Salmo 114

Amo al Señor

«No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden quitar la vida» (Mt 10,28).

 

Presentación

Este salmo, que originariamente incluía también el 115 (con el que forma una sola composición), es un himno de acción de gracias en el que el orante da testimonio a la comunidad de su experiencia personal de salvación. Dios le ha arrancado, en efecto, de una muerte cierta. Sin embargo, el acontecimiento individual deja ver la situación de todo Israel cuando fue liberado de la esclavitud de Egipto.

1Amo al Señor, porque escucha
mi voz suplicante,

2
porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.

3Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia.
4Invoqué el nombre del Señor:
«Señor, salva mi vida».

5El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo;

6
el Señor guarda a los sencillos:
estando yo sin fuerzas, me salvó.

7Alma mía, recobra tu calma,
que el Señor fue bueno contigo:
8arrancó mi alma de la muerte,
mis ojos de las lágrimas,
mis pies de la caída.

9Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Todo el salmo rezuma una impresionante intensidad de sentimiento y vivacidad de expresión. El salmista empieza con una profesión de amor colmada de gratitud, de alegría y de humildad, porque el Señor ha escuchado su grito, se ha inclinado sobre su fiel y le ha arrancado de la desgracia. Lo que se esconde detrás de las «redes de muerte» y los «lazos del abismo» no es fácil de intuir.

Es cierto que el orante ha tocado el fondo de un peligro mortal. En la prueba ha invocado «el nombre del Señor» y el Dios bueno y compasivo, que se apiada siempre de los débiles, le ha salvado. El salmista interrumpe su confesión de fe en el v 7 y se dirige a su propia alma para reforzarla en la paz, dado que puede contar con el amor indefectible de su Señor, que la ha hecho pasar de la muerte a la vida, de los lazos de la cárcel a la libertad, del llanto a la alegría.

Por eso el orante puede volver a caminar exultante por la tierra, en medio de sus hermanos, todavía más consciente de encontrarse bajo la mirada del Dios vivo que ama la vida. Aquí se detiene la sección tomada en consideración por la liturgia de hoy. El texto tendrá su consumación en el culto público que constituye el Sal 115.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

No es casual que la Iglesia ponga en labios de los fieles este salmo cada viernes, día que la piedad cristiana dedica a la celebración del misterio de la muerte de su Señor. Nadie mejor que Jesús rezó y puede seguir rezando en nosotros las palabras del Sal 114. Si el antiguo orante vivió en primera persona el acontecimiento de la liberación de Egipto, que fue la de todo su pueblo, Jesús realiza en sí mismo todo lo que en el Primer Testamento era sólo figura. El que la noche de la institución de la eucaristía había recitado: «Amo al Señor...», ¿no había dicho también: «Es preciso que el mundo sepa que yo amo al Padre»? (Jn 14,31). El vino, en efecto, para darnos a conocer su amor por el Padre y el amor del Padre por todos nosotros (cf. Jn 17,25).

Se comprende, por último, que es precisamente toda la vida de Jesús la que se encuentra prefigurada en el salmo. También él se encontró cogido en los lazos de la muerte, oprimido por la tristeza y la angustia en el huerto de Getsemaní. Oró al Padre con fuertes gritos y lágrimas, como atestigua la carta a los Hebreos, «y fue escuchado por su piedad» (cf. Heb 5,7). «Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte» (Hch 2,24); por eso el Resucitado puede caminar «en presencia del Señor en el país de la vida», y en él todo cristiano, hecho partícipe de su vida divina, puede dar testimonio en medio de sus hermanos de la esperanza cierta en su propia resurrección.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Deberíamos aprendernos de memoria el Sal 114 y dejarlo aflorar continuamente en nuestro corazón, porque todos nosotros hemos sido salvados, agraciados. El relato del salmista es una experiencia cotidiana para nosotros. Si Jesús no hubiera venido a llorar con nuestras lágrimas humanas, a pasar como nosotros por las estrecheces de la tristeza y de la angustia, no podríamos caminar para siempre como resucitados en presencia del Señor en el país de la vida.

