Salmo 66
Que nos bendiga el Señor, nuestro Dios

«Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos» (Lc 2,30s).

 

Presentación

Este salmo, aunque se abre con una súplica, se caracteriza por la acción de gracias. El v. 7 ha hecho suponer que se trata de un canto para la cosecha o para la vendimia, tal vez para la fiesta de las chozas... Sin embargo, no es indispensable precisar las circunstancias de esta composición, rica en diferentes aspectos y destinada, a buen seguro, al culto litúrgico.

La actitud de apertura cordial a los otros pueblos —indicados con cuatro términos diferentes— induce a datar el salmo en la época posexílica, cuando Israel, carente ahora de importancia política, interioriza mayormente su fe, orientándose hacia un Reino que no es de este mundo.

2El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
3
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.

4Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.

5Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,

riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.

60h Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.

7La tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor, nuestro Dios.
8Que Dios nos bendiga;
que le teman hasta los confines del orbe.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El salmo se encuentra situado entre dos invocaciones destinadas a obtener la bendición divina (vv. 2.7b-8); sin embargo, su parte central, rebosante de exultación, parece una acción de gracias por la bendición ya obtenida. En realidad, no hay contradicción. La súplica, la alabanza, el deseo de glorificar a Dios por parte de todos los pueblos, la gratitud por los beneficios recibidos y el anhelo de permanecer en la bendición del Señor son movimientos espirituales que brotan espontáneamente uno de otro y cristalizan después en una forma litúrgica que los compone armónicamente.

En este salmo Israel se remite a Dios con humildad: el v 2 retoma el texto de la antigua bendición sacerdotal (Nm 6,23-27), pidiéndola al Señor como una gracia. La motivación de esta súplica tampoco es egoísta: la bendición vivificante dada de lo alto y la luminosa complacencia de YHWH que se posa sobre Israel constituyen un lenguaje comprensible para todos los pueblos. Mirando a Israel, podrán conocer la bondad de Dios, que da a conocer a todos el camino de la salvación.

La antífona responsorial (vv. 4-6) confirma este deseo de la glorificación universal de Dios. La exultación crece porque el beneficio material -recibido por Israel y reconocido por los pueblos- se comprende como signo de una bondad muy grande: YHWH no es el Dios de la cosecha y de la fecundidad que el hombre pueda plegar a sus propios deseos, sino el Juez justo frente al que todos se inclinan en adoración. Es el Señor de la historia, que la conduce según sus designios de benevolencia (v 5).

Israel puede clamar ahora con toda razón que la tierra ha dado su fruto, porque su fruto más maduro es el del conocimiento de Dios, que se convierte en reconocimiento. La bendición de Dios sigue siendo, por tanto, un don que debemos pedir y un don que debemos acoger cada día, con el vivo deseo de dar testimonio del Señor hasta los confines de la tierra, simplemente con nuestra propia vida humilde y agradecida (vv. 7s).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Jesús comparó a menudo el Reino de Dios con una semilla: una realidad humilde que encierra extraordinarias posibilidades de vida. Eligió también imágenes del campo para revelar algo de su propio misterio: él es el grano de trigo que debe morir para dar mucho fruto, él es la cepa de la vid en la que nosotros estamos injertados como sarmientos para tener una mayor fecundidad. En otras parábolas, se identifica con el agricultor que sólo separará el trigo de la cizaña en el momento de la cosecha, y sigue llamando a sus discípulos «obreros de la mies» cuyo dueño es Dios.

Podemos rezar, por consiguiente, este salmo en el corazón de Cristo y de la Iglesia, conscientes de que «ni el que planta ni el que riega son nada; Dios, que hace crecer, es el que cuenta» (1 Cor 3,7). A él le debemos pedir que bendiga el trabajo de todos los que siembran la buena semilla de la Palabra, y pedirle que nos conceda una mies abundante en la conversión de los corazones. Que el Evangelio sea anunciado hasta los confines de la tierra, puesto que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4; cf. v. 3).

Que el Señor nos convierta también a nosotros en colaboradores de la gracia de todo hermano (2 Cor 1,24; cf. v. 5a), de suerte que en el día de su justo juicio podamos presentarle una mies copiosa: «La tierra ha dado su fruto» (v 7). Entonces escucharemos de él -junto con una multitud innumerable- la Palabra definitiva: «¡Venid, benditos de mi Padre!» (Mt 25,34; cf. vv 7s).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Dios nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos, en Cristo, desde antes de la creación del mundo, y nos ha elegido para que seamos ante él santos e inmaculados en el amor (cf. Ef 1,3s). Este es el ilimitado horizonte de nuestra vida; de eternidad a eternidad, podríamos decir parafraseando a san Pablo.

