Jueves

3a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 10,19-25

19 Así pues, hermanos, ya que tenemos libre entrada en el santuario gracias a la sangre de Jesús, 20 que ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne, 21 y ya que tenemos un gran sacerdote en la casa de Dios, 22 acerquémonos con corazón sincero, con una fe plena, purificado el corazón de todo mal de que tuviéramos conciencia y lavado el cuerpo con agua pura. 23 Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe. 24 Procuremos estimularnos unos a otros para poner en práctica el amor y las buenas obras; 25 no abandonemos nuestra asamblea, como algunos tienen por costumbre, sino animémonos mutuamente, tanto más cuanto que ya veis que el día se acerca.


Una vez concluida la exposición dogmático-teológica sobre el sacerdocio de Cristo, comienza ahora la segunda parte de la carta a los Hebreos, en donde se extraen las consecuencias prácticas de los principios afirmados antes. En este punto, el autor se dirige a sus interlocutores llamándoles «hermanos», denominación cuyo significado específicamente cristiano comprendemos ahora mejor: «hermanos» porque todos hemos sido redimidos por la sangre de Cristo y todos estamos llamados a entrar en comunión vital con él y, en consecuencia, los unos con los otros.

Gracias al sacrificio de Cristo, el hombre, que era esclavo de la muerte, es libre de regresar a la casa del Padre; de exiliado -más aún, de condenado- se convierte en peregrino. Delante de él se abre un camino «nuevo» y «vivo», un camino que es la persona misma de Jesús. El camino que hemos de recorrer es, por tanto, el de la conversión, el de la configuración con Cristo. Por eso, el autor nos invita a acercarnos a él con las debidas disposiciones interiores. En primer lugar, está la llamada a la pureza del cuerpo y del espíritu: esta pureza, conferida por el bautismo, ha de ser custodiada celosamente con la santidad de vida, y recuperada con el arrepentimiento y la petición de perdón; en segundo lugar, aparecen la «fe» y la «esperanza»: en medio de los trabajos de su vida, el cristiano, lejos de retroceder, está llamado a dar testimonio de que se apoya sin vacilar en un Dios cuyo nombre es «Fiel y Veraz» (cf. Ap 3,14).

Ahora bien, todo esto no debe ser vivido como búsqueda de una perfección individual. De ahí, pues, que la auténtica verificación la proporcione la urgencia de la caridad: es preciso que los unos sean para los otros ejemplo, estímulo y apoyo. El hombre está llamado a preparar y, en cierto sentido, anticipar en la historia la vida de comunión que será también la meta de su peregrinación.

 

Evangelio: Marcos 4,21-25

En aquel tiempo, 21 decía también a la gente:

-¿Acaso se trae la lámpara para taparla con una vasija de barro o ponerla debajo de la cama? ¿No es para ponerla sobre el candelero? 22 Pues nada hay oculto que no haya de ser descubierto; nada secreto que no haya de ponerse en claro. 23 ¡Quien tenga oídos para oír que oiga!

24 Les decía además:

-Prestad atención a lo que escucháis. Con la medida con que vosotros midáis, Dios os medirá, y con creces. 25 Pues al que tenga se le dará, y al que no tenga se le quitará incluso lo que tiene.


Los breves versículos que componen el pasaje de hoy contienen algunas sentencias que completan e iluminan el mensaje central ofrecido por la parábola de la semilla y del sembrador. Se subraya, en particular, la necesidad de convertirse en anunciadores fieles e incansables de la Palabra recibida: todo don se convierte en un deber.

Una comparación tomada de la vida ordinaria sirve para introducir la enseñanza que Jesús quiere proporcionar a sus colaboradores más allegados. «¿Acaso se trae la lámpara para taparla con una vasija de barro?» (v 21). La pregunta es tan sencilla que hasta un niño podría contestarla sin dificultad; en consecuencia, tanto más claras e inequívocas resultarán también las exigencias del seguimiento de Cristo.

