Sábado

2a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 9,2-3.11-14

Hermanos: 2 La tienda de la presencia tenía una estancia anterior en la que se hallaban el candelabro, la mesa y los panes ofrecidos: se le llama el Santo. 3 Detrás del segundo velo estaba la parte de la tienda de la presencia llamada el Santo de los santos. 11 Cristo, en cambio, ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Es la suya una tienda de la presencia más grande y más perfecta que la antigua, y no es hechura de hombres, es decir, no es de este mundo. 12 En ese santuario entró Cristo de una vez para siempre no con sangre de machos cabríos ni de toros, sino con su propia sangre, y así hos logró una redención eterna. 13 Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros y las cenizas de una ternera con las que se rocía a las personas en estado de impureza tienen poder para restaurar la pureza exterior, 14 ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a Dios como víctima sin defecto, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas para que podamos dar culto al Dios vivo!


El autor de la carta continúa sus propias reflexiones sobre el sacerdocio de Jesús, esto es, sobre su facultad para hacer de camino entre la humanidad y Dios. Eso no se ha realizado, como en el Antiguo Testamento, penetrando en un lugar material, la tienda del templo de Jerusalén, en cuyo interior había otro ámbito, el Santo de los santos, en el que sólo se permitía entrar al sumo sacerdote una vez al año. Con Jesús, el culto cambia radicalmente: de exterior se convierte en interior, porque Cristo entra una sola vez y para siempre en el santuario del cielo, ofreciendo su cuerpo santísimo como ofrenda viva y agradable a Dios, obteniéndónos la salvación con su preciosa sangre. Este es precisamente el precio del culto perfecto del que también nosotros hemos sido hechos partícipes. En efecto, el sacrificio de Jesús, que se ha ofrecido en el Espíritu al Padre como víctima pura, nos abre también a nosotros la posibilidad de entrar en la fiesta trinitaria del don recíproco entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. El culto ya no es un cúmulo de ritos externos, sino un movimiento festivo de honor rendido y recibido entre las personas de la Santísima Trinidad.

 

Evangelio: Marcos 3,20ss

En aquel tiempo, 20 volvió Jesús a casa y, de nuevo, se reunió tanta gente que no podían ni comer. 21 Sus parientes, al enterarse, fueron para llevárselo, pues decían que estaba trastornado.


Sólo dos versículos, y desconcertantes. Jesús entra en una casa y la gente, una vez más, se apiña hasta tal punto que ni siquiera le permiten comer. Jesús está en el momento culminante de su actividad de Maestro, que enseña y se entrega a manos llenas a cuantos están dispuestos a escucharle o le buscan para que los cure. Pero están asimismo «sus parientes» más allegados (¿no se nos describe aquí también a nosotros?), que, «al enterarse», fueron para llevárselo porque, según su valoración y su juicio, «estaba trastornado». Por unaparte, Jesús vive la entrega plena y total a todos, educando en este sentido también a los discípulos; por otra parte, están los más íntimos, que, en vez de secundarle y seguirle, quieren que sea Jesús quien adopte lo que ellos consideran como el sentido común, sus medidas y prudencias humanas. En el fondo, nos encontramos frente a la acostumbrada opción radical impuesta por la vida cristiana: o seguir a Jesús, que se entrega sin cálculos, hasta no reservarse ya nada para sí, o tratar de apoderarse de él de algún modo, como harán sus enemigos, intentando que se pliegue a nuestros mezquinos puntos de vista, cambiándole o incluso vendiéndole a bajo precio.


MEDITATIO

Quien ama, sale de sí y se entrega. Cuanto mayor es el amor, tanto mayor se hace la fuerza que éste libera en un movimiento imposible de detener. Así, Jesús, el amor, no puede hacer otra cosa que estar verdaderamente «trastornado», fuera de sí, porque ha asumido una actitud de entrega total al Padre y a los hermanos a través de una entrega de sí mismo que sólo se detendrá cuando haya derramado la última gota de sangre y haya salido de su costado la última gota de agua. A esta entrega en el Espíritu también estamos llamados nosotros, aunque seamos medrosos y calculadores. Esto puede resultarnos desconcertante. Ahora bien, ¿no es propio de nuestro innato «sentido común» quitarle a la vida cristiana la fuerza y la audacia de su testimonio?

Sólo si nos quedamos verdaderamente con Jesús, como los discípulos, podremos permanecer en una actitud oblativa y gratuita, y esto se hace posible si nos comprometemos a la asidua familiaridad con la escucha de la Palabra, a la meditación, a la adoración eucarística, a una vida sacramental auténticamente participada. Pero en cuanto nos distanciemos de la frecuentación asidua de su compañía, todo cambiará. Hablaremos, sí, todavía de él, aunque poco o sólo buscando someterlo a nosotros, encerrarlo dentro de nuestros esquemas, dentro de nuestras medidas ya probadas, que no nos permiten ser en absoluto «sal de la tierra».


