Asunción de la Virgen María

15 de agosto

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 11,19a; 12,1-6a.10a-b

11.19 Se abrió entonces en el cielo el templo de Dios y dentro de él apareció el arca de su alianza.

12,1 Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. 2 Estaba encinta y las angustias del parto le arrancaban gemidos de dolor.

3 Entonces apareció en el cielo otra señal: un enorme dragón de color rojo con siete cabezas y diez cuernos y una diadema en cada una de sus siete cabezas. 4 Con su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra.

Y el dragón se puso al acecho delante de la mujer que iba a dar a luz, con ánimo de devorar al hijo en cuanto naciera. 5 La mujer dio a luz un hijo varón, destinado a regir todas las naciones con vara de hierro, el cual fue puesto a salvo junto al trono de Dios, 6 mientras la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios.

10 Y en el cielo se oyó una voz potente que decía:
Ya está aquí la salvación y el poder
y el reinado de nuestro Dios.
Ya está aquí la potestad de su Cristo.


El drama de la historia humana está representado aquí, como en otros lugares del Apocalipsis, con imágenes cósmicas. Esta historia -la de la lucha continua entre el bien el mal- lleva en sí misma la semilla de un niño, de una vida nueva, esto es, de la vida encarnada en Jesús y vivida para siempre junto a Dios. El arca de esta nueva alianza, que la perícopa de hoy conecta con la figura de una mujer encinta que está a punto de dar a luz, aparece en el cielo junto con los signos que describen la experiencia de lo divino: «En medio de relámpagos, de retumbar de truenos, de temblores de tierra y de fuerte granizada» (11,19).

La mujer, cargada con el niño divino, anuncio y promesa de salvación, se encuentra de la parte de Dios. Tiene «la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12,1): estos signos nos permiten identificarla como figura de la nueva creación, del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Frente a ella se encuentra al acecho «un enorme dragón de color rojo», que representa a los que contrastan con el anuncio del Evangelio, a todos los que dieron comienzo a las persecuciones de los primeros tiempos de la Iglesia. El tiempo de la persecución (los «mil doscientos sesenta días» son la duración de la persecución apocalíptica: cf. 11,3; Dn 7,25) contemplará aún a la mujer-Iglesia viviendo en el desierto, donde, paradójicamente, encuentra refugio y alimento.

El himno final anuncia la derrota definitiva del dragón («el diablo y Satanás»: 12,9) por parte de Miguel y de sus ángeles: de ahora en adelante nadie podrá encontrar ya una culpa, «acusar» (cf. 12,10) a los creyentes ante Dios.


Segunda lectura: 1 Corintios 15,20-26

Hermanos: 20 Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte.

21 Porque lo mismo que por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos. 22 Y como por su unión con Adán todos los hombres mueren, así también por su unión con Cristo todos retornarán a la vida. 23 Pero cada uno en su puesto: como primer fruto, Cristo; luego, el día de su gloriosa manifestación, los que pertenezcan a Cristo. 24 Después tendrá lugar el fin, cuando, destruido todo principado, toda potestad y todo poder, Cristo entregue el Reino a Dios Padre. 25 Pues es necesario que Cristo reine hasta que Dios ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. 26 El último enemigo a destruir será la muerte.


El capítulo 15 de la primera carta a los Corintios pretende responder a algunas objeciones respecto a la resurrección planteadas tanto por ciertas actitudes de miembros de la comunidad como de procedencia exterior.

La primera afirmación de Pablo se basa en un dato de hecho: la resurrección de Jesús, cuyo anuncio forma parte del núcleo originario del anuncio cristiano (cf. 15,3ss).

La segunda afirmación parte, a continuación, de un dato de fe: sin la resurrección, el credo cristiano perdería su sentido. Dejaría de ser un anuncio de salvación, porque el «último enemigo» (v 26), la muerte, no sería vencido y con él seguiría en vida el miedo que nos ata y nos hace esclavos de nuestra historia y de nuestros modelos de comportamiento.

