12° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Job 38,1.8-11

1 El Señor respondió a Job desde la tormenta y dijo:

8 ¿Quién encerró con doble puerta el mar
 cuando salía a borbotones del seno de la tierra,
9 cuando le puse las nubes por vestido
y los nubarrones por pañales;
10 cuando le señalé un límite,
le fijé puertas y cerrojos
11 y le dije: «No pasarás de aquí,
aquí se romperá la soberbia de tus olas»?


En este breve fragmento, tomado del libro de Job, domina la imagen del mar: éste, en la antigüedad, era símbolo del enorme poder de la naturaleza, que suscitaba estupor e infundía terror cuando se desencadenaba; el mar era símbolo, por consiguiente, de un misterio profundo e impenetrable, aunque también de un mundo amenazador y destructivo.

Leído desde la perspectiva del evangelio de hoy (Jesús calmando la tempestad), este texto conduce a reconocer y a confesar el señorío de Dios sobre la naturaleza: Dios estaba presente cuando «salía a borbotones» el mar del «seno de la tierra» y le puso «nubarrones por pañales», del mismo modo que se protege a un niño sin defensas (vv 8ss). Así Dios, ejerciendo su señorío, puede liberar al hombre del miedo que conduce a la idolatría (que implica sumisión) de las fuerzas naturales. El creyente puede invocar al Señor y abandonarse con confianza a su señorío protector: ésa es la actitud central que aparece en el evangelio, puesta asimismo de relieve por el salmo responsorial propuesto por la liturgia de hoy: «Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación» (Sal 106,6). De aquí brota también la oración agradecida: «Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres» (Sal 106,21).

Leído, en cambio, a partir de su contexto originario (el libro de Job), el pasaje pretende hacer reflexionar sobre el «sentido» del sufrimiento y del mal entre los hombres: ¿está Dios alejado y se muestra indiferente a los males de los hombres? La respuesta de Dios a Job orienta en la dirección contraria: Job, en cuanto criatura llena de límites, no puede pretender comprender el misterio del mal. Este sigue siendo algo absurdo y un gran enigma para la razón del hombre. Pero esta misma conclusión remite también en otra dirección: el creyente no ha de esperar la posible respuesta de la «ciencia» del hombre, sino de la mirada religiosa. Los cristianos, en particular, han de buscar la respuesta en la muerte y resurrección -por tanto, en la vida- de Jesucristo.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 5,14-17

Hermanos: 14 nos apremia el amor de Cristo al pensar que, si uno ha muerto por todos, todos por consiguiente han muerto. 15 Y Cristo ha muerto por todos para que los que viven no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos. 16 Así que ahora no valoramos a nadie con criterios humanos. Y si en algún momento valoramos así a Cristo, ahora ya no. 17 De modo que si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo.


Los cristianos buscan en Cristo y, precisamente, en el hecho de que «Cristo ha muerto por todos para que los que viven no vivan ya para ellos...» (v 15), la respuesta al problema del «sufrimiento» y del «mal» en el mundo. La lectura pone así de manifiesto la primera gran consecuencia del vivir
sub specie aeternitatis (cf el motivo dominante del domingo precedente): mantener fija la mirada en las «cosas eternas» nos libera, en primer lugar, del egoísmo. Vivir para Cristo, «para el que ha muerto y resucitado por todos» (v. 15), implica en los cristianos capacidad de entrega a los otros: sólo de este modo se puede difundir en el mundo la vida del Resucitado.

Hay dos afirmaciones en la lectura que nos ayudan a comprender el sentido cristiano de esta «entrega» a los otros: la primera nos dice que «ahora no valoramos a nadie con criterios humanos» (v 16), o sea, según la lógica y los intereses terrenos. Es menester cambiar de «mirada» y pasar de las relaciones instrumentales, guiadas por la consideración de los otros sólo como medios para nuestros fines, a unas relaciones basadas en el ser, en la acogida a los otros como valores, como personas que tienen una dignidad inalienable.

La segunda habla de ser «una nueva criatura» (v 17): ésa es la novedad radical introducida en el mundo por la fe en Cristo resucitado. La fe es principio de renovación en el sentido de que nos compromete a cambiarnos ante todo a nosotros mismos para cambiar después también el mundo. La acogida del Evangelio, que nos hace «uno en Cristo», no nos aísla de los otros ni de los problemas cotidianos, sino que nos da unos ojos diferentes y valor para luchar contra el mal difundido a través del bien que queremos reemplazar.

 

Evangelio: Marcos 4,35-41

35 Aquel mismo día, al caer la tarde, les dijo:

-Pasemos a la otra orilla.

