18° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Éxodo 16,2-4.12-15

En aquellos días, 2 la comunidad de los israelitas comenzó a murmurar contra Moisés y Aarón en el desierto, diciendo:

3 -¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan! Pero vosotros nos habéis traído a este desierto para hacer morir de hambre a toda esta muchedumbre.

4 El Señor dijo a Moisés:

-Mira, voy a hacer llover del cielo pan para vosotros. El pueblo saldrá todos los días a recoger la ración diaria; así los pondré a prueba, a ver si actúan o no según mi ley.

12 -He oído las murmuraciones de los israelitas. Diles: Por la tarde comeréis carne y, por la mañana, os hartaréis de pan, y así sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios.

13 Por la tarde, en efecto, cayeron tantas codornices que cubrieron el campamento, y por la mañana había en torno a él una capa de rocío. 14 Cuando se evaporó el rocío, observaron sobre la superficie del desierto una cosa menuda, granulada y fina, parecida a la escarcha. 15 Al verlo, se dijeron unos a otros:

-¿Manhu? (es decir, ¿qué es esto?).

Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo:

-Éste es el pan que os da el Señor como alimento.


El pueblo judío fue liberado de la esclavitud egipcia gracias a la intervención de Dios por medio de Moisés (Ex 13,17-15,21). Tras el paso del mar Rojo, empieza el camino por el desierto, que al principio se hizo difícil a causa de tres problemas: la falta de agua potable, la falta de alimento y la presencia de pueblos adversarios que salían a combatir contra Israel. Cuando llega la dificultad, el pueblo parece echar la culpa a Moisés y a Aarón: sólo a causa de los frágiles sueños de libertad de estas dos personas habían abandonado la seguridad de la esclavitud egipcia y habían emprendido el peligroso camino de la liberación: «¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan!» (v 3). Parece una rebelión contra los jefes.

Moisés comprende que, en realidad, «no van contra nosotros vuestras murmuraciones, sino contra el Señor» (v. 8). En el fondo, el verdadero problema no es la falta de alimento o de agua, sino la duda: «¿Está el Señor en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7). A pesar de todo, Dios provee: con las fuentes de Elín (Ex 15,22-27) y con el agua que mana de la roca (Ex 17); llegan del cielo el maná y las codornices (Ex 16); los amalecitas son derrotados (Ex 17,8-16). En la relectura practicada por el salmista, el maná es un don del Dios fiel a «una generación rebelde y obstinada, una generación de corazón inconstante y espíritu infiel» (Sal 78,8).

El maná es una sustancia natural que tiene el aspecto de granos blancos dulces: se trata de la linfa que cae de la corteza de las ramas de una especie de tamarisco picadas por ciertos insectos que se alimentan de ella. El alimento del desierto «sabía como a torta de miel»(Ex 16,31). La dulzura de la que se habla aquí no es «culinaria», sino teológica, según el libro de la Sabiduría: «Aquel sustento manifestaba a tus hijos tu dulzura, ya que se acomodaba al gusto de quienes lo tomaban y se transformaba según los deseos de cada uno» (Sab 16,21).

 

Segunda lectura: Efesios 4,17.20-24

Hermanos: 17 Os digo, pues, y os recomiendo encarecidamente en el nombre del Señor, que no viváis como viven los no creyentes: vacíos de pensamiento. 20 ¡No es eso lo que vosotros habéis aprendido sobre Cristo! 21 Porque supongo que habéis oído hablar de él y que, en conformidad con la auténtica doctrina de Jesús, se os enseñó como cristianos 22 a renunciar a vuestra conducta anterior y al hombre viejo, corrompido por apetencias engañosas. 23 De este modo os renováis espiritualmente 24 y os revestís del hombre nuevo creado a imagen de Dios, para llevar una vida verdaderamente recta y santa.


El apóstol prosigue su exhortación a vivir en la verdad, conservando la unidad del espíritu en el cuerpo de Cristo (Ef 4,1-6, cf. 17° domingo, ciclo B) y acogiendo la acción de la cabeza, que edifica su cuerpo, la Iglesia (Ef 4,7-16). El texto analiza la tarea del cristiano, contraponiendo la situación pagana con la cristiana (vv 17-24):
«Si un tiempo estabais muertos por vuestras culpas, sin esperanza, alejados, extranjeros, huéspedes, tiniebla [...], ahora sois luz en el Señor, cercanos, conciudadanos de los santos y familia de Dios (cf. Ef 2,1.12-13.19-22; 5,8).

