8° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Oseas 2,16.17b.21 ss

Así dice el Señor:

16 Pero yo voy a seducirla;
la llevaré al desierto
y le hablaré al corazón.
17
Y ella me responderá allí
como en los días de su juventud,
como el día en que salió de Egipto.
21
Te desposaré conmigo para siempre,
te desposaré en justicia y en derecho,
en amor y en ternura;
22 te desposaré en fidelidad
y tú conocerás al Señor.


El profeta Oseas nos ofrece en unos cuantos versículos una pequeña joya en la que eleva el desierto a lugar de encuentro con Dios, a lugar de diálogo, de amor y de conversión. Estamos ante una evocación de la experiencia del éxodo, ante una vigorosa invocación de Dios y de su Palabra. El profeta, duramente probado por la infidelidad y el fracaso de su matrimonio, proyecta su caso como comparación de la infidelidad de Israel respecto al esposo fiel, el Dios de la alianza. El amor sincero que profesa Oseas a su esposa le impulsa a llamarla una vez más para empezar nuevamente la vida de unión y fidelidad prometidas antaño. La amargura desaparecerá, la separación se convertirá en encuentro, la infidelidad en amor. Todo el pasado, triste y desolado como el valle de Acor, se transformará en una «puerta de esperanza» (versículo suprimido en el texto litúrgico). Esta actitud generosa y magnánima está considerada como figura del amor sin límites del Esposo divino, que llama una y mil veces a la esposa descarriada, Israel, a una auténtica conversión y a renovar el vínculo de su amor.

Este breve fragmento de Oseas se convierte en un resumen significativo de lo que será, más tarde, el Cantar de los cantares, esto es, la incomparable descripción del amor matrimonial entre Dios y el pueblo. Y para llevarlo a cabo se evoca el desierto, sinónimo de los orígenes de Israel, donde la escucha de la Palabra de Dios y la fidelidad a su voluntad son considerados como modelos de vida y de conversión válidos: «Recuerdo tu amor de juventud, tu cariño de joven esposa, cuando me seguías por el desierto» (Jr 2,2).

 

Segunda lectura: 2 Corintios 3,1b-6

Hermanos: 1b ¿Acaso necesitamos, como algunos, cartas de recomendación para vosotros o recibirlas de vosotros? 2 Nuestra carta de recomendación sois vosotros, una carta que llevamos escrita en el corazón y que es conocida y leída por todos los hombres. 3 A la vista está que sois una carta de Cristo redactada por nosotros y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de 'piedra, sino en tablas de carne, es decir, en el corazón.

4 Esta confianza que tenemos en Dios nos viene de Cristo. 5 Y no presumimos de poder pensar algo por nosotros mismos; si algo podemos, a Dios se lo debemos. 6 Dios que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva, basada no en la letra de la Ley, sino en la fuerza del Espíritu, porque la letra mata, mientras que el Espíritu da vida.


El Nuevo Testamento sólo se comprende bien si lo miramos desde la óptica correcta: la de la novedad de la «nueva alianza». Esta es el paso y desarrollo de lo antiguo a lo nuevo, de la ley a la gracia, de la letra al Espíritu. La segunda carta a los Corintios, un escrito polémico en el que Pablo tiene que defenderse con frecuencia de falsas acusaciones o de falsas interpretaciones sobre la doctrina y sobre el trabajo apostólico, presenta la contestación de la comunidad a su ministerio. Pablo recuerda entonces cuál ha sido su actividad apostólica, la autenticidad de su comportamiento y la magnífica realidad que constituye su fruto, a saber: la misma comunidad de Corinto: «Mis credenciales sois vosotros mismos. Si la comunidad cristiana está animada por el Espíritu, si está en comunión con Dios, eso significa que mi ministerio es fruto de vida y no de muerte».

Pablo, consciente de sus límites y de sus incapacidades, ve en lo que ha hecho la acción de Dios, que ha dado el incremento a la semilla y ha hecho de él un ministro apto de la nueva alianza. En esta novedad no ha de ser la ley o la prescripción escrita la que ha de llevar las de ganar, sino el Espíritu de Dios. Y la explicación es esta: «la letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (v 6). La novedad cristiana aparece descrita como fermento interior, que es el Espíritu de Cristo, su Palabra creadora, su Evangelio. La comparación paulina, que ve en los corintios «una carta que llevamos escrita en el corazón», es una enseñanza alentadora para toda comunidad o individuo cristiano. La vida espiritual de una comunidad cristiana ha de estar escrita «no en tablas de piedra», sino en el corazón vivo y palpitante de sus miembros, que han recibido la gracia de la fe y han sido capaces de dar frutos de vida.

