Salmo 44A-B

Tú eres el más bello
entre los hijos del hombre

«Han llegado las bodas del Cordero. Está engalanada la esposa, vestida de lino puro, brillante» (Ap 19,7s).

 

Presentación

El Sal 44 es un epitalamio real: el escriba de la corte ofrece al rey un canto en el día de sus bodas. El poeta presenta la figura real o idealizada de un rey bello, elegante, victorioso y justo. Está enamorado de una muchacha de estirpe real que la llevan al palacio. Al lado del soberano está la reina madre. El poeta, consciente de su papel en la fiesta, le promete al rey descendientes. La composición se puede dividir así:

– v. 2: introducción del escriba;

– vv. 3-8: alabanza al rey por sus cualidades y funciones; – w. 9-16: descripción de la fiesta de las bodas;

vv. 17-18: votos augurales del poeta.

Se suele aceptar una distribución más sumaria: la primera parte (w. 2-10) se dirige al esposo real; la segunda (vv. 11-18) a la futura reina. Esta es la división acogida por la liturgia. La falta de toda referencia histórica concreta ha hecho que el salmo recibiera desde siempre una interpretación mesiánica que ha encontrado su plena aplicación en clave cristológica.

2Me brota del corazón un poema bello,
recito mis versos a un rey;
mi lengua es ágil pluma de escribano.

3Eres el más bello de los hombres,
en tus labios se derrama la gracia,
el Señor te bendice eternamente.

4Cíñete al flanco la espada, valiente:
es tu gala y tu orgullo;
5cabalga victorioso por la verdad y la justicia,
6tu diestra te enseñe a realizar proezas.
Tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden,
se acobardan los enemigos del rey.

7Tu trono, oh Dios, permanece para siempre,
cetro de rectitud es tu cetro real;
8
has amado la justicia y odiado la impiedad:
por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido
con aceite de júbilo
entre todos tus compañeros.

9A mirra, aloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas
10
Hijas de reyes salen a tu encuentro,
de pie a tu derecha está la reina,
enjoyada con oro de Ofir.

11Escucha, hija, mira: inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
12
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor.

13La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.

14Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
15la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes;
la siguen sus compañeras:
16la traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.

17«A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra».

18Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Un poeta canta un poema nupcial a un rey de Israel cuyo nombre no se precisa. Es bello, elocuente, bendecido por Dios. Tres insignias representan su realeza: la espada, que expresa sus tareas militares; el trono, signo de la dinastía; el cetro, símbolo de la administración de justicia. El rey, revestido con las insignias militares, está llamado a trabajar por la verdad y la justicia; es el digno enviado de Dios, que le ha consagrado entre todos. El escritor sagrado prosigue en este punto la descripción de la escena hablando de las vestiduras reales perfumadas con aromas y del palacio con las paredes revestidas del marfil.

Junto al rey está la reina madre, mientras se introduce a la esposa, a la que se dirige ahora el canto. Se trata de una princesa extranjera y, en consecuencia, se la invita a que olvide su parentela para ser toda del rey, que está enamorado de su belleza. Sus vestidos son también espléndidos y hace su entrada en el palacio con sus jóvenes compañeras. El canto nupcial, construido con esmero y habilidad, se cierra con un último augurio. Es un salmo demasiado bello para ser sólo la descripción de unas bodas humanas, aunque sean principescas.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Los profetas, con una audacia que sólo Dios podía inspirar, habían hablado de la relación de Dios con su pueblo mediante la imagen de unos desposorios (Os 2,16; Ez 16,8ss; Is 62,5). El judaísmo había leído este bello texto lírico como una prefiguración de la alianza que el futuro Mesías debía instaurar, ensanchándola hasta abarcar a los pueblos paganos. La tradición cristiana encuentra plenamente representadas en él las bodas de Cristo con la Iglesia (Mt 9,15; 22,9; Jn 3,29; 2 Cor 11,2; Ef 5,22; Ap 19,9; 21,2). La carta a los Hebreos (1,8s) pone incluso en labios del mismo Dios las palabras del salmo, mientras introduce en el mundo a su Hijo hecho hombre.

La tradición cristiana, siguiendo esta interpretación, se mostró unánime en escuchar el Sal 44 como una revelación del Padre sobre Jesús y sobre la Iglesia. El orante contempla aquí la gloria del esposo, que se transfigura ante su esposa (Mt 17,2.5) y el poder de su reino victorioso sobre el mal; de este modo se vuelve consciente de que la gracia del más bello entre los hijos de los hombres hace a cada bautizado partícipe de la misma bendición que el Padre ha derramado sobre su Hijo amado. Contempla, además, en María, a su prototipo, la plena realización del salmo: el Señor, atraído por su belleza, la hace salir de su pueblo para convertirla en fundadora de una descendencia real en la que, mediante el bautismo, se acoge a cada fiel. La carrera gloriosa del Sol de justicia, iniciada con el canto del Sal 18 en las alabanzas matutinas, encuentra en este salmo su consumación.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