Esta alegre certeza debería caracterizar la vida del hombre de fe, que se ha vuelto por ello también un hombre habitado por la paz. En efecto, si creemos que Dios nos ha escuchado verdaderamente en Cristo Jesús, mucho más allá de toda expectativa humana, nuestra tarea ha de ser sólo la de amar, alabar y atestiguar con nuestra vida todo lo que cada día celebramos en la liturgia. Que el Señor nos conceda la gracia de hacer que la Palabra que recitamos y proclamamos se convierta cada vez más en el modo normal con que valoramos los acontecimientos y con el que nos aproximamos a las personas.

No nos faltan análisis de las situaciones, reuniones programáticas, proyectos pastorales; nos faltan hombres en los que la fe sea tan viva que casi se pueda tocar con la mano. El tiempo hace todavía más verdadera la afirmación de Pablo VI según la cual no tenemos tanta necesidad de maestros como de testigos. Testigos de la alegría de creer, de la certeza de que somos amados por un Padre que ha concebido proyectos de paz para nosotros y que sólo espera oírnos decir: te amo, porque ésta es también nuestra bienaventuranza suprema.

b) Para la oración

¡Te amo, Señor! Purifica mi corazón, hazlo cada vez más auténtico, porque has escuchado mi oración. Estaba preso de tristezas mortales, estaba solo, perdido, encerrado en una vida carente de sentido. No sabía ya qué hacer y te supliqué: ¡sálvame! Tú, Dios misericordioso y compasivo, me socorriste enviándome a Jesús, el Salvador. Ahora puedo saborear de verdad una paz desconocida, tu paz, Señor. Tú enjugaste las lágrimas de mis ojos, me liberaste de la pesadilla de la nada, me pusiste en tu santa Iglesia, donde puedo vivir como resucitado en la pura alegría de estar bajo la mirada del Padre. Amén.

c) Para la contemplación

Os hablaremos de manera breve del salmo que estabais cantando cuando llegamos y diremos alguna palabra de consuelo, en la medida en que podamos, para vuestras almas. ¿Qué estabais, pues, cantando? «He amado al Señor porque escucha el grito de mi oración». No todos pueden decir «amo»; sólo puede decirlo el que haya alcanzado la perfección, el que haya superado el temor servil y esté ahora empapado de espíritu filial. He amado a Dios, el máximo de los bienes deseables, y he aceptado con alegría, por él, mis tribulaciones. El salmista explica después cuáles son: son los dolores de la muerte, los peligros del infierno, la tribulación, cosas que le parecieron amables por el amor que tenía a Dios. He soportado -dice- estas luchas no contra mi voluntad ni a la fuerza ni obligado, sino que he aceptado los trabajos con amor y buena voluntad, sabiendo bien que voy al encuentro de todos los peligros que comporta la piedad, pero que voy bajo la mirada del Señor... He resistido estos tormentos no con mis fuerzas, sino porque invoqué el nombre del Señor. Eso es lo que dice también el apóstol: «En todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rom 8,37). «Vuélvete hacia tu paz, porque el Señor te ha beneficiado» (v 7).

Hay preparada, en efecto, una eterna quietud para los que han combatido rectamente la batalla de esta vida. Ahora bien, esa quietud no se da como recompensa por nuestras acciones, sino que se concede de manera gratuita por Dios, que es munificentísimo, a los que han esperado en él (Basilio Magno, Homilías sobre los salmos, 114, 2.5.8, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Señor, salva mi vida» (v 4).

e) Para la lectura espiritual

Nuestras manos, nuestros labios y nuestro corazón deben abrirse progresivamente para acoger el rostro de Dios. La espera hace más profundo nuestro deseo y, de improviso, nuestras manos abiertas esbozan otro gesto: se unen y nos sorprendemos susurrando y a veces gritando, si nos encontramos en la angustia: «Escucha la voz de mi súplica...». Para realizar la experiencia de Dios es preciso tener el corazón partido, lacerado. Así, para orar en verdad con todo nuestro ser, no podemos evitar ir allí donde nos espera la única fuente de la oración: nuestra espina en la carne. El que ha llegado a su angustia más secreta y a su debilidad más escondida como a la perla preciosa digna de toda búsqueda, ha descubierto también la fuente de la verdadera oración.

