6° domingo
del tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Levítico 13,1-2.45ss
1 El Señor dijo a Moisés y Aarón:
2
-Cuando alguno tenga en la piel un tumor, una pústula o mancha reluciente y se le forme en la piel una llaga como de lepra, será llevado al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos sacerdotes. 45 El leproso llevará las vestiduras rasgadas, la cabeza desgreñada y el bigote tapado, e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». 46 Mientras le dura la lepra, será impuro. Vivirá aislado y tendrá su morada fuera del campamento.
El ritual de la
lepra está contenido en dos capítulos del libro del Levítico (capítulos 13 y
14), y el término hebreo que designa esta enfermedad, que en su raíz significa
«estar golpeado por Dios», implica un juicio sobre la misma. Para los
judíos, el que era golpeado por este mal contagioso tenía que ser apartado,
porque la lepra era sinónimo de separación, de impureza religiosa y de castigo
de Dios; era una situación sin esperanza humana, llaga reservada a los
pecadores, como lo fue con los egipcios (Ex 9). El leproso, marcado con esa
señal, era considerado impuro, segregado de la comunidad y
«excomulgado», a fin de preservar la santidad del pueblo de Dios. Además, el
hecho de que, en caso de sanación, el que se curaba de la lepra tuviera que
hacer un sacrificio de expiación (14,33ss) para ser readmitido en la sociedad
pone de manifiesto el estrecho vínculo que había entre la lepra y el pecado (cf.
Nm 12,10-15; Dt 28,27.35; 2 Cr 26,19-23). En el relato de María, víctima de
este mal por haber hablado contra Moisés, aparece un ejemplo elocuente de lo que
decimos: «El Señor se irritó contra ellos y se fue. Apenas había desaparecido
la nube de encima de la tienda, María apareció cubierta de lepra, blanca como la
nieve» (Nm 12,9ss).
Por esa razón, los evangelios, cuando narran las curaciones de lepra, las presentan como símbolo de la liberación del mal y del pecado, como signo y prueba del poder de Dios, que ha venido a los hombres no para los sanos, sino para los enfermos. En tiempos de Jesús, los leprosos sufrían doblemente: en el cuerpo y en el espíritu por la ausencia de Dios. Sobre este fondo debemos leer el pasaje evangélico de hoy, sin olvidar que Jesús muere en la cruz como un leproso, desfigurado y rechazado por el pueblo, para que en el mundo deje de haber leprosos.
Segunda lectura: 1 Corintios 10,31-11,1
Hermanos: 31 En cualquier caso, ya comáis, bebáis o hagáis otra cosa cualquiera, hacedlo todo para gloria de Dios. 32 Y no seáis ocasión de pecado ni para judíos ni para paganos, ni para la Iglesia de Dios. 33 Ya veis cómo procuro yo complacer a todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de los demás, para que se salven. 11,1 Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo.
Este breve
pasaje paulino recuerda tres normas que deben iluminar la vida del
cristiano: hacerlo todo para gloria de Dios; no ser ocasión de pecado o de
escándalo para nadie, ni dentro ni fuera de la comunidad; imitar en nuestra
propia conducta de vida el obrar y las enseñanzas de Jesús. El pasaje se sitúa
en el contexto en el que Pablo enseña a la comunidad cómo vivir con sencillez
cada día sin moralismos y sin dar escándalo. El caso del que habla aquí tiene
que ver con el hecho de comer la carne inmolada a los ídolos: ¿es lícito o no es
lícito alimentarse con ella? Hay quienes están persuadidos de que los ídolos no
existen y, en consecuencia, para ellos la carne inmolada es igual a cualquier
otra carne: por tanto, es lícito comerla. El hecho tenía una gran repercusión en
la comunidad, porque la carne de los animales inmolados en los templos se vendía
muy barata. Pero había también en la comunidad quienes no pensaban así, por ser
esclavos aún de sus supersticiones, y se escandalizaban de ello. El pensamiento
de Pablo en este asunto está claro: no hay diferencia entre alimento y alimento;
con todo, si un alimento o cualquier otra cosa escandaliza a los hermanos, he de
evitar comer carne (cf. 8,13). Entre nuestra propia libertad y la
edificación común, debe tener prioridad esta última: «"¡Todo es lícito!",
dicen algunos. Sí, pero no todo es conveniente. Y aunque "todo sea lícito", no
todo aprovecha a los demás» (10,23ss). La enseñanza de Pablo enlaza, sin
duda, con el estilo de vida del Señor Jesús, que entregó toda su propia vida no
para buscarse a sí mismo, sino para atender y entregarse él mismo a los otros.