 

Evangelio: Marcos 2,18-22

18 Un día en el que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decir a Jesús:

-¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y los tuyos no?

19 Jesús les contestó:

-¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras el novio está con ellos, no tiene sentido que ayunen. 20 Llegará un día en el que el novio les será arrebatado. Entonces ayunarán.

21 Nadie cose un remiendo de paño nuevo en un vestido viejo, porque lo añadido tirará de él, lo nuevo de lo viejo, y el rasgón se hará mayor.

22 Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos, porque el vino reventará los odres y se perderán vino y odres. El vino nuevo en odres nuevos.


Seguimos en el mismo contexto de las «controversias» entre Jesús y los judíos. Jesús, con sus palabras y sus hechos, saca al hombre de la red que le oprime y le somete al inmovilismo y al determinismo legal, cultural, religioso, social y psicológico. Ante el culto estéril a las devociones, hecho de observancias externas y superficiales, Jesús se muestra como el Mesías-Esposo (v 19). Con él comienza una época nueva, una etapa nueva de la historia de la salvación, y crea una nueva comunidad que vive en él la experiencia de la novedad absoluta.

Una de las cosas a las que más se apegaban los fariseos era el ayuno, una práctica que les daba seguridad de justicia y mérito ante Dios, además de fama de observancia y piedad. La privación del alimento o la bebida puede tener su valor espiritual, pero sólo cuando va acompañada de otras actitudes espirituales sinceras, según la voluntad de Dios. Basta con recordar el ataque lanzado por Isaías contra el ayuno en el capítulo 58 de su libro. El mismo ayuno se convierte, desde la perspectiva de Jesús, en algo marginal, secundario. Lo importante es el corazón y la docilidad a la Palabra de Dios. Todo eso supone una nueva mentalidad, nuevas actitudes, nuevos valores, que proceden de la seguridad de la salvación y de la experiencia del amor de Dios, vivido en Cristo. Las perspectivas de la vida, de la esperanza y de la respuesta a Dios no son comparables con las antiguas (comparación entre los odres nuevos y los viejos). La novedad cristiana no puede ser encerrada en esquemas legalistas o esclavos de la letra. Con Jesús ha subintrado el mundo del Espíritu, en el que existe una nueva situación religiosa, donde ya han sido superadas las antiguas prácticas, porque él es la novedad y la regla de vida.


MEDITATIO

Las lecturas hablan de un pacto de amor de Israel con Dios y del bautizado con Cristo: el género literario usado por la Biblia es, evidentemente, «matrimonial». Se trata de una alianza que no tiene lugar por «yuxtaposición» o por «acercamiento», como las hojas de un libro, sino mediante una «inserción» recíproca y viva en el círculo de la vida trinitaria, que se lleva a cabo mediante la fe-esperanza-caridad, que permiten una participación verdadera en la naturaleza de Dios y «arraigar» en el misterio de la Trinidad. Esa participación es vertida de una manera eficaz por las teologías de Pablo y de Juan con las vívidas imágenes del óleo y de la unción, del agua y de la luz, de la incisión y del sello que marca. Esta marca es suave y profunda. Dice Pablo: «El que os ha ungido, el que os ha marcado y ha imprimido en vosotros su sello y os ha dado de beber hasta saciaros...». Estos términos bíblicos, que -como sabemos- producen lo que significan, porque están «informados» por el Espíritu, conducen lógicamente al creyente a sentir-tocar-gustar la presencia de la Trinidad, que, justamente, es cantada por la liturgia como «dulce huésped de las almas» y «dulcísimo refrigerio».

En virtud de estas realísimas realidades, el bautizado pertenece de un modo más verdadero y más profundo a Cristo que a sus padres según la carne: hasta el punto de que Ezequiel, en el célebre «Canto de la expósita», dice: «Yo pasé junto a ti y te vi; estabas ya en la edad del amor; extendí mi manto sobre ti y cubrí tu desnudez; me uní a ti con juramento, hice alianza contigo, oráculo del Señor, y fuiste mía». Y Pablo, el gran teólogo del bautismo, exclamará, con un cierto nerviosismo: «Non estis vestri. Ya no os pertenecéis». Hasta el punto de que todo afecto-pensamiento-acción no «referible» a Cristo, desde el bautismo en adelante, saben a divorcio-adulterio-traición.