Abandonar la vida pagana significa rechazar la propia autosuficiencia, la mala voluntad que mantiene prisionera la verdad, o sea, la vaciedad de pensamiento (cf v 17). Significa liberarse de todo lo que aleja la vida de la realidad humana, pensada y querida por el Creador; volver a encontrar como don un corazón sensible a todas las llamadas del bien, de la verdad, de la belleza

(v 18). De otro modo, el hombre queda consumido por una «avidez insaciable» (v 19), por la codicia de la posesión, con la que el hombre espera colmar su vacío. La vida cristiana, en cambio, consiste en «aprender sobre Cristo» (v 20), poniendo su persona en el centro de la vida. Se trata de «aprender» y de ponerse en camino. No se trata de limitarse a los gestos materiales, sino de adoptar una conducta de vida conforme con el proyecto de Dios y con su voluntad (cf. Ef 1,10). Los cristianos ya han sido revestidos en el bautismo del «hombre nuevo» (v 24). Ahora se trata de hacer aparecer, de una manera personal y concreta, este ser y esta vida, de un modo que corresponda a la realidad divina que han recibido: «Yeso no procede de vosotros, sino que es don de Dios» (Ef 2,8). «Cristo, que es nuestro cordero pascual, ha sido ya inmolado. Así que celebremos fiesta, pero no con levadura vieja, que es la de la maldad y la perversidad, sino con los panes pascuales de la sinceridad y la verdad» (1 Cor 5,7-8).

 

Evangelio: Juan 6,24-35

En aquel tiempo, 24 cuando se dieron cuenta de que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y se dirigieron a Cafarnaún en busca de Jesús. 25 Lo encontraron al otro lado y le dijeron:

28 Entonces ellos le preguntaron:

29 Jesús respondió:

30 Ellos replicaron:

32 Jesús les respondió:

34 Entonces le dijeron:

35 Jesús les contestó:


Tras la multiplicación de los panes, el evangelista Juan alude a la búsqueda de Jesús por parte de la muchedumbre. Lo encuentran junto a Cafarnaún y le dirigen esta pregunta: «Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?» (v 25). Jesús no responde a lo que le preguntan, pero revela las verdaderas intenciones que han impulsado a la gente a buscarle, desenmascarando una mentalidad demasiado material (v 26). Todos siguen a Jesús por el pan material, sin comprender la señal hecha por el profeta. Buscan más las ventajas materiales y pasajeras que las ocasiones de adhesión y de amor. Ante esta ceguera espiritual, Jesús proclama la diversidad que existe entre el pan material y corruptible y ese otro «que da la vida eterna» (v 27). Invita a la gente a superar el estrecho horizonte en el que vive, para pasar a la fe. Los interlocutores de Jesús le preguntan entonces:
«¿Qué debemos hacer para actuar como Dios quiere?» (v 28). Jesús exige una sola cosa: la adhesión al plan de Dios, es decir, «lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquel que él ha enviado» (v. 29).

La muchedumbre no está satisfecha (v. 30). El milagro de los panes no es suficiente; quieren un signo particular y más estrepitoso, el nuevo milagro del maná (c f. Sal 78,24), para reconocer al profeta de los tiempos mesiánicos. Jesús, en realidad, da verdaderamente el nuevo maná, porque su alimento es muy superior al que comieron los padres en el desierto: él da a todos la vida eterna. Pero sólo el que tiene fe puede recibir ese don. El verdadero alimento no está en el don de Moisés ni en la ley, sino en el don del Hijo, que el Padre ofrece a los hombres, porque él es «el verdadero pan del cielo» (v 33). La muchedumbre parece haber comprendido: «Señor, danos siempre de ese pan» (v 34). Pero, en realidad, no comprende el valor de lo que pide y anda lejos de la verdadera fe. Entonces Jesús, evitando todo equívoco, precisa: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre» (v 35). El es el don amoroso hecho por el Padre a cada hombre. Él es la Palabra que han de creer: quien se adhiere a él da un sentido a su propia vida y consigue su propia felicidad.


MEDITATIO

Es menester ponerse en el lugar de los interlocutores de Moisés, de Aarón y de Jesús y comprender sus dificultades, unas dificultades reales. Los israelitas estaban cargados de razones para murmurar: ¿qué vida es esta que nos hacéis llevar en el desierto? ¿Valía la pena? ¿No estábamos mejor cuando estábamos peor? ¿Quién podría decir que están equivocados? Se trata de una vida de miseria y sin perspectivas, de una vida que se desarrolla en una inseguridad total. Una vida en la que se juegan la supervivencia.