La dialéctica Adán-Cristo le sirve a Pablo para subrayar el modo de la resurrección, esto es, cómo la vida de la resurrección comporta un cambio real en la naturaleza de nuestro cuerpo: ya no es un cuerpo que lleva en sí la muerte, sino un cuerpo colmado de vida y capaz de darla (cf. 15,20-21.42ss), un cuerpo «espiritual» (capítulos 44ss); ya no es un cuerpo a imagen «del hombre terreno», sino uno a imagen «del hombre de los cielos» (v. 49), una humanidad que se encuentra de parte de Dios.

 

Evangelio: Lucas 1,39-56

39 Por aquellos días, María se puso en camino y se fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá. 40 Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño empezó a dar saltos en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, 42 exclamó a grandes voces:

-Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. 43 Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? 44 Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno. 45 ¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

46 Entonces María dijo:
47 Mi alma glorifica al Señor
y mi espíritu se regocija
en Dios, mi Salvador,
48
porque ha mirado
la humildad de su sierva.

Desde ahora me llamarán
dichosa todas las generaciones,
49 porque ha hecho en mí
cosas grandes el Poderoso.
Su nombre es santo,
y es misericordioso siempre
con aquellos que le honran.

51 Desplegó la fuerza de su brazo
y dispersó a los de corazón soberbio.
52 Derribó de sus tronos a los poderosos
y ensalzó a los humildes.
53 Colmó de bienes a los hambrientos
y a los ricos despidió sin nada.
54 Tomó de la mano a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia,
55 como lo había prometido
a nuestros antepasados,
en favor de Abrahán
y de sus descendientes para siempre.

56 María estuvo con Isabel unos tres meses; después volvió a su casa.


El encuentro entre Isabel y María, dos mujeres encintas y cargadas de vida, se vuelve un verdadero anuncio evangélico, es decir, el anuncio de la Buena Nueva para el mundo. La exultación del niño en el seno de Isabel (cf vv. 41.44) corresponde por eso al cántico que el evangelista pone en labios de María (cf vv. 46ss). La historia emprende ya desde ahora un nuevo curso: los pobres y los oprimidos de todos los tiempos y de todos los ámbitos tienen derecho a la palabra frente a los ricos y los poderosos (cf vv. 5lss), puesto que las promesas de Dios ya se han cumplido (cf vv
54ss).

Justamente la bienaventuranza proclamada por Isabel (v. 45) nos proporciona la clave de lectura de todo el Magníficat, que no es una simple plegaria de liberación, ni una simple exaltación personal de María, «madre del Señor» (v. 43). La «humildad» (v 48) de María se convierte, sin embargo, en la capacidad de ver los acontecimientos con unos ojos nuevos, con unos ojos que saben ver la realidad de la historia y la mano de Dios que obra en ella, con los ojos de la fe.


MEDITATIO

Los ojos de la fe nos ayudan a ver nuestra historia y la de los otros con una mirada especial, desde Dios, casi sub specie aeternitatis. Para esta mirada, las experiencias de luto y de dolor -la desaparición de un ser querido, el final de una relación, el alejamiento de una amistad-, así como las de amor y alegría, pueden constituir otros tantos momentos de una vida vivida en el amor a Dios, de un tiempo de «desierto» o de «visitación», momentos que son transformados por la vida de Dios que nuestra fe encuentra en ellos.

La Asunción de María al cielo constituye, a buen seguro, un privilegio personal y absolutamente particular concedido a María por la gracia de Dios; sin embargo, está de acuerdo con el anuncio evangélico de la derrota definitiva, escatológica, de la muerte. La mirada de fe de María ayuda a la joven de Nazaret a levantar los ojos al cielo mientras contempla la realidad de la tierra, la eleva en medio de la alabanza entretejida por las generaciones de la historia, que ven en ella las grandes obras que realiza Dios; la introduce ya en su tiempo terreno para vivir en la humildad de la vida eterna; la dispone para recibir también en su propia muerte el poder de Dios en ella, que de esta forma participa en la resurrección del Hijo.