Evangelio: Marcos 1,40-45
En aquel tiempo, 40 se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas:
Si quieres, puedes limpiarme.
41 Jesús, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo:
-Quiero, queda
limpio. 42
43
Entonces lo despidió, advirtiéndole severamente:44 -No se lo digas a nadie; vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste a ellos.
45 Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces lo ocurrido, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes.
El evangelista
nana el relato de la curación del leproso por Jesús siguiendo un esquema
sencillo: presentación del caso (v. 40); gesto de Jesús, que obra la curación
(v. 41); constatación de que el milagro implorado por el enfermo se ha llevado a
cabo (v. 42). La catequesis del texto resulta bastante sencilla: la curación del
mal va ligada siempre a la fe de la persona del enfermo. Este debe tomar
conciencia primero de su propia situación de impotencia y, en consecuencia, debe
confiarse al poder del Señor. Todo es siempre don de Dios; la propia
salvación, aunque requiere la colaboración humana, es obra de Dios, que
actúa en virtud de la fe del hombre.
El hecho de que se trate, además, de la curación de un leproso reviste un significado particular: la curación de la lepra era uno de los grandes signos esperados para los tiempos mesiánicos (cf. Mt 11,5). Había llegado el tiempo de la venida del Mesías, en el que el hombre debía ser restituido por completo en su dignidad humana, en su integridad de cuerpo y de espíritu. Ahora bien, Jesús, con el generoso gesto con el que toca y cura al enfermo, quiere enseñar asimismo que el leproso no es un maldito o alguien castigado por Dios, sino una criatura amada por su Señor. Y es que la verdadera lepra o impureza no es la física, sino la del corazón. Jesús no hace acepción de personas. Llama a todos indistintamente a su amor misericordioso, porque todos los hombres son hijos de Dios y dignos de salvación y de amor.
MEDITATIO
Cristo se nos presenta en la curación del leproso como alguien que «rompe» y abate con autoridad todas las barreras que suponen un obstáculo para una encarnación de amor más completa y total. El término griego que emplea el evangelista invita a la meditación. Expresa una ternura, una compasión, una sensibilidad «materna» y «de mujeres»: la que siente la madre por su hijo. Las vibraciones del corazón de Cristo respecto a los dolores y las tribulaciones que afligen al hombre son «sentidas» hasta tal punto que se parecen más a las de la Mujer, que se hace víctima-esclava, sierva del Hijo que sufre. Ninguna madre ha sufrido y se ha dejado implicar por el sufrimiento humano más profundamente que Jesús.
Nos viene a la mente el célebre capítulo 53 de Isaías, donde describe el profeta -en una de sus páginas más sugestivas- al «abrumado de dolores
y familiarizado con el sufrimiento», que verdaderamente «llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos» y nuestras angustias. De este modo, el dolor, «tocado» por Cristo, se vuelve -por así decirlo- un hecho «sacramental» y un acontecimiento de gracia: útil y santificador no sólo para quien sufre, sino también para todo el cuerpo de la comunidad eclesial. Se convierte en acontecimiento de salvación y de resurrección «personal-colectivo»: el «toque» de Cristo lo ha cargado de energía divina.
ORATIO
Cristo, tú has santificado el dolor humano con tu vida y con tu Palabra. Tú, cansado por el caminar y abatido por la fatiga, te sentaste para reposar en el borde del pozo de Sicar. Tú has dicho:
«Si el grano de trigo, confiado a la tierra, no muere, se queda solo...».