También los interlocutores de Jesús tenían más de un motivo para mostrarse perplejos, dado que un hombre, aunque fuera prestigioso, se autoproclama «el pan de la vida». ¿No es un poco demasiado? ¿No se está exaltando? ¿No está exagerando, visto el éxito del milagro? Es cierto que es capaz de dar pan para comer; ahora bien, para llegar a considerarse el «pan bajado del cielo», el pan definitivo, queda todavía mucho trecho. Es preciso reconocer que los que murmuraban o se mostraban perplejos tenían sus buenas razones para hacerlo.

Y debo reconocer que también yo, si me hubiera encontrado en las mismas circunstancias, habría tenido más o menos las mismas reacciones, precisamente porque pienso normalmente que es necesario ser concretos, mantenerse con los pies en el suelo, no dejarse fascinar ni arrastrar por fáciles entusiasmos que, después, se revelan ilusorios. Y conmigo, también la gente de hoy, quizás la gran mayoría, habría tenido las mismas reacciones razonables, sensatas, casi obvias. Y tanto más por el hecho de que nuestra sociedad nos ha educado para prever, calcular, usar la razón.

Sin embargo...


ORATIO

Fíjate, Señor, cómo ciertos pasos resultan difíciles. Y tú lo sabes bien, porque has puesto en nosotros el instinto de conservación, que es una de las fuerzas más poderosas que rigen la vida. Hoy te pido que hagas más poderoso aún este instinto, a saber: que lo extiendas a la Vida, a la vida que tú prometes, a la vida que debe durar para siempre, de suerte que pueda sentir dentro de mí las razones del corazón, las razones de la Vida, la pregunta sobre el cómo alimentarla.

Te pido que me hagas percibir este instinto vital superior al menos con la misma fuerza que el natural, para que mis decisiones sean prudentes y sabias, no ligadas sólo al sentido común, y tampoco estén dictadas por la facilidad para creer cualquier propuesta milagrera.

Otra cosa te pido aún: concédeme el espíritu de discernimiento, para que sepa distinguir entre la verdadera fe y las ilusiones, el carácter razonable de mi modo de pensar y la apertura a tu posible acción en el mundo.

Haz, oh Señor, que no desista nunca de ser un hombre bien arraigado en la realidad y, al mismo tiempo, abierto también a tu Realidad, a ti, que puedes sorprenderme y venir a mi encuentro en cualquier momento; a ti, que puedes dar la vuelta en un instante a la marcha normal de las cosas, para plantearme la pregunta radical sobre en qué pongo mi confianza.


CONTEMPLATIO

«Descarga en el Señor tus inquietudes y él te sostendrá» (Sal 55,23). ¿Qué es lo que te preocupa? ¿Por qué andas afligido? El que te ha hecho se ocupa de ti. El que ya cuidaba de ti antes de que existieras ¿no cuidará de ti ahora que eres lo que él quiso que fueras? ¿No cuidará de ti el que «hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45). ¿Se desentenderá, te abandonará, te dejará solo a ti, que eres justo y vives en la fe? Al contrario, te colma de beneficios, te ayuda, te da aquí lo que es necesario, te defiende de las adversidades. Concediéndote dones te consuela para que perseveres, quitándotelos te corrige para que no perezcas. El Señor cuida de ti, puedes estar tranquilo; te sostiene aquel que te ha hecho: no caerás de la mano de tu Creador (Agustín, Comentarios sobre los salmos, 38,18).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Señor, ¡ayúdame a creer!».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cada día trae consigo una sorpresa, pero sólo podemos verla, oírla, sentirla cuando llega, si la esperamos. No debemos tener miedo de acoger la sorpresa de cada día, tanto si llega como un dolor o como una alegría. Ella abrirá un nuevo espacio en nuestro corazón, un lugar en el que podremos acoger nuevos amigos y celebrar de un modo más pleno nuestra humanidad compartida.

Con todo, el optimismo y la esperanza son dos actitudes radicalmente diferentes. El optimismo significa esperar que las cosas -el tiempo, las relaciones humanas, la economía, la situación política y otras cosas como éstas- mejoren. La esperanza es la verdadera confianza en que Dios cumplirá las promesas que nos ha hecho de conducirnos a la verdadera libertad. El optimista habla de cambios concretos en el futuro. La persona de esperanza vive en el momento presente sabiendo que en la vida todo está en buenas manos. Todos los grandes de la historia han sido personas de esperanza. Abrahán, Moisés, Rut, María, Jesús, Rumi, Gandhi..., todos ellos vivieron guardando en su corazón la promesa que les guiaba hacia el Futuro, sin necesidad de saber exactamente cómo habría de ser (H. J. M. Nouwen, Pane per il viaggio, Brescia 1997, pp. 10.25 [edición española: Pan para el viaje: una guía de sabiduría y de fe para cada día del año, Ediciones Obelisco, Barcelona 2001]).