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LECTIO

Primera lectura: Sabiduría 2,12.17-20

Dijeron los impíos:

12 «Acechemos al justo, porque nos resulta insoportable
y se opone a nuestra forma de actuar,
nos echa en cara que no hemos cumplido la ley
y nos reprocha las faltas contra la educación recibida.

17 Veamos si es verdad lo que dice,
comprobemos cómo le va al final.

18 Porque si el justo es hijo de Dios, él le asistirá
y le librará de las manos de sus adversarios.

19 Probémoslo con ultrajes y tortura:
así veremos hasta dónde llega su paciencia
y comprobaremos su resistencia.

20 Condenémoslo a muerte ignominiosa,
pues, según dice, Dios lo librará».


En el capítulo 2 del libro de la Sabiduría, los impíos -esto es, los que desconocen a Dios, o han renegado de él de algún modo, abandonando la observancia de la Ley- declaran su concepción de la existencia. La vida, completamente circunscrita dentro del horizonte terreno, efímera y transeúnte, es para gozarla sin escrúpulos (vv 6-12a).

El «justo», es decir, cualquiera que sea fiel a YHWH y a sus mandamientos, sigue unos criterios de vida diametralmente opuestos a los del impío y, por consiguiente, siente como un reproche el comportamiento del justo, su misma presencia (vv 12b.14). De ahí su decisión de ensañarse con él, diciendo, en plan sarcástico, que quiere verificar la autenticidad de la fe que profesa (vv. 17-20). Aparece un crescendo en las persecuciones que se le infligen, hasta llegar a la sentencia de muerte (v. 20a). Los impíos esperan probar de este modo la consistencia de la paciencia y de la resistencia demostradas por el justo (v. 19), así como la consistencia de la seguridad que ha declarado en el apoyo que le da Dios, su salvador y liberador (vv. 18.20b).

El sarcástico desafío lanzado por los impíos, repetido contra los justos de todos los tiempos, vivirá su último acto en el Gólgota, donde el justo ve atendida su petición de salvación resucitando (cf. Heb 5,7).

 

Segunda lectura: Santiago 3,16-4,3

Carísimos: 3.16 Porque donde hay envidia y ambición, allí reina el desorden y toda clase de maldad. 17 En cambio, la sabiduría de arriba es en primer lugar intachable, pero además es pacífica, tolerante, conciliadora, compasiva, fecunda, imparcial y sincera. 18 En resumen, los que promueven la paz van sembrando en paz el fruto que conduce a la salvación.

4.1 ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esas pasiones que os han convertido en un campo de batalla? 2 Ambicionáis y no tenéis; asesináis y envidiáis, pero no podéis conseguir nada; os enzarzáis en guerras y contiendas, pero no obtenéis porque no pedís; 3 pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones.


La fe auténtica se manifiesta en las obras, del mismo modo que la verdadera sabiduría se reconoce por sus frutos (cf Sant 3,13). El autor de la carta de Santiago pone en guardia contra los falsos maestros, es decir, contra aquellos cuyas palabras no edifican la comunidad en la concordia, sino que fomentan las divisiones internas. Quien sólo se preocupa de sí mismo y se encierra de manera egoísta en la búsqueda de su propia gratificación, se comporta de tal modo que crea desorden y turbación en los otros (3,16). Por el contrario, quien acoge la sabiduría, don que Dios concede a quien se lo pide (cf. Sab 8,21), vive de una manera límpida, sincera, recta.

El elenco de adjetivos calificativos de «la sabiduría de arriba» (3,17) está compuesto, probablemente, teniendo en cuenta la situación concreta de los destinatarios de la carta y pone de relieve las virtudes que más necesitan. De ese elenco se desprenden los rasgos de una comunidad minada por las divisiones, los personalismos, las rivalidades. Santiago la exhorta a compararse con el don de Dios y con la urgencia de encarnarlo en un estilo de vida tolerante, propio de quien acoge a los otros sin discriminaciones, preocupado no por aparentar, sino por ser. Ése es el estilo de vida de quien construye la «paz», que es el bien supremo, compendio de cualquier otro (3,18).

Los cristianos están invitados a descubrir de modo decidido las raíces de las discordias y de las divisiones que laceran la comunidad (4,1a). Santiago los identifica con el deseo desordenado de poseer, que engendra conflictos, primero en el mismo interior de la persona (4,1b) y, en consecuencia, después con los otros (4,2). Y no sólo esto, sino que provoca asimismo la ruptura de la relación con Dios, de suerte que la oración queda vaciada de sentido y reducida a una apariencia hipócrita. Y es que no se puede orar a Dios con un corazón alejado de él (4,3; cf. Is 29,13).

 

Evangelio: Marcos 9,30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos 30 se fueron de allí y atravesaron Galilea. Jesús no quería que nadie lo supiera, 31 porque estaba dedicado a instruir a sus discípulos. Les decía:

-El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, le darán muerte y, después de morir, a los tres días resucitará.

32 Ellos no entendían lo que quería decir, pero les daba miedo preguntarle.

33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: -¿De qué discutíais por el camino?

34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante.

35 Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:

-El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos.

36 Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:

37 -El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge, y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado.


El evangelista recoge en este fragmento otro dicho de Jesús referente al desenlace de su misión: va a ser entregado en manos de los hombres y le darán muerte (v. 3lab). El verbo «entregar», conjugado en pasiva y sin complemento, sugiere que es Dios quien realiza la acción. La pasión y la muerte de Jesús no son «padecidas» por Dios, que es incluso el protagonista: es él quien, a través del recorrido doloroso de su Hijo, reconciliará consigo al mundo. El signo eficaz de esto será la resurrección de Jesús (v. 31c).