ORATIO

Señor Jesús, sabes que poseo una gran habilidad para conciliar todo: el misterio de tu locura de amor con el tiempo que tengo previamente asignado para darte cada día. A buen seguro, son cosas santas y buenas las que hago, y en todas ellas -o casi- entras también tú con tu Reino; sin embargo, a menudo me sorprendo diciéndote: no exageres conmigo. Sabes que me tomo muy a pecho pasar por una persona discreta y equilibrada. Sin embargo, Señor, hoy quisiera dirigirte una oración diferente. Concédeme, Señor Jesús, al menos un poco de tu santa locura para que me permita romper el esquema seguro de mi tranquilo vivir. Quema la falsa prudencia para la que, ciertamente, soy generoso siempre que sea yo quien establezca la medida de mi generosidad. Que el fuego de tu Espíritu me arrolle como arrolló a tus santos y rompa los diques de mi pequeño sentido común para que también yo, tu apasionado discípulo, pueda dejarme arrollar por tu desmesurado amor por el Padre y por los hermanos.


CONTEMPLATIO

La vida de Cristo debe sernos sumamente querida. Por muchos motivos. Nos procura el perdón de los pecados.

Pero, a continuación, cuando nos esforzamos por caminar en el seguimiento de Cristo, meditando sobre su ejemplo, siempre salimos más purificados, porque «nuestro Dios es un fuego devorador» (Heb 12,29). Quien se adhiere a él queda lavado de todas sus manchas. Esta vida divina nos ilumina para que contemplemos al que es la luz que brilla en las tinieblas. Alumbrados por esta Luz, divisamos la justa orientación que debemos dar a nuestra vida en relación con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo. Meditar sobre la existencia de Cristo, que ha expiado nuestros pecados, nos ofrece el medio de reparar las faltas cotidianas.

El Señor vuelve a levantar siempre a los que fijan en él la mirada. La vida de Cristo encierra en sí misma la fuente de las más suaves dulzuras para el espíritu. Es el único camino para conocer la majestad del Padre. Para concluir, la vida del Salvador es el atracadero seguro para nuestra peligrosa peregrinación terrena. La vida de Cristo vivifica. Cual rocío fecundo, purifica y transforma a los que se unen a ella, los hace conciudadanos de los santos, los admite a formar parte de la familia de Dios. Es una vida que suscita amor y ternura; es una vida suave que hace las delicias del corazón: quien la haya gustado, por poco que sea, encuentra insípido y aburrido todo lo que no se la recuerda.

La vida de Cristo es consuelo continuo, la mejor compañía, fuente de alegría, de alivio y de consuelo. La vida de Jesús es el camino llano y fácil por el que se llega a contemplar al Creador (Guigo du Pont, Della contemplazione II, 2-4).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La santidad ha de ser considerada en todos los tiempos como la trama de la vida cristiana. El santo no es un superhombre; el santo es un hombre verdadero. La santidad es así «lo único necesario». Vivir el misterio de la comunión con Dios en Cristo nos hace aprender a ver todas las cosas referidas a un valor único. De esta riqueza brota una visión de la vida de una grandísima simplicidad: una sola realidad confiere su luz a todas las cosas. Sólo la compañía del Hijo de Dios da a la vida de un hombre la capacidad de conseguir la realización proporcionada a su destino: el afecto a Cristo constituye el rasgo más respetable y sorprendente de la fisonomía del santo. En cierto sentido, lo que codicia el santo no es la santidad como perfección; lo que codicia es la santidad como encuentro, apoyo, adhesión, identificación con Jesucristo. El encuentro con Cristo le proporciona la certeza de una presencia cuya Fuerza le libera del mal y hace que su libertad sea capaz del bien.

No hay ninguna consecuencia más radical, necesaria y absoluta que ésta: la certeza de ser transformados y, en consecuencia, poder cambiar. Y no se trata de la certeza de una salvación que tenga lugar después de la muerte, sino de la certeza de una salvación que ya está aconteciendo en mi vida: antes de que yo muera, penetra en mí la santidad, me posee su justicia. Se trata de una certeza que desafía el tiempo de mi miseria, porque su motivo reside en la omnipotencia de una Persona que me ha elegido para entregarse a mí.

Adrienne von Speyr observa: «La santidad no consiste en el hecho de que el hombre lo dé todo, sino en el hecho de que el Señor lo toma todo»; en cierto sentido, incluso a despecho de aquel a quien el Señor elige. «Entre ofrenda y concesión existe siempre algo así como un contraste, un error, una inadvertencia. El hombre lo ofrece todo tal vez de palabra, pronuncia la ofrenda con medias palabras. Pero el Señor la escucha como si hubiera sido pronunciada como es debido; la gracia de la santidad consiste, precisamente, en el hecho de que el Señor permite la inadvertencia» (Luigi Giussani, en C. Martindale, Santi, Milán 1976, IX-XVII, passim [edición española: Los santos, Encuentro, Madrid 1988]).