9° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 5,12-15

Así dice el Señor: 12 Guarda el sábado, santifícalo como el Señor, tu Dios, te ha mandado. 13 Trabajarás seis días y en ellos harás tus faenas, 14 pero el séptimo es día de descanso consagrado al Señor, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguna de tus bestias, ni el emigrante que vive en tus ciudades, de modo que tu esclavo y tu esclava descansen lo mismo que tú. 15 Acuérdate de que tú también fuiste esclavo en el país de Egipto y de que el Señor, tu Dios, te sacó de allí con mano fuerte y brazo poderoso. Por eso el Señor, tu Dios, te manda guardar el sábado.


Este pasaje forma parte de la versión deuteronómica del Decálogo (Dt 5,6-21), la más extensa y mejor construida (comparada con Ex 20,1-17), donde el autor introduce también una práctica tradicional como la del sábado en su síntesis teológica. El «séptimo día» está presentado aquí menos como día de reposo que como «día sagrado» «en honor del Señor» (según una traducción más literal), que él mismo se reserva, del mismo modo que se reservó un pueblo, para que el hombre encuentre tiempo para vivir con su Dios, en la alegría de una fiesta que celebra su libertad. El sábado es, en efecto, sobre todo una fiesta, mientras que el reposo es sólo consecuencia de este carácter festivo, y la ausencia de beneficio es su elemento esencial: en el día del Señor no se gana ni se produce nada.

La interpretación del reposo humano como imitación del divino al final de la creación no figura sino en textos relativamente tardíos y parece artificiosa. Sí parece, en cambio, más convincente la conexión del sábado con la ofrenda de las primicias: del mismo modo que se ofrecían a Dios los primogénitos y los primeros frutos, así se consagra a Dios el primer día de la semana para expresar la ofrenda de todo el tiempo, y al renunciar a la productividad de este tiempo se reconoce que éste es don gratuito de Dios.

Es, por último, muy interesante la conexión entre el sábado y la liberación de Egipto (como entre la esclavitud y el trabajo), explicitada en el v 15: para afirmar que fueron liberados y celebrar el acontecimiento, se liberan hoy del trabajo cotidiano (en unos tiempos en los que todavía era muy fuerte la acentuación servil del trabajo), y para revivir de una manera coherente ese acontecimiento se permite incluso a los propios siervos tener su reposo, su sábado. La memoria del gesto liberador de YHWH confiere así al sábado el valor de una ley de libertad, lo convierte en el documento fundamental de un pueblo liberado y en la garantía de la verdad de su camino en el tiempo hacia el domingo sin ocaso.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 4,6-11

Hermanos: 6 el Dios que ha dicho: Brille la luz de entre las tinieblas es el que ha encendido esa luz en nuestros corazones para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que está reflejada en el rostro de Cristo. 7 Pero este tesoro lo llevamos en vasijas de barro para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros. 8 Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados; 9 somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos. 10 Por todas partes vamos llevando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. 11 Porque nosotros, mientras vivimos, estamos siempre expuestos a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.


En la dialéctica que se instaura entre el apóstol y la comunidad de Corinto se vuelven objeto de discusión las credenciales de Pablo en cuanto anunciado del Evangelio. La tesis con que se defiende Pablo afirman una gran verdad teológica: la presencia de Cristo se manifiesta, además de en la comunidad, en la persona del ministro y, de modo particular, en su cuerpo que sufre, que se convierte en algo así como en la epifanía de la vida de Jesús (v 10).