Marcos subraya una vez más que los discípulos no comprenden y, para resaltar la distancia que media entre la palabra del Maestro y su mentalidad -en última instancia, la mentalidad de la comunidad cristiana-, pone, a renglón seguido, otros dos dichos de Jesús. En elprimero se afirma que la jerarquía entre los discípulos está estructurada siguiendo el criterio del servicio y del ponerse en el último lugar: en esto se fundamenta la verdadera grandeza (vv. 34ss). El segundo dicho une la acogida a Jesús -y por eso al Padre que le envía- a la de un niño (v 37). El niño, cuya escasa consideración positiva en el mundo antiguo resulta muy conocida, es imagen de todos los que no son considerados dignos de atención y de estima; sin embargo, son precisamente ellos quienes reciben el don del amor de Jesús -cosa que significa mediante el abrazo (v 36)- y se convierten en sacramento del mismo Jesús, como él es sacramento del Padre.


MEDITATIO

La «sabiduría» absolutamente terrena alaba el éxito personal y lo persigue a toda costa. Para el protagonismo que se autoalaba, cualquier persona a la que considere impedimento para su propia supremacía puede ser eliminada sin escrúpulos. En todos los tiempos, también en el nuestro, aparece la formación de círculos de poder que atraen a su alrededor grupos de seguidores acríticos, en los que instilan el sentido de la lucha contra los otros partidos.

Este mecanismo, ínsito en el hombre en el estadio instintivo, ha sido alcanzado por el anuncio de la pascua de Jesús, que propone su superación. Se trata del don de Dios que se ofrece a todos: quien lo acoge se convierte en obrero de la paz y no de la división. Es el puesto del criado, ocupado por Jesús en primer lugar, el que garantiza el primado en el amor. Es el niño, el débil, el «sin voz», el que se revela como puente lanzado sobre las aguas cenagosas del egoísmo humano, donde nos sorprende el abrazo del Padre.


ORATIO

A veces, Señor, la pequeñez de mi ser criatura me parece inadecuada e insuficiente para contener mis grandes deseos. Y hago de todo para acabar con aquellos a quienes advierto como límites a mi necesidad de expandirme, de «sentirme grande»: ser más que los otros, recibir más que los otros, contar más que los otros.

Tú sales al encuentro de esta prepotente necesidad de sobresalir y me propones ponerla al servicio del amor, haciéndome el último de todos, el siervo de todos, el más pacífico, el más dócil, el más misericordioso, acogedor con todos...

Envía de lo alto tu Espíritu de sabiduría, para que haga de mi vida una obra de paz.


CONTEMPLATIO

Reparemos todos los hermanos en el buen Pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el sonrojo y el hambre, en la debilidad y la tentación, y en todo lo demás; y por ello recibieron del Señor la vida sempiterna. Por eso es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor.

Dichoso el que soporta a su prójimo en su fragilidad como querría que se le soportara a él si estuviese en caso semejante.

Dichoso el siervo que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y enaltecido por los hombres que cuando es tenido por vil, simple y despreciable, porque cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más. ¡Ay de aquelreligioso que ha sido colocado en lo alto por los otros y no quiere abajarse por su voluntad! Y dichoso aquel siervo que no es colocado en lo alto por su voluntad y desea estar siempre a los pies de otros (Francisco de Asís, Admoniciones, 6.18.19, en Fuentes Franciscanas, edición electrónica, versión de Patricio Grandón, OFM).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«Surgió entre los discípulos una discusión sobre quién sería el más importante» (Lc 9,46). Sabemos bien quién es el que siembra esta discusión entre las comunidades cristianas. Pero tal vez no tengamos bastante presente que no puede formarse ninguna comunidad cristiana sin que, antes o después, nazca esta discusión en ella. En cuanto se reúnen los hombres, ya empiezan a observarse unos a otros, a juzgarse, a clasificarse según un orden determinado. Y con ello ya empieza, en el mismo nacimiento de la comunidad, una terrible, invisible y a menudo inconsciente lucha a vida o muerte.

Lo importante es que cada comunidad cristiana sepa que, ciertamente, en algún pequeño rincón «surgirá entre sus componentes la discusión sobre quién es el más importante». Es la lucha del hombre natural por su autojustificación. Ese hombre se encuentra a sí mismo sólo en la confrontación con los otros, en el juicio, en la crítica al prójimo. La autojustificación y la crítica van siempre de la mano, lo mismo que la justificación por la gracia y el servicio van siempre unidos. Como es cierto que el espíritu de autojustificación sólo puede ser superado por el espíritu de la gracia, los pensamientos particulares dispuestos a criticar quedan limitados y sofocados si no les concedemos nunca el derecho a abrirse camino, excepto en la confesión del pecado.

Una regla fundamental de toda vida comunitaria será prohibir al individuo hablar del hermano cuando esté ausente. No está permitido hablar a la espalda, incluso cuando nuestras palabras puedan tener el aspecto de benevolencia y de ayuda, porque, disfrazadas así, siempre se infiltrará de nuevo el espíritu de odio al hermano con la intención de hacer el mal. Allí donde se mantenga desde el comienzo esta disciplina de la lengua, cada uno de los miembros llevará a cabo un descubrimiento incomparable: dejará de observar continuamente al otro, de juzgarle, de condenarle, de asignarle el puesto preciso donde se le pueda dominar y hacerle así violencia. La mirada se le ensanchará y al mirar a los hermanos, plenamente maravillado, reconocerá por vez primera la gloria y la grandeza del Dios creador. Dios crea al otro a imagen y semejanza de su Hijo, del Crucificado: también a mí me pareció extraña esta imagen, indigna de Dios, antes de que la hubiera comprendido (D. Bonhoeffer, La vita comune, Brescia 91981 [edición española: Vida en comunidad, Ediciones Sígueme, Salamanca 1997]).