Y este camino desemboca necesariamente en nuestra pobreza radical. En este sentido, la oración no se encuentra al cabo de una reflexión o de un sentimiento, sino que surge de lo más profundo de nuestro ser como un grito. El niño grita cuando sufre o tiene hambre, y su grito no es sólo expresión de angustia, sino que es signo de su esperanza, porque, más allá de su desconcierto, entrevé la presencia de su madre, que le responderá. Tal vez el adulto ya no tenga conciencia de esto, pero conserva este grito primordial sepultado en las profundidades de su ser. En el choque con grandes dolores y con grandes alegrías, en medio de sus crisis más dolorosas, las vibraciones de este grito resonarán en su cuerpo y en su corazón.

Dichoso el hombre que se atreve a gritar su sufrimiento a sus hermanos y que se atreve a chillarla como Job ante Dios. Gritará mucho tiempo y orará también gritando. Ahora bien, hay hombres, es preciso reconocerlo, que no quieren, que no son capaces de gritar, y ello a pesar de que en lo más profundo de sí mismos llevan un grito escondido. ¿Cómo volver a encontrar este grito? No es menester ir lejos para buscarlo, puesto que aflora un poco por todas partes y en las circunstancias más humildes de nuestra vida. En vez de espantarnos por estos gritos que resuenan como un desafío, aceptemos decir como aquel viejo monje: «Estoy en el fango y me hundo hasta el cuello, y grito a Dios: ¡Piedad de mí!» (cf. Sal 68,2s). Nuestros gritos no llegan inmediatamente a una profundidad semejante, pero cada uno de ellos va cavando de manera progresiva la tierra de nuestro corazón y abre un paso para liberar las fuentes de la verdadera oración (J. Lafrance, Potenza Bella preghiera, Roma 1982, 23-28, passim; edición española: El poder de la oración, Narcea, Madrid 1982).

Salmo 120
El Señor es tu guardián

«Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno, corno tú y yo somos uno» (Jn 17,11).

Presentación

Esta breve y delicada composición poética de confianza se presenta como el segundo de la serie de los salmos llamados graduales (Sal 119-133) o salmos de las ascensiones, que acompasaban la subida de los fieles a Jerusalén. Según algunos investigadores, el salmo habría servido originariamente como una «plegaria de guerrero» compuesta en una época anterior y entró después a formar parte de este «salterio para peregrinos» a partir del siglo IV a. de C. El salmo se puede dividir en cuatro estrofas de dos versículos cada una:

Aunque simple en apariencia, este salmo presenta en realidad una estructura compleja de acentos que lo convierten en un caso único en todo el salterio.

'Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?

'El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

'No permitirá que resbale tu pie,

tu guardián no duerme; 'no duerme ni reposa el guardián de Israel.

'El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha;

'de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.

'El Señor te guarda de todo mal,

él guarda tu alma;

Bel Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre.

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El Sal 120 podemos leerlo como una expresión de confianza en Dios o como una invitación a abandonarnos en él de una manera ilimitada. La situación que se presenta es genérica. Un hombre que se encuentra en la necesidad levanta los ojos a los montes en busca de ayuda. ¿Se trata de un antiguo guerrero que espera refuerzos de las montañas próximas? ¿O bien se trata de un fiel que levanta sus ojos a los montes que rodean Jerusalén y después, todavía más arriba, al cielo, hasta reconocer la ayuda en Dios creador? ¿Es el interlocutor el mismo orante en un diálogo interior o se trata de una ejecución litúrgica? No hay respuestas a estas preguntas, que, por otra parte, nos permiten entrar a cada uno con mayor facilidad como protagonista en una plegaria tan bella.