En realidad, la misma revelación es toda una serie de manifestaciones progresivas en virtud de la Palabra de Dios, que está en el origen de la creación y obra ahora en el Evangelio, como luz que brilla en las tinieblas y que resplandece sobre todo en el rostro de Cristo (v 6). El apóstol representa el eslabón débil en esta cadena de pasos sucesivos: es la «vasija de barro» que, pese a que lleva un «tesoro» (v 7), está afligido por muchas tribulaciones, aunque a pesar de todo no tienen el poder de aniquilarlo. Más aún, los sufrimientos apostólicos, las angustias y distintas debilidades se convierten en la auténtica manifestación de la vida de Jesús y de su muerte, puesto que ambas -la vida y la muerte del Señor- forman parte de la existencia personal del apóstol. Pablo descubre en la experiencia de su propia humanidad atribulada la humanidad del mismo Cristo, y como tal la presenta a los corintios, combatiendo de este modo la idea gnóstica que tendía a dividir y contraponer la cruz y la resurrección, como si fueran dos mundos incompatibles y ligados a dos dioses diferentes: la cruz como manifestación de los demonios, la resurrección como manifestación del poder divino. Quienes pensaran de este modo sólo podían aceptar el aspecto triunfal del ministerio apostólico, y precisamente a ésos responde Pablo mostrando en su propia carne los signos de la vida y de la muerte de Jesús, de esa muerte que él «lleva» por todas partes en y con su cuerpo (v 10). Los «vivos», esto es, aquellos por quienes ha muerto Cristo, están llamados a vivir no ya para ellos mismos, sino para él (v. 11) o a vivir su propia muerte para vida de los otros (mors mea vita tua). Tal como hizo Cristo.

 

Evangelio: Marcos 2,23—3,6

2,23 Un sábado pasaba Jesús por entre los sembrados, y sus discípulos comenzaron a arrancar espigas según pasaban.

24 Los fariseos le dijeron:

-Te das cuenta de que hacen en sábado lo que no está permitido?

25 Jesús les respondió:

-¿No habéis leído nunca lo que hizo David cuando tuvo necesidad y sintieron hambre él y los que le acompañaban? 26 ¿Cómo entró en la casa de Dios en tiempos del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes de la ofrenda, que sólo a los sacerdotes les era permitido comer, y se los dio además a los que iban con él?

27 Y añadió:

-El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. 28 Así que el Hijo del hombre también es señor del sábado.

3,1 Entró de nuevo en la sinagoga y había allí un hombre que tenía la mano atrofiada. 2 Le estaban espiando para ver si lo curaba en sábado y tener así un motivo para acusarle. 3 Jesús dijo entonces al hombre de la mano atrofiada:

-Levántate y ponte ahí en medio. 4 Y a ellos les preguntó:

-¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o destruirla?

Ellos permanecieron callados.

5 Mirándoles con indignación y apenado por la dureza de su corazón, dijo al hombre:

-Extiende la mano.

Él la extendió, y su mano quedó restablecida.

6 En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para planear el modo de acabar con él.


Nos encontramos en las dos últimas de una serie de cinco controversias que ponen de manifiesto las primeras oposiciones a la persona de Jesús. Estas oposiciones, puestas como están al comienzo de su ministerio público, adquieren una importancia especial por la atmósfera de lucha que las invade y se resuelven, por ahora, con la afirmación de Jesús, que tiene en ambas la última palabra.

Marcos pone en boca de Jesús, en el episodio de las espigas cogidas en sábado (2,23-28), un principio revolucionario en aquellos tiempos: el sábado (a saber: toda ley que venga de Dios o de los hombres) está al servicio del hombre, y no viceversa (v 27), interpretando para su comunidad, de orígenes paganos, la actitud de Jesús hacia las instituciones judaicas (este versículo falta tanto en Mateo como en Lucas). Inmediatamente después se presenta Jesús como «Hijo del hombre... también señor del sábado» (v 28), es decir, como alguien que nos brinda la posibilidad de encontrar a Dios más allá del miedo a nuestro propio pecado y de la presunción de nuestras propias observancias, y permite así a cada hombre vivir en libertad ante Dios.