A los apóstoles -y a todos los cristianos- les ha sido manifestado el secreto del Reino de los Cielos; ellos, como portadores de la luz divina, se han convertido por eso en lámparas: ya no pueden permanecer escondidos; su tarea concreta es la de iluminar a los otros, guiarles hacia la Luz verdadera. He aquí, pues, que vuelve, apremiante, la invitación -más aún, el compromiso- de escuchar: los apóstoles no pueden anunciar nada de su propia cosecha, sino sólo lo que han recibido, con una fidelidad y humildad extremas: son discípulos del único Maestro. Les ha sido dado un gran tesoro, pero con él se les ha confiado asimismo la responsabilidad de hacerlo fructificar; si llegara a faltar el fruto por un descuido voluntario, sería señal de que se ha rechazado antes que nada al Dador, cerrándose así a la vida y al amor, abocándose a la muerte.


MEDITATIO

El cristiano camina incansablemente por un camino nuevo y vivo. Aquí abajo nunca considera que ha llegado, nunca se siente satisfecho con los resultados alcanzados o asegurado contra los peligros y las insidias. Con la mirada fija en la meta, nunca debe detenerse: eso sería retroceder. Por otra parte, esta urgencia insaciable de ir siempre «más allá» es la señal misma de la presencia en él de algo -o Alguien- que le supera infinitamente. Es el amor derramado por el Padre en nuestros corazones el que nos da ojos para descubrir a nuestro alrededor situaciones de pobreza que tienen necesidad de socorro, de consuelo, de esperanza. Estamos todos en camino hacia la morada de paz, pero no llegaremos a ella sino juntos, ayudándonos mutuamente. Y es precisamente la caridad la que nos renueva siempre el camino, porque con su divina intuición es capaz de hacemos descubrir, bajo las más míseras apariencias, la llama de la vida que quiere nacer. Entonces la fatiga deja de contar, puesto que ve brillar la luz allí donde reinan la tristeza y la muerte.

Jesús nos invita en el evangelio de Marcos a escuchar atentamente su Palabra, para que nos impregnemos hasta tal punto de ella que la hagamos rebosar fuera de nosotros, que la irradiemos. El autor de la carta a los Hebreos nos propone una manera muy sencilla de ser misioneros del evangelio: animamos recíprocamente, evangelizarnos unos a otros practicando la caridad fraterna en las situaciones de la vida cotidiana. Es imposible que este amor humilde y sincero no suscite interrogantes en quienes nos ven vivir de un modo tan «diferente» y tan bello. Las historias de muchas conversiones han empezado precisamente así: del encuentro con creyentes que vivían a Jesús. «¿Acaso se trae la lámpara para taparla con una vasija de barro?». A buen seguro que no. La lámpara existe sólo para brillar con un rayo de esperanza en la oscuridad de la noche. Como los cristianos en el mundo.


ORATIO

Jesús, al principio tú estabas junto al Padre, dirigido a él en el amor; ahora estás también con nosotros, misericordiosamente inclinado sobre nuestras heridas; caminas con nosotros y nos llevas sobre tus sagrados hombros. No sólo nos indicas la senda, sino que tú mismo eres el Camino hacia la casa del Padre. Estás viendo cómo, a veces, nos sorprende el cansancio, nos aferra el miedo; tú conoces bien nuestras secretas tentaciones, que nos invitan a detenernos, a dirigir la mirada hacia atrás... Y nosotros sentimos, por encima de todo el humano sufrir, tu mirada misericordiosa, que se posa sobre nosotros; en la hora de la prueba sólo en ti ponemos nuestra confianza. Tu Palabra, fiel, siempre nos sostiene, porque creemos que todo tu camino, todo trecho del camino, por muy áspero y escarpado que sea, no es un sendero desconocido, sino que es camino de salvación y quien lo toma encuentra su paz. Todo tu camino, aunque parezca duro e interminable, es un paso a la vida que no tiene límites.

Concédenos, Señor, cada día el ánimo para volver a partir todos juntos; no permitas que nunca se quede alguien atrás, sentado en sus ruinas, con el corazón cargado de tristeza. Señor, ven en nuestra ayuda, para que deseemos llegar a contemplar sin velos tu rostro en el Reino de la luz.