36 Ellos dejaron a la gente y le llevaron en la barca, tal como estaba. Otras barcas le acompañaban. 37 Se levantó entonces una fuerte borrasca y las olas se abalanzaban sobre la barca, de suerte que la barca estaba ya a punto de hundirse.

38 Jesús estaba a popa, durmiendo sobre el cabezal, y le despertaron, diciéndole:

-Maestro, ¿no te importa que perezcamos?

39 Él se levantó, increpó al viento y dijo al lago:

-¡Cállate! ¡Enmudece!

El viento amainó y sobrevino una gran calma.

40 Y a ellos les dijo:

-¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?

41 Ellos se llenaron de un gran temor y se decían unos a otros:

-¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?


El esquema literario del evangelio (semejante desde el punto de vista temático al fragmento de Job) parte de una situación de peligro (la tempestad), pasa a través de la invocación confiada de los discípulos asustados («Maestro, ¿no te importa que perezcamos?»: v 38b) y concluye con la intervención «señorial» de Jesús sobre la naturaleza y con la doble pregunta sobre la fe: primero la de Jesús («¿Todavía no tenéis fe»: v. 40) y después la de los discípulos («¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?»: v 41). La pregunta fundamental a la que conduce el relato es precisamente la última: ¿quién es Jesús?

El señorío de Jesús sobre las aguas que se agitan y muestran amenazadoras remite a buen seguro, en el lenguaje y en el simbolismo bíblico, a las aguas del éxodo, cuando Dios se reveló a su pueblo, a través de

Moisés, como «liberador». En efecto, el evangelista Mateo, en su redacción del mismo episodio (Mt 8,25), recoge bien este paralelismo y emplea, a propósito de Jesús, el verbo «salvar»: Jesús se revela ahora como el verdadero «salvador». Marcos, sin embargo, deja en la penumbra esta conexión, para poner de relieve la «reacción» de los hombres: pone en el centro de la atención el tema de la fe. «¿Todavía no tenéis fe», pregunta Jesús a sus discípulos. Estos se encuentran dominados aún por el miedo («¿Por qué sois tan cobardes?»: v 40).

Es interesante señalar que parece haber en este texto una contradicción: Jesús pregunta a sus discípulos a propósito de su «fe» precisamente cuando se han dirigido a él aparentemente con fe («Maestro, ¿no te importa que perezcamos?»). La aparente contradicción desaparece en cuanto reflexionamos sobre aquello que mueve la «fe» de los discípulos: éstos piden una intervención «interesada»; lo que les mueve es la preocupación por su propia piel, están dominados todavía por el interés en obtener «algo». Así son también muchas de nuestras oraciones de petición, expresión de una fe todavía muy imperfecta que pide «milagros». Casi se diría que Jesús, en el texto de Marcos, impulsa a los discípulos de todos los tiempos a proceder a una purificación de su fe y de la imagen de Dios que la fundamenta: el Dios del verdadero creyente está más allá del mundo de los intereses terrenos y de sus «leyes» y, por consiguiente, no puede ser alcanzado sólo a partir de este mundo.


MEDITATIO

Dios no es el «tapagujeros» de nuestras necesidades, no es alguien que podamos utilizar para colmar nuestras insuficiencias. Es propio de una religiosidad primitiva e «infantil» pretender plegar a Dios a nuestras necesidades del momento. Es propio de la religiosidad «madura» «dejar que Dios sea Dios» (K. Barth).

Ciertamente, Dios es el señor de la naturaleza, en el sentido de que, para el creyente, Dios es el principio del que todo toma su origen, en el que todo vive y al que todo tiende. Dios es la fuente de sentido para todo lo que es. El poder del hombre sobre la naturaleza ha aumentado mucho en nuestros días: hoy conocemos muchas de sus «leyes», sabemos transformarla, aunque en parte aún escapa a nuestro control. El Dios de la fe ha sido «liberado» de la imagen de un simple garante del «orden natural». Con todo, esto no es suficiente para «dejar que Dios sea Dios».

El punto de partida de todo itinerario de fe auténtica es una experiencia de apertura a la Trascendencia. ¿Qué es lo que eso significa? En una visión dualista del mundo, que ha imaginado a Dios y al mundo, el cielo y la tierra, como realidades opuestas en términos espaciales, Dios ha sido pensado sólo como «exterior» al mundo, ha sido colocado fuera y lejos de él. Una de las consecuencias de esta imagen de Dios ha sido impulsar al hombre a mostrarse con mayor frecuencia pasivo, o bien le ha impulsado a experimentar «miedo» frente a Dios y frente a los fenómenos de la naturaleza o incluso a pretender someterlo a sus propios deseos (magia). Ahora bien, el misterio de la encarnación, según el cual el hombre Jesús de Nazaret se ha mostrado como el rostro visible del Dios invisible, ha abierto una perspectiva diferente: la trascendencia de Dios es algo cualitativamente «diferente» en el interior de nuestra cotidianidad mundana. No se trata de un «fuera» espacial, sino de la experiencia de la proximidad de Dios y, por consiguiente, de la posibilidad de la aparición de «algo nuevo» en la historia misma.