La misma temática vuelve, de modo sustancial, en el episodio posterior (3,1-6), donde Jesús aparece todavía más como un hombre con absoluta libertad ante sus enemigos y ante sus insistencias, así como respecto a las instituciones más sagradas. Pero también es alguien cuyo poder nos aporta salud y nos libera de una ley que mata. Por último, mientras salva, su libertad desenmascara la dureza de corazón de sus enemigos, los fariseos, que optan por la muerte, porque prefieren dejar al enfermo sin curarlo y deciden matar a Jesús. De hecho, éstos ya están juzgados por su mirada indignada y amargada. Por eso el librito de las controversias es ya un evangelio en miniatura que anticipa todo el drama de la pasión y muerte de Jesús, acontecimiento que juzgará a todas las conciencias.


MEDITATIO

«¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o destruirla?» (Mc 3,4): Jesús exige una respuesta a esta pregunta, no soporta el silencio ambiguo de los fariseos, ante el que reacciona con violencia y tristeza, y espera de sus discípulos de ayer y de hoy una plena toma de posición, una respuesta que comprometa su vida y su fe, su relación con Dios y con el prójimo, la observancia de la ley y el precepto de la caridad. Espera, sobre todo, esa inteligencia del espíritu que permite distinguir lo que es esencial de lo que no lo es y reconocer cuándo el respeto de la norma se convierte en coartada para el egoísmo.

Se trata de la inteligencia de quien escoge la dureza del corazón adorando al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24) y sabe que nada le resulta más agradable a Dios que el amor al prójimo. Eso implica que el creyente debe estar atento constantemente a no ponerse a sí mismo y sus propios intereses, su propio reposo y su propio trabajo, en el centro de su vida, sino que ha de poner al Dios de la vida en el centro de su ser, y el bien del hermano en el centro de su obrar. Si el sábado es un día que pertenece a Dios, el amor fraterno es la «liturgia» sencilla y solemne, ferial y festiva, laboriosa y descansada de este día sagrado.


ORATIO

Hijo del hombre y Señor del sábado, te damos gracias porque nos has liberado con la sangre de tu cruz y has puesto en nuestro corazón un gran e irreprimible anhelo de libertad como vocación; sin embargo, con mucha frecuencia tenemos miedo a ser libres, buscamos la libertad y al mismo tiempo la tememos, nos rebelamos si alguien nos la quiere quitar y no nos damos cuenta de que somos nosotros mismos quienes nos atamos de pies y manos. Precisamente por eso nos da miedo, en ocasiones, tu Palabra, porque abre ante nosotros horizontes infinitos; nos da miedo tu amor, porque nos entrega y nos pide amar a la manera divina, sin límites ni restricciones, sin excepciones ni selecciones. Por eso nos infunde miedo tu proyecto, porque nos hace entrar en el mundo de los deseos divinos, donde todo se mide según tu amor y ya nada es imposible. Y entonces nos aplicamos a reducir las pretensiones y las gracias divinas, para construirnos un mundo a nuestras dimensiones, pequeño, con reglas y prohibiciones, cómodos rigorismos y sábados innegables.

Tú, oh Dios, creaste al hombre para que viva, y el hombre ha creado el sábado para suprimir la vida en nombre de ídolos viejos y nuevos. Perdónanos, Señor, y no te canses de recordarnos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado», puesto que el hombre ha sido creado por ti, y «está inquieto hasta que no reposa en ti»...


CONTEMPLATIO

Pero ¿dónde estaba durante aquellos años mi libre albedrío y de qué bajo y profundo arcano no fue en un momento evocado para que yo sujetase la cerviz a tu yugo suave y el hombro a tu carga ligera, ¡oh Cristo Jesús!, ayudador mío y redentor mío?

¡Oh, qué dulce fue para mí carecer de repente de las dulzuras de aquellas bagatelas, las cuales cuanto temía entonces perderlas tanto gustaba ahora de dejarlas! Porque tú las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y suma dulzura!, tú las arrojabas y en su lugar entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne y a la sangre; más claro que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más sublime que todos los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí.