CONTEMPLATIO

El Señor plasmó al hombre de la tierra, pero nos ama como a verdaderos hijos suyos y nos espera con deseo. El Señor nos ha amado con un amor tal que se encarnó por nosotros y derramó por nosotros su sangre, con la que nos ha dado de beber, y nos ha dado su precioso cuerpo. Y así, por su carne y por su sangre, hemos llegado a ser sus hijos, a semejanza del Señor. Así como los hijos se parecen a su padre, y esto con independencia de la edad, así nosotros nos hemos vuelto semejantes al Señor en su humanidad, y el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que estaremos eternamente con él. El Señor no cesa nunca de llamarnos: «Venid a mí y yo os haré descansar». Nos alimenta con su precioso cuerpo y su preciosa sangre. Nos instruye misericordiosamente con su palabra y por medio del Espíritu Santo. Nos ha revelado sus misterios. Vive en nosotros y en los sacramentos de la Iglesia y nos conduce al lugar donde contemplaremos su gloria. Ahora bien, cada uno contemplará esta gloria según la medida de su amor.

Quien ama más se lanza con mayor ardor para estar con el amado Señor, y por eso se le acerca más. Quien ama poco, también desea poco. ¡Qué maravilla! La gracia me ha hecho conocer que todos los que aman a Dios y observan sus mandamientos están llenos de luz y se asemejan al Señor. Y esto es algo natural. El Señor es luz, e ilumina a sus siervos (Archim. Sofronio, Silvano del Monte Athos. Vita, dottrina, scritti, Turín 1978, p. 346).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Jesús vino a la tierra para abrir un camino entre los hombres, para que éstos, a su vez, tomen este camino y sigan a Jesús. No hay otro camino posible para ningún hombre. Antes o después, de un modo o de otro, cada hombre se encuentra en el camino de Jesús, aunque probablemente sólo sea en la hora de su muerte. Jesús habla a menudo de aquellos que le siguen y a los que llama discípulos. Les traza el camino, les indica las condiciones, los riesgos, las insidias. Los modos del seguimiento de Jesús son múltiples, pero todos los caminos tienen como desembocadura la misma entrega total de nosotros mismos a Jesús, a aquella obediencia que fue la suya, una obediencia hasta la muerte en una cruz, precio y camino de la resurrección. Seguir a Jesús es renegar de nosotros mismos, aceptar perder aparentemente nuestra propia vida. Una propuesta así sería no sólo arriesgada, sino también aberrante, si Jesús no hubiera añadido tres breves palabras que cambian radicalmente su sentido: «Por mi causa».

A causa de Jesús. Quien se atreve a hablar así lo hace por amor. Y quien habla por amor no propone un itinerario que conduce a la muerte, sino que se abre a la vida. El que ama se ha arrancado a sí mismo del objeto de su amor. Ya no es capaz de vivir replegado sobre sí mismo, porque el amor tiende a desplegar al máximo todas las posibilidades que hay en él. El amor les da dinamismo, decuplica sus fuerzas, fecunda sus palabras, sus acciones. ¿Y qué decir cuando se trata del amor de Jesús? A causa de Jesús, podrá decir san Pablo, y para conocer la sublimidad de su amor se ha atrevido a considerar todas las cosas como basura (cf. FIp 3,8). A causa de Jesús. Estas cuatro breves palabras dicen aún otras cosas. En efecto, el amor no sólo potencia los recursos de aquel que ama, sino que hace entrar también en el misterio de aquel a quien se ama. A causa de Jesús equivale a decir quemados en lo íntimo por el amor que nos arrastra, pero también «como Jesús», o sea, empujados y arrastrados por el amor que él mismo siente por nosotros y cuya poderosa ternura no nos abandona un solo instante.

No hay ni un solo sufrimiento sembrado en nuestro cuerpo, en nuestro corazón e incluso en nuestro es íritu que no nos construya, por así decirlo, en plenitud, conduciéndonos a dar nuestros frutos más bellos. Y aquí se encuentra también la fuente de nuestra alegría. Sí, haciéndolo todo y soportándolo todo a causa de Cristo, exultaremos con una alegría inefable y llena de la gloria de Dios (A. Louf, Seul I'amour suffirait, París 1982).