Nuestra vida -como también nuestra muerte- está llamada a conseguir esta mirada de fe. La resurrección y el anticipo que la fe nos comunica en la Asunción de María nos anuncian la transformación definitiva, la última de toda nuestra humanidad. Conseguir vivir de esto es hacer también nuestro el cántico de alabanza que María ha proclamado con su vida.

 

ORATIO

Señor, Padre santo, tú nos has dado la vida, haz que, con fe, veamos en nuestro cuerpo, en nuestra alma y en nuestro espíritu la semilla que tú has plantado, el designio que tú elaboraste cuando nos formaste.

Señor, Jesucristo, primicia de nuestra resurrección, aumenta en nosotros el deseo de vivir junto al Padre y a nuestro prójimo la vida de cada día, mirando nuestra historia con los ojos de los puros de corazón.

Señor, Espíritu que da vida, ayuda a nuestro corazón a vivir en la vida eterna y transforma nuestro cuerpo con la luz de la resurrección, para que junto a María podamos cantar por siempre el cántico de nuestra esperanza.


CONTEMPLATIO

Tú, María, partiste de las realidades terrenas para que se viera reforzado el misterio de la tremenda encarnación, para que se creyera que el Dios nacido de ti había sido también hombre completo, hijo de una verdadera madre. Ya que tú participas de nuestros cuerpos y por eso no habrías podido escapar del encuentro con la muerte común a todos, como asimismo tu Hijo y Dios de todos «gustó la muerte» (Heb 2,9): no hay duda de que el sepulcro de tu dormición, así como el sepulcro vivificador, es objeto de maravillas, puesto que ambos acogieron realmente vuestros cuerpos, aunque no obraron ruina alguna en ellos.

No era admisible que tú, por ser vaso continente de Dios, fueras disuelta en el polvo. Puesto que aquel que se despojó en ti era Dios desde el principio y Vida más antigua que todos los siglos, era también necesario que la madre de la Vida habitara junto a la Vida. En efecto, así como un hijo busca y desea a su propia madre y a la madre le gusta vivir con el hijo, también fue justo que tú volvieras a él y que Dios te hiciera partícipe de la comunión de vida con él mismo (Germán de Constantinopla, Omelia IV, en Omelie mariologiche, Roma 1985, pp. 110ss, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El Poderoso ha hecho grandes cosas en mí» (Lc 1,49).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El evangelio de la mañana de pascua describe la resurrección como la capacidad de ver abiertas las tumbas y de divisar la vida en el lugar de la muerte. Se trata de una experiencia tan antigua y tan profundamente arraigada en los seres humanos que, probablemente, nuestra misma conciencia, nuestra misma humanidad, nunca hubiera podido madurar y realizarse a sí misma si, al mismo tiempo, no hubiéramos desarrollado la capacidad de ver el mundo también de una manera diferente de como lo vemos sólo con los ojos terrenos. Si nos consideramos únicamente hijos de este mundo, estamos perdidos. Si la última palabra sobre nuestra existencia fuera que somos sólo lo que vemos, es decir, un mecanismo de breve duración, una envoltura sombría, los pocos años que estamos aquí no serían otra cosa más que un sueño fugaz, algo irreal, incomprensible, nada más que un capricho y un juego de la naturaleza.

Las primeras fórmulas interpretaron unánimemente la resurrección de Jesús como una transformación de nuestra vida ya aquí en la tierra. No es que Jesús haya fundado la fe en una prosecución de la vida o en una continuación de la existencia. Es mucho más importante el hecho de que Jesús vivió la vida contra la muerte y que no quería, ciertamente, que nosotros empezáramos a vivir sólo después de haber muerto físicamente. Las mujeres que la mañana de pascua van al sepulcro advierten la gran cantidad de energía que emana de Jesús. Jesús tuvo dentro de él este poder gracias a su confianza en la vida, hasta tal punto que la resurrección de la muerte puede empezar en este momento (E. Drewermann, La ricchezza della vita, Brescia 1998, pp. 268-270, passim).