La reflexión sobre Dios continúa. El Omnipotente «que hizo el cielo y la tierra» (v. 2) no se encuentra en un monte inaccesible, sino cerca del fiel, para sostenerle a fin de que su pie no tropiece. Más aún, el Señor va siempre

 

como guardián al lado del que se ha puesto en camino. Custodia, en efecto, siempre a su fiel. Son seis veces las que se repite la raíz del verbo «custodiar» en un juego de asonancias y de llamadas que ponen esta certeza precisamente en el centro del salmo: «El Señor te guarda» (v. 5a).

Vela sobre cada uno y salva de los peligros del día y de la noche: las insolaciones o las influencias nefastas de la luna. Protege constantemente la vida de quien se confia a él, desde que sale del seno materno hasta que entra en la tumba, ahora y por siempre. ¿Acaso no es ésta la protección que experimenta ya el pueblo de Israel en el duro camino del desierto hasta la tierra prometida?

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Si el pueblo del Antiguo Testamento había experimentado ya la consoladora certeza de tener la ayuda del Dios del cielo y de la tierra, que, a lo largo del fatigoso camino de la historia, revelaba su presencia de guardián atento y solícito, a los cristianos nos resulta ahora todavía más dulce orar con los acentos confiados de este salmo. Se puede decir que toda la vida humana es un viaje hacia la verdadera patria. También nosotros levantamos confiadamente los ojos al cielo, desde donde el Padre nos ha manifestado a su Hijo, el Enmanuel, al emprender el camino.

Jesús se hace peregrino con nosotros y le ha pedido al Padre que nos guarde del maligno (Jn 17,15), que nos envíe a su Espíritu consolador (Jn 14,16); más aún, él mismo se ha quedado con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20). En consecuencia, recorre todavía nuestras calles explicándonos -mediante su Iglesia- las sagradas Escrituras; se nos da él mismo en alimento como Pan de vida y nos protege de los asaltos del Enemigo, porque con su cruz nos ha salvado para siempre. Preci-

samente, con su sacrificio cruento nos ha hecho a todos los hombres merecedores de ser hijos sobre los que el Padre posa su mirada con amor y a quienes no abandona hasta que les haya llevado a sus moradas eternas.

3. El salmo leído en el hoy a) Para la meditación

Hay siempre en el hombre algún aspecto que le hace frágil, débil, necesitado de protección, y esto surge sobre todo en ciertos momentos de la historia. Vivimos, efectivamente, en una época que, marcada, en primer lugar, por una especie de delirio de omnipotencia en el que parecía estar a cubierto de todo, asegurada contra todo evento, ve ahora a muchas personas de países más afortunados que se encuentran de improviso amenazadas, empobrecidas.

Se trata de la misma situación que suscitó la oración del salmo tantos y tantos siglos antes. Repetirla nos sumerge en una experiencia saludable: hay Uno capaz de «custodiar» al hombre en la vida y en la muerte, capaz de salvarle verdaderamente no sólo de los males contingentes, sino del verdadero mal, que es el pecado. Este nos separa, en efecto, de la amable protección de un Dios que se ha hecho hasta tal punto cargo de nuestra situación que ha venido a compartir nuestra humana peregrinación para ponernos definitivamente a salvo: «Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado» (Jn 17,11).

Así oró Jesús por nosotros, y sabemos que su oración filial siempre es escuchada. Entrando en comunión con él nos guía un buen Pastor que no nos dejará golpear por ningún tipo de sequedad y que hará que nada pueda arrancarnos de su mano. Por eso ha venido a hacerse viajero como nosotros, a darnos su cuerpo como pan que nos guarda para la vida eterna. Por eso podemos levantar

 

los ojos todos los días a lo alto, al cielo, como el mismo Jesús hizo muchas veces orando al Padre, dándole gracias y alabándole porque, por su amor, nos guarda aquel que es para nosotros camino y meta: Jesús, nuestro todo.