La experiencia de la resurrección de Jesús es la revelación de esta trascendencia: una experiencia que compromete también al hombre a construir un orden diferente de relaciones, liberadas de todo tipo de miedo, en el interior del propio mundo.


ORATIO

Padre, fuente de la vida y fin último de toda criatura, manifiéstanos tu rostro de bondad y libéranos de nuestros miedos. Concédenos una fe sólida incluso en los momentos de tempestad, a fin de que seamos capaces de poner nuestra confianza no en los medios del poder humano, sino en ti, que estás presente junto a nosotros.

Haznos verdaderos discípulos de Jesucristo, que nos ha revelado tu rostro de padre, y haz que estemos atentos a los signos de su camino continuo en nuestra historia. Haz que sepamos reconocerle en el amor y en el testimonio de muchos hermanos. Envíanos tu Espíritu, para que nos asista en la tarea de discernir tu proyecto sobre nosotros, nos ayude a cumplir tu voluntad, a fin de construir con confianza y paciencia ese mundo nuevo que tú nos dejas entrever en la resurrección de Jesús.


CONTEMPLATIO

Estamos sometidos, pues, a las tempestades desencadenadas por el espíritu del mal, pero, como bravos marineros vigilantes, llamamos al piloto adormecido. Ahora bien, también los pilotos se encuentran normalmente en peligro. ¿A qué piloto deberemos dirigirnos entonces? A aquel a quien no superan los vientos, sino que los manda, a aquel de quien está escrito: «El se despertó, increpó al viento y a las olas». ¿Qué quiere decir que «se despertó»? Quiere decir que descansaba, pero descansaba con su cuerpo, mientras que su espíritu estaba inmerso en el misterio de la divinidad. Pues bien, allí donde se encuentra la Sabiduría y la Palabra, no se hace nada sin la Palabra, no se hace nada sin la prudencia.

Has leído antes que Jesús había pasado la noche en oración: ¿de qué modo podía dormir ahora durante la tempestad? Este sueño revela la conciencia de su poder: todos tenían miedo, mientras que sólo él descansaba sin temor. No participa, por tanto, [únicamente] de nuestra naturaleza quien no está expuesto a los peligros. Aunque duerme su cuerpo, su divinidad vigila y actúa la fe. Por eso dice: «¿Por qué habéis dudado, hombres de poca fe?». Se merecen el reproche, por haber tenido miedo aun estando junto a Cristo, siendo que nadie puede perecer si está unido a él. De este modo corrobora la fe y vuelve a hacer reinar la calma (Ambrosio, Comentario al evangelio de Lucas, VI, 40-43).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Salva a tu pueblo,
bendice a tu heredad,
apaciéntalos y guíalos por siempre»

(Sal 27,9).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La fe es estar cogidos por aquello que tiene que ver con nosotros de una manera incondicional. El hombre, como cualquier otro ser vivo, se encuentra turbado porque le preocupan muchas cosas, sobre todo por aquellas cosas que condicionan su vida, como el alimento y la casa. Y, a diferencia de los otros seres vivos, el hombre tiene también necesidades sociales y políticas. Muchas de ellas son urgentes, algunas muy urgentes, y cada una de ellas puede estar relacionada con las cosas cotidianas de importancia esencial tanto para la vida de cada hombre particular como para la de una comunidad. Cuando esto sucede, se requiere la entrega total de aquel que responde afirmativamente a esta pretensión, y eso promete una realización total, aun cuando todas las otras exigencias debieran quedar sometidas a ella o abandonadas por amor a ella.

La fe, en cuanto estar cogidos por aquello que tiene que ver con nosotros de una manera incondicional, es un acto de toda la persona. Tiene lugar en el centro de la vida personal y abarca todas sus estructuras. La fe es el acto más profundo y más completo de todo el espíritu humano [...]. Todas las funciones del hombre están reunidas en el acto de fe (P. Tillich, Wessen und Wandel des Glaubens, Francfort 1961, pp. 9.12 [edición española: La razón y la revelación, Ediciones Sígueme, Salamanca 1982]).