Libre estaba ya mi alma de los devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el cieno de los placeres y rascarse la sarna de sus apetitos carnales, y hablaba mucho ante ti, ¡oh Dios y Señor mío!, claridad mía, riqueza mía y salud mía (Agustín, Confesiones, IX, 1).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Guarda el sábado, santifícalo» (Dt 5,12).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Qué es el domingo? Es un fragmento de tiempo, así como la hostia es un fragmento de espacio, de realidad cósmica. El domingo es también un sacramento. Es un signo que tiene tres dimensiones: evocativa, indicativa y escatológica o profética.

Como prueba de esto, los textos del Nuevo Testamento llaman al domingo primer día, séptimo día, octavo día, o sea, un día fuera de la semana, que se escabulle fuera del circuito del tiempo.

Está la función evocativa: el domingo es memoria. Es un día dirigido al pasado. Nos recuerda la creación del mundo, «primo die quo Trinitas beata mundum condidit». Dios creó el mundo el primer día de la semana: es la primera creación. Pero es asimismo el día de la segunda creación, es decir, de la resurrección (dies dominica), y es el día de nuestro bautismo, tercera creación. El domingo es un signo no constituido ya de espacio, sino de tiempo. Es este fragmento de tiempo el que -como un cristal de aumento- concentra todo un pasado en el que evocamos las mirabilia Dei, las obras maravillosas del Señor realizadas con la creación, con la resurrección, con el bautismo. Pero hay aquí también una función indicativa. Además de una memoria, existe una presencia: es el día de la presencia del Señor. Se trata de una presencia plena, que rebosa no sólo de nuestras iglesias, de nuestras asambleas, de la Palabra, de la eucaristía, sino también de los arroyuelos del tiempo.

El domingo, antes de ser el día que los cristianos dedican al Señor, es el día que Dios decidió dedicar a su pueblo, a fin de enriquecerlo de dones y de gracia. Se trata de un cambio de perspectiva respecto a lo que estábamos acostumbrados a considerar antes: es Dios quien viene a visitar nuestra casa. Y esta visita suya no se concreta sólo durante el lapso de tiempo que dura la misa. Es todo el día el que debe adquirir una plenitud nueva [...].

Es el día de la Iglesia. Es el día de la Iglesia dedicado a la Iglesia, a su misión en el mundo. En virtud de esta perspectiva podemos constatar ya cómo rechinan nuestros domingos, congestionados completamente por el culto, casi prisioneros. Es el día de la libertad, de la liberación,

El domingo tiene asimismo una dimensión profética. Esa es la razón de que se le llame «octavo día», día que está fuera del circuito de la semana. Es el octavo día porque anticipa un poco el domingo eterno, la fiesta eterna. Es edía en que vendrá Cristo. En la mesa eucarística consumada el día del Señor se anticipa el banquete escatológico del mundo futuro. ¡Se anticipa! ¡Si se pudiera subrayar más estas dimensiones escatológicas! Y es que de la escatología parten todos los vientos de esperanza del mundo de hoy [...].

El domingo debe expresar de modo evidente sus notas características: la unidad, la santidad, la catolicidad y la apostolicidad. Son las mismas notas de la Iglesia. Por eso hemos de preguntarnos si esas expresiones son evidentes en nuestras comunidades.

Una: ¿expresan nuestras misas dominicales la unidad de la familia de Dios? Santa: ¿es una asamblea santificada, que se ha renovado en la reconciliación con Dios y con los hermanos? Católica: ¿extiende verdaderamente sus confines a todo el mundo, aunque se encierre en una pequeña iglesia? ¿Se abre a los horizontes ilimitados de la Providencia? Existe una mentalidad parroquiana exasperada que da miedo: no nos dejemos aprisionar por nuestras pequeñas necesidades de contar con una madriguera [...]. Apostólica: la Iglesia local se construye en torno a Jesús, hecho presente por la persona del obispo, a quien se cita durante el canon [...]. No es afán de reagrupamiento. No es reagrupamiento lo que necesitamos. La razón de ello es que nosotros queremos crecer como personas libres, responsables, que otorgan su contribución alegre y responsable (A. Bello, Afggere i consolati. Lo scandalo dell'eucaristia, Molfetta 1997, pp. 26-28).