  1. Para la oración

    Oh Padre, levantamos los ojos al monte santo al que Jesús, tu Hijo, subió para ofrecer su vida por amor a nosotros. En él encontramos ayuda y fuerza. El nos ha revelado tu nombre santo y nos ha hecho conocer que tú no eres sólo el Dios omnipotente creador del cielo y de la tierra, sino también el Dios cercano. El Enmanuel. El nos ha custodiado en tu nombre y ahora nos confia continuamente a ti para que toda nuestra existencia, desde el nacimiento a su ocaso, esté preservada del mal, hasta que, una vez llegados al término de nuestra peregrinación terrena, contemplemos asombrados de alegría tu rostro.

  2. Para la contemplación

El Señor veló en vida para que nosotros no nos adormeciéramos en la muerte. Sufrió por nosotros el sueño de la muerte mediante el misterio de la Pasión. Pero el sueño del Señor se ha convertido en vela para todo el mundo, dado que la muerte de Cristo ha sacudido de nosotros el sueño de la muerte eterna. Veló también en el sueño de su Pasión, como nos revela él mismo con las palabras de Salomón: «Yo duermo, pero mi corazón vela» (Cant 5,2). De ahí resulta con toda evidencia el misterio de su divinidad y de su humanidad. Durmió en cuanto hombre, pero su divinidad velaba.

Leemos estas palabras a propósito de la divinidad de Cristo: «No duerme ni reposa el guardián de Israel» (Sal 120,4). Es lo mismo que cuando dice: «Yo duermo, pero mi corazón vela»; en efecto, durante el sueño

de su Pasión durmió en cuanto hombre, pero su divinidad visitaba los infiernos para sacar al hombre que allí estaba retenido como prisionero. Nuestro Señor y Salvador quiso visitar de hecho todo lugar y ser misericordioso con todos. Descendió del cielo a la tierra para visitar el mundo; descendió aún de la tierra a los infiernos para llevar a la luz a los que allí estaban prisioneros, según lo que dice el profeta: «A los que habitaban en tierra de sombras una luz les ha brillado» (Is 9,2) (Cromacio de Aquileya, Catequesis al pueblo, Sermón CVI, 1, passim).

  1. Para la vida

    Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

    «El auxilio me viene del Señor» (v 2).

  2. Para la lectura espiritual

La atmósfera espiritual en la que se mueve esta oración es un profundo sentimiento de fe en Dios y un abandono absoluto en sus manos. La Iglesia, peregrina en la tierra, levanta la mirada hacia este monte del templo de Dios que se ha elevado desde la tierra al cielo en Cristo resucitado y ascendido a la derecha del Padre. ¿De dónde le vendrá la ayuda para llegar hasta allí arriba? Ya se siente confortada por la confiada oración del salmo, pero a esta oración se añade la confirmación concreta de la palabra de Cristo, que oró así por su Iglesia al Padre: «No te pido

que los saques del mundo, sino que los defiendas del maligno»

(Jn 17,15). Por otra parte, también nos prometió: «Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16), y aún: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). «Cristo está siempre pre-

sente en su Iglesia, y de modo especial en las acciones litúrgicas» (SC 7). El vigila con su presencia sobre ella, la protege; la vivifica con su Espíritu y custodia a los miembros de su cuerpo místico con su cuerpo y su sangre eucarística para la vida eterna.

«El cristiano ni es el único ni está solo consigo mismo...; en la soledad y en la libertad del cristiano, en su dignidad y respon

 

sabilidad hay otra cosa distinta de él; Otro: Cristo... En todo cristiano revive Cristo, su vida, por así decirlo: primero es niño, después llega por grados a la madurez, hasta que llega plenamente a la mayoría de edad del cristiano... Mi yo está encerrado en Cristo, y debo aprender a amarle como a aquel en quien tengo mi propia consistencia... En él está el receptáculo de mi ser» (R. Guardini).