ORATIO

Oh Espíritu de Cristo, que por medio del bautismo-confirmación-eucaristía te haces más presente a mí que yo a mí mismo; que vienes a mí no para atarme ni para oponerte a mi voluntad, sino, al contrario, para liberarla de las esquizofrenias y de las esclavitudes de los egoísmos del tener-gozar-poder, haz que cada uno de mis pensamientos-afectos-acciones estén potenciados por la presencia sublimatoria de Cristo: que su influjo benéfico resane todo, purifique todo, repare todo. Sé verdaderamente, con tu acción «cristificante», más presente a mí de lo que es mi yo a mí mismo. Por medio del discípulo «que amabas» me enseñas a «permanecer en ti, a fin de que pueda dar mucho fruto», porque sin ti no podemos hacer verdaderamente nada.

Oh Jesús, ayúdame a hablar y a discutir, a trabajar y a pensar, a escribir y a actuar permaneciendo en ti: porque estoy más que convencido de que sólo tú eres mi luz, mi verdad, mi vida, y de que sólo tú eres el Verbo de la vida. Estoy más que convencido por eso de que, sin ti, no es que no pueda hacer algo, sino que no puedo hacer nada. Estoy más que convencido de que, hasta como hombre, no seré nunca tan auténticamente «grande» como cuando pueda gloriarme, con Pablo, de ser tu «siervo-esclavo» y como cuando pueda decir con él: «Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí», y: «Todo lo puedo en aquel que me da la fuerza».

Ésa es la meta normal de la normal-suprema glorificación del hombre.


CONTEMPLATIO

Ha habido justamente algunos verdaderos «grandes» que han tenido la más alta y feliz intuición: la de comprender que su definitiva grandeza no depende de hacer gravitar sus esfuerzos sobre su propio yo, a la manera de Napoleón, sino sobre el «super yo» de Cristo. Por eso se han armado de un santo odio contra su propio egoísmo para sustituirlo por el «super yo» de Cristo: esta divina ósmosis ha sido la intuición resolutoria y la explicación de su éxito, porque este cambio les ha permitido convertirse verdaderamente en un quid Dei, en «algo de Dios», en el sentido de que les ha permitido apropiarse del «superpoder» de Cristo y sublimar hasta tal punto su personalidad que han podido hacer todo lo que han hecho, todo lo que han querido, y han dejado en la sociedad una huella indeleble. Y mientras el sol brille sobre las desgracias humanas, se guardará el recuerdo de un Francisco de Asís y de una Teresa de Calcuta. Sólo los santos son esos verdaderos grandes a los que canta B. Pascal, que -según dice- tienen su imperio, su majestad y su mando: son los únicos a los que no se puede añadir o quitar nada. Se bastan a sí mismos. Se han apoderado, por así decirlo, de la inmovilidad del Dios inmóvil, que «está» en el instante inmoto de su eternidad contemplando el «pasar» indefinido de Abrahán, Isaac, Jacob, que murieron y fueron sepultados con sus padres, mientras que él sigue siendo «el Dios de los vivos y los muertos», que da vida a todos y todos viven por él.


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Te desposaré conmigo para siempre» (Os 2,21).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nuestras obras, pues, como el granito de mostaza, no son de ninguna manera comparables, en grandeza, con el árbol de gloria que producen, pero tienen el vigor y la virtud de producirlo porque proceden del Espíritu Santo, el cual, por una admirable infusión de su gracia en nuestros corazones, hace suyas nuestras obras, pero dejando, a la vez, que sean nuestras, porque somos miembros de una cabeza, de la cual él es el espíritu, y estamos injertados en un árbol, del cual él es la savia divina. Y porque de esta suerte opera, en nuestras obras, y porque nosotros obramos con él o cooperamos a su acción, deja para nosotros todo el mérito y provecho de nuestros servicios obras buenas, y nosotros dejamos para él todo el honor y toda la alabanza, reconociendo que el comienzo, el progreso y el fin de todo el bien que hacemos dependen de su misericordia, por la cual ha venido a nosotros y nos ha prevenido; ha venido con nosotros y nos ha guiado, acabando lo que había comenzado (Francisco de Sales, Tratado del amor a Dios, XI, 6, Balmes, Barcelona 1945, p. 657).