El «mientras tanto» de la historia, encerrada entre estos dos polos del designio divino, ha sido confiado, sin embargo, al compromiso responsable del hombre, en particular al cristiano. Dios, en efecto, no sólo ha hecho brillar su rostro sobre nosotros, sino que nos ha enviado a su Hijo, la imagen del Dios invisible (Col 1,15). En él nos ha señalado el camino que conduce a la plenitud de la vida y nos ha dado la salvación (cf. vv 2s). Nosotros, los que le hemos acogido en la fe, tenemos un tesoro, una buena Noticia para compartir con todos: conocemos cuál es el sentido de la existencia humana, conocemos su final glorioso. Ahora es nuestro rostro el que debe resplandecer con la luz divina, a fin de que muchos, al vernos, se pregunten... La fe se propaga por contagio, ¡y cómo nos gustaría ser portadores de esta feliz «epidemia»!

La exultación de los pueblos, que el Sal 66 entrevé proféticamente, no tiene su motivación en un bienestar universal. Debe ser un compromiso constante del cristiano trabajar por una distribución más equitativa de las riquezas, denunciar la explotación de los pueblos más pobres, hacerse solidario con todos los que sufren; sin embargo, la fuente de su compromiso se encuentra «en lo alto»: es testigo de que Dios es el Juez justo de todas las gentes, el Señor de la historia, y con esa conciencia orienta sus días. Si verdaderamente tenemos esa tensión, la tierra de lo cotidiano dará su fruto, los buenos frutos del Espíritu de Jesús: amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, mansedumbre, dominio de sí (Gál 5,22). Conscientes de nuestra fragilidad, aunque tenaces en nuestro deseo, supliquemos al Señor que nos bendiga todavía y siempre para que sea así.

b) Para la oración

Socórrenos, Señor, con tu misericordia y haznos fecundos en el bien con tu bendición. Que brille en nosotros tu rostro de caridad infinita, de suerte que todos puedan conocerte a ti y al que nos enviaste: Jesucristo. Haznos anunciadores del Evangelio hasta los últimos confines de la tierra, a fin de que cada hombre y cada pueblo alaben tu nombre. Como no podemos recorrer todos los caminos del mundo, que sea anuncio la ofrenda de todo nuestro trabajo y nuestro sufrimiento: es fecunda la semilla que muere...

Y cuando vengas en gloria a juzgar la historia, que esté repleta de fruto -de los buenos frutos del Espíritu-la tierra de nuestra humanidad, del corazón de cada hombre. Señor, danos tu bendición en cada instante: sin ti no podemos hacer nada.

c) Para la contemplación

Todos nosotros somos obreros en el campo del Señor, y debemos atender con prudencia y vigilancia la obra del cultivo espiritual. Si somos constantes en nuestra actividad y cumplimos con esmero los trabajos que debemos ejecutar en el momento oportuno, recogeremos con alegría la mies de las obras santas. En cambio, si por ociosa pereza o por falta de espíritu de iniciativa los descuidamos, nuestro terreno no dará ninguna semilla de buena calidad; es más, se cubrirá de espinas y de hierbas, productos que no hay que guardar en el almacén, sino quemar en el fuego. Ahora bien, este campo, sobre el que desciende como rocío la gracia de Dios, se consolida con la fe, se trabaja con los ayunos, se planta con las limosnas, se fecunda con las oraciones. Las almas deben ser fértiles y deben imitar la fecundidad de los campos, la floridez de las vides, la productividad de las plantas: lo que ha dado la tierra, debe darlo también nuestro corazón, de tal modo que se nos conceda repetir con el profeta: «La tierra ha dado su fruto» (León Magno, Homilía XIV, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Que Dios nos bendiga, que le teman hasta los confines del orbe» (v 8).

e) Para la lectura espiritual

El mundo de Babel es el de las «naciones» que se levantan, periódicamente, las unas contra las otras, el germen de amor ofrecido a Abrahán, acogido por él en la fe y fecundado en la obediencia; es el de un «pueblo» que no nacerá de la carne ni de la sangre, ni de una voluntad humana, sino de Dios. En este pueblo habitarán la justicia y la paz. En Jesucristo ha nacido este pueblo como descendencia según la fe, no según la carne. Sólo Dios conoce a su pueblo en esta humanidad de las naciones, pero cuando este pueblo reconoce a su Dios en su Hijo, se convierte en el Cuerpo de Cristo.

La Iglesia es este Cuerpo, siempre crucificado, en el que ha muerto el amor. Pero ya ha resucitado, y desde ahí se difunde el espíritu de comunión sobre toda carne. El ministerio de comunión confiado a la Iglesia consiste en pasar desde una humanidad de «naciones» a la del «pueblo de Dios». El Espíritu de la Promesa la habita y la hace tender, con paciencia, hacia el día en el que todos los hombres serán «su pueblo y él Dios-con-ellos». Ese día «no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido» (Ap 21,3s) (J. Corbon, Liturgia alla sorgente, Milán 1983, 211; edición española: Liturgia fundamental, Palabra, Madrid 2001).