Releyendo nuestro salmo a la luz de estas consideraciones, que tienen su fundamento en el misterio de la encarnación, comprenderemos también mejor el modo como Cristo nos custodia y nos protege: él se ha construido una habitación en el interior de nuestra vida (cf. Jn 14,23), ha tomado sobre sí el destino de cada uno de nosotros, se ha hecho en nosotros peregrino sobre la tierra: nos conoce más de lo que podemos conocernos nosotros mismos, porque nos conoce en las íntimas profundidades de nuestro ser. Volvamos con espíritu de fe a nosotros mismos: allí encontraremos nuestro auxilio, nuestra protección, porque allí encontraremos a Cristo, el guardián siempre vigilante y «el guardián de nuestras almas» (1 Pe 2,25) (S. Rinaudo, 1 Salmi, preghiera di Cristo e della Chiesa, Leumann [To] 1978, 672-674).

Apocalipsis 15,3-4
¿Quién no te glorificará, Señor?

«El Sector es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones» (Sal 146, 7).

Presentación

Se trata de un himno de alabanza y de victoria compuesto de citas encadenadas del Antiguo Testamento.

No hay, en efecto, palabra del mismo que no se pueda encontrar en la Biblia (cf. Dt 32,4; Sal 86,8ss; 111,2; Am 4,13; Miq 1,11; Sal 11,2; 139,114). Sin embargo, todo el conjunto converge en la formación de un pequeño poema nuevo, armónico y bien estructurado.

3Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente;

justos y verdaderos tus caminos,

¡oh Rey de los siglos!

"¿Quién no temerá, Señor,

y glorificará tu nombre?

Porque tú sólo eres santo,

porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento,

porque tus juicios se hicieron manifiestos.

1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Este himno, que es un canto de liberación, está puesto en labios de los vencedores, esto es, de los que han triunfado sobre las seducciones de la Bestia. El mismo autor le llama «Cántico de Moisés y del Cordero» (Ap 15,3).

Se trata, en efecto, del canto del nuevo Éxodo. Del mismo modo que Moisés había guiado a los israelitas más allá del mar Rojo, así también los que entonan este canto han atravesado el mar de la tribulación y de la persecución. Ahora que están a salvo, volviendo la cara pueden cantar el himno del nuevo Moisés: Cristo, el Cordero inmolado, les ha permitido superar la prueba extrema y derrotar también a la muerte.

El tema del canto es la celebración de Dios por sus obras, y precisamente por sus intervenciones de salvación, que no están relacionadas sólo con los israelitas, sino también con todos aquellos que vendrán a adorar a Dios. En consecuencia, es un canto que anuncia la liberación y la salvación no sólo a la comunidad cristiana, sino también a los pueblos oprimidos todavía y que esperan que se cumpla la justicia de Dios, el Santo que se revela y recibe el nombre de «rey de los siglos», lo que incluye también a todos los pueblos. La afirmación recoge su total trascendencia y le exalta como misterio inaccesible. Sin embargo, precisamente a partir de esta afirmación de «separación» total, se relanza el movimiento de alabanza por parte de todos los pueblos por sus justos juicios.

El movimiento interno de estos versos se vuelve circular; desde las obras se llega a su autor: el Santo; desde él se va a sus manifestaciones gloriosas en sus juicios. Dichosos los que tienen ojos para ver esas obras y corazón para cantar la gloria de Dios, del Cristo vencedor.

2. El cántico leído en el hoy

  1. Para la meditación

    Cantar estos versículos del Apocalipsis el viernes, día que la Iglesia dedica a la memoria del sacrificio cruento de Jesús en la cruz, es entonar una alabanza a la mayor demostración del amor del Padre. La santidad de Dios se ha manifestado en el juicio definitivo emitido contra el pecado, contra el orgullo y contra la rebelión de los que han creído levantarse contra Dios. No es la «Bestia» la que tiene la última palabra sobre la historia humana. El mal, el odio y la mentira han sido derrotados definitivamente por la santidad del amor que, en Cristo, ha llegado y salvado a cada hombre.