Has dicho: «Lloraréis y sentiréis tribulaciones; el mundo, en cambio, se divertirá». Has dicho también: «Si alguien quiere venir detrás de mí, que deje de pensar sólo en sí mismo, coja a diario su cruz en santa paz y me siga». Por medio de tus apóstoles nos has repetido: para ser menos indignos de entrar en el Reino de la vida, es menester pasar por muchas tribulaciones. Jesús, tus seguidores han confirmado este camino como el «camino real» para entrar en la eternidad, donde volveremos a encontrar las tribulaciones de la vida presente transformadas en gloria, y nos has asegurado: «Tened ánimo, nadie os podrá arrebatar esta gloria eterna». Lo creemos, Jesús. Pero ayúdanos a seguir adelante en las muchas tribulaciones y cansancios cotidianos. Ayúdanos, por lo menos, a ser capaces de soportar la pesadez, el «martirio blanco» de la vida cotidiana. Ayúdanos a ser capaces de soportar la vida, con sus derrotas y decepciones, con sus angustias y problemas. Creemos, Señor, pero aumenta la fe en nosotros, para que, creyendo cada vez más, esperemos también cada vez más y, esperando cada vez más, amemos también más.¡Que así sea!
CONTEMPLATIO
¿Por qué, pues, temes tomar la cruz por la cual se va al Reino?
En la cruz está la salud; en la cruz, la vida. En la cruz está la defensa contra los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad.
No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la cruz.
Toma, pues, tu cruz y sigue a Jesús, e irás a la vida eterna.
Él fue delante «llevando su cruz» (Jn 19,7) y murió en la cruz por ti, para que tú también lleves tu cruz y desees morir en ella.
Porque si murieres juntamente con Él, vivirás con Él. Y si le fueres compañero de la pena, lo serás también de la gloria.
Mira que todo consiste en la cruz y todo está en morir en ella.
Y no hay otro camino para la vida, y para la verdadera entrañable paz, sino el de la santa cruz y continua mortificación.
Ve donde quisieres, busca lo que quisieres y no hallarás más alto camino en lo alto, ni más seguro en lo bajo, sino la vía de la santa cruz.
Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la cruz.
Pues o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás la tribulación en el espíritu.
A veces te dejará Dios, a veces te perseguirá el prójimo y, lo que peor es, muchas veces te descontentarás de ti mismo y no serás aliviado ni refrigerado con ningún remedio ni consuelo, mas conviene que sufras hasta cuando Dios quisiere.
Porque quiere Dios que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo y que te sujetes del todo a El y te hagas más humilde con la tribulación.
Ninguno siente así de corazón la pasión de Cristo como aquel a quien acaece sufrir cosas semejantes.
Así que la cruz siempre está preparada y te espera en cualquier lugar; no puedes huir dondequiera que fueres, porque dondequiera que vayas llevas a ti contigo y siempre te hallarás a ti mismo.
Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete fuera, vuélvete dentro, y en todo esto hallarás cruz. Y es necesario que en todo lugar tengas paciencia, si quieres tener paz interior y merecer perpetua corona.
Si de buena voluntad llevas la cruz, ella te llevará y guiará al fin deseado, a donde será el fin del padecer, aunque aquí no lo sea (La imitación de Cristo, II, 12).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1,40b).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Me complace proponer a la contemplación del creyente una oración compuesta por Valeria, una niña de nueve años, el día de su primera comunión (corría el año 1989). La cruz de Cristo la tocó pronto con su sombra benéfica: se vio privada en seguida del afecto de su madre, Gisella, que debía asistir a una hermanita nacida con síndrome de Down y padeció 31 operaciones. Valeria reza así:
«Jesús, te doy gracias porque hoy te recibo con alegría en mi corazón; te doy gracias porque, cada día y cada minuto, me ayudas a vencer la tristeza y me la cambias en alegría; te doy gracias porque, en cada momento de melancolía, me ayudas a ser feliz y a sonreír y, en las dificultades, me haces comprender todo lo que debo hacer. También a mí, que sólo soy una niña, me das la fuerza necesaria para llevar mi cruz con serenidad. Te doy gracias porque he comprendido que, sin una cruz, nadie puede ser feliz y porque, viviendo en medio del sufrimiento, se aprende que en cada experiencia bella o fea de nuestra vida hay siempre muchos motivos para ser felices. Yo soy feliz, aunque también llevo mi cruz, te agradezco, Señor, de todo corazón esta cruz que me has dado. Amén».