pero aún no hemos hablado del mayor de los privilegios de este día de gracia: lo más importante de este día es que él destruyó el dolor de la muerte y dio a luz al primogénito de entre los muertos, a aquel que hizo este admirable anuncio: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro (Jn 20,17).

¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre semejante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza (Gregorio de Nisa, Sobre la resurrección de Cristo, 1).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La alegría no es un estado espontáneo del hombre, sino el resultado de una concepción de la vida y una fatigosa conquista hecha posible por la gracia de Dios. Los enemigos de la alegría son más numerosos de lo que a primera vista podría parecer. El camino hacia la alegría requiere con frecuencia que abdiquemos de nuestros propios derechos, con la firme certeza de que arriba hay alguien que se preocupa de ellos y que los hará valer, pero del modo y en el momento que considere más oportuno. La fe no elimina los obstáculos que el hombre encuentra en su camino, pero ayuda a superarlos a la luz de la paternidad de Dios. No se trata tanto de tener una simple visión superior de la realidad como de conseguir una profunda comunión con Dios, dejándonos iluminar por la fuerza penetrante de su Espíritu. La alegría cristiana es siempre una participación en la alegría de Dios. En medio de las sombras y de las oscuridades de la vida presente, el ánimo se eleva sobre las alas de la alegría para superarlas. El don de la vida, la alianza, la promesa, las bendiciones, la salvación, son «acontecimientos» que inundan el ánimo del creyente.

La seguridad de la alegría cristiana se fundamenta en el abandono en Dios-Padre, en la certeza de que Dios nos ama. Si cualquier «buena noticia vigoriza el cuerpo» (Prov 15,30), el Evangelio hace estremecerse al ánimo con una alegría inefable e inenarrable, porque anuncia no una simple doctrina consoladora, sino un acontecimiento real de salvación, que tiene su inicio en la alianza y concluye en la encarnación, en la resurrección y, finalmente, en el Reino de los Cielos. La alegría no es, para un cristiano, un simple sentimiento, sino una persona: Jesucristo. El ha muerto y resucitado por todos los hombres. Jesús, al remover la piedra del sepulcro, disipaba para siempre las tinieblas del mal y de la muerte y abría a todos las puertas de la bienaventuranza eterna (F. Gioia, II libro della gioia, Casale Monf. 1997, pp. 201-206, passim).