    Todos los hombres están llamados a reconocer y a adorar el misterioso designo de Dios. Dichosos nosotros si nos convertimos desde ahora en verdaderos seguidores del Rey de los siglos, que ha derramado su sangre precisamente para hacernos partícipes de su santidad. La gloria de Dios es, en efecto, el hombre vivo, y, como decía san Ireneo, nuestra verdadera vida será precisamente darle gloria eternamente, gozando de la alegría y de la luz de su rostro.

  2. Para la oración

Oh Señor, haznos dignos de entonar con todos los elegidos el canto nuevo que ellos cantan siguiendo al Cordero inmolado y vencedor. Haz que nuestros ojos contemplen en todas tus obras el misterio de salvación que ellas encierran para nosotros. Concédenos recorrer en Cristo el camino santo y justo que conduce a ti, para llegar a glorificar eternamente tu santidad junto con todos los salvados cuando -enjugada toda lágrima- gocemos de la alegría de tu salvación. Amén.

  1. Para la contemplación

    «Hace cosas tan grandes que no se pueden indagar, maravillas que no se pueden contar». Expresamos las obras del poder divino de un modo más verdadero cuando reconocemos que no las podemos explicar; hablamos de ellas de manera más elocuente cuando nos quedamos en silencio, asombrados frente a ellas.

    Nuestra incapacidad para narrar las obras de Dios es tal que la lengua apenas se basta para declarar que sólo callando se puede alabar de manera adecuada lo que no se puede comprender. Por eso dice el salmista: «Alabadle por sus obras poderosas, alabadle según la inmensidad de su grandeza» (Sal 150,2). Alaba a Dios según la inmensidad de su grandeza aquel que se da cuenta de que sucumbe al expresar su alabanza. Diga, por tanto: «Hace cosas tan grandes que no se pueden indagar, maravillas que no se pueden contar»; que no se pueden indagar con la razón, porque son tan grandes por su poder; que no se pueden contar, porque son innumerables. Por eso, las obras divinas que no se pueden explicar con palabras, las presentamos de un modo más elocuente callando y adorando (Gregorio Magno, Moralia IX, 19).

  2. Para la vida

    Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

    «Porque tú solo eres santo» (v 4).

  3. Para la lectura espiritual

Los verdaderos signos de Dios se escriben como el árabe, en sentido opuesto a los de nuestra escritura. Por eso nosotros vemos con tanta frecuencia una tentación para caer en la desesperación allí donde hay una señal de esperanza; una devastación allí donde, en cambio, aunque sea entre lágrimas, aunque sea entre gritos, alguien se adhiere del modo más estrecho posible a la voluntad de Dios, a sus ritmos apremiantes, a su poder. No

 

es, ciertamente, divertido... Pero no lo es tampoco ninguna pasión grande, y mucho menos la de Cristo. Cuando se produce una convergencia de circunstancias que nos hacen tocar una especie de frontera de nuestra resistencia, allí nos cita Dios, que quiere «probar» la verdad de nuestro amor, de nuestra entrega a él... En ese momento es menester que alguien, no importa quién, nos diga: cuidado, el Señor te ama a través de estos acontecimientos que parecen infaustos. Cuando «se cree en el amor», Dios «nos prueba» a través de los caminos por los que nos hace pasar, a fin de que nuestro amor, por muy pobre que sea, se lo «probemos». Esto es algo que pertenece a la sabiduría eterna.

Lo que veo con una claridad incomparable es que la «roca» es el amor y que el amor es indisociable de una profunda alegría; pero ese amor no puede ser más que la misma cruz del Señor. Lo que Dios quiere, a buen seguro, es una fe capaz de glorificar a Dios allí donde él quiere ser glorificado, como quiere serlo (M. Delbrél, Indivisibile amore, Casale Monf. [Al] 1994, 67-70).