¡Qué regalo poder cantar a Cristo, nuestro Rey, un canto de amor y decirle con todo el corazón: «Eres el más bello de los hombres» (v 3)! La gracia del salterio consiste precisamente en hacernos rebasar los confines de nuestro angosto yo, que no sabría más que decir y repetir sus propias pequeñas preocupaciones. En cambio, nos hace entonar un canto de amor que, escrito hace miles de años, encuentra su plena y alegre verdad referido a Cristo vivo y presente en medio de nosotros, mientras espera que toda la Jerusalén celestial le repita en coro las alabanzas, porque el Padre le ha constituido soberano fuerte y justo, con un dominio sobre todo y sobre todos que nunca tendrá fin. Todo lo que podía ser excesivo para un monarca humano, es insuficiente, sin embargo, para exaltarle, porque en él habita toda la plenitud de la gracia. Es hermoso cantar también a la Iglesia, a María, a toda alma: «Escucha, hija; mira: inclina el oído [...], prendado está el rey de tu belleza» (vv lis).

Y así, dejando de lado nuestras tribulaciones cotidianas, la oración litúrgica nos toma de la mano y nos ofrece la ocasión de abrir nuestros labios para alabar la belleza de Cristo, la belleza de la Iglesia, de la que nosotros mismos formamos parte. Tenemos una gran necesidad de encontrarnos dentro del abrazo amoroso de un Dios que ha venido a tomar como esposa a nuestra naturaleza humana, para hacerla fecunda de eternidad. ¿Acaso no es esto lo que desea nuestro corazón?

b) Para la oración

Señor Jesús, de nuestro corazón brota una palabra bella, una palabra de alabanza dirigida a ti, Rey nuestro. Tú eres el más espléndido entre los hijos de los hombres. En tus labios han florecido las palabras más colmadas de esperanza que jamás hayan sido pronunciadas: tú eres el Bendito para siempre. Avanza, avanza todavía con mansedumbre en defensa de la verdad y de la justicia. Tenemos necesidad de que haya Alguien más fuerte que el mal, que la mentira; alguien capaz de destruir el poder de las tinieblas. En ti ha puesto el Padre su complacencia y te ha ungido con óleo de alegría, porque tú eres y debes seguir siendo el Único, el Amado. Tus vestiduras se mostraron refulgentes, bellísimas, el día de la transfiguración. Gracias por haber llamado a la Iglesia, a María, a toda alma, a la humanidad entera, a hacerse una sola realidad contigo. Haz que, respondiendo a tu invitación, intentemos hacernos cada vez más dignos de tu insondable don. Enséñanos a abandonar todo lo que nos aleja de ti y haznos vivir alabando tu santo nombre.

c) Para la contemplación

En Cristo hay una forma corporal, una forma moral y una forma divina. En la corporal es hermano; en la moral es maestro; en la divina es nuestro Dios. Asumió la forma corporal para llevar a su consumación el misterio; mostró la moral, para proporcionarnos el ejemplo; revelará la divina como premio. Bienaventurado quien ama ahora la forma que se nos ha propuesto como ejemplo. Era un admirador y un amante de esa forma el que decía: «Eres el más bello de los hombres». ¿Quieres saber por qué no hablaba de la forma del cuerpo, sino del corazón; no de la belleza de los miembros, sino del comportamiento? Escucha lo que sigue: «Por tu esplendor y tu belleza, ve, avanza con éxito y reina». Tal vez habría aún duda si no añadiera: «Por la verdad, la mansedumbre y la justicia». Precisamente éstas constituyen tu esplendor y tu belleza, con las que has conquistado el Reino, tú que eres el más bello entre los reyes: la verdad de los discursos, la mansedumbre de los comportamientos, la justicia de los juicios.

Con esta belleza sedujiste fácilmente y sometiste también los corazones de tus enemigos, tú que constituyes verdaderamente todo nuestro deseo. Maravilloso triunfo de la gracia, absolutamente nuevo y bellísimo tipo de victoria, que el enemigo no pierda y no sea condenado a muerte con la fuerza, sino que se convierta al amor por medio de la belleza (Guerrico de Igny, Segundo sermón sobre la natividad de María, n. 2).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Jesús, tú eres el más bello entre los hijos de los hombres» (cf. v 3).

e) Para la lectura espiritual

El Señor, que creó todas las cosas, dijo que las había encontrado bellas y buenas (cf. Gn 1,1-30). Ahora bien, nosotros debemos decir que encontramos bello al Señor. ¡La belleza de Dios! Uno de los temas más entrañables para muchos contemplativos de la antigüedad y también de la Edad Media. ¡El arrebato frente a la belleza de Dios!

¡Contemplar al Señor Jesús! Reconozcamos que son pocas las veces que decimos al Señor: «Señor, ¡qué bello eres!». Quién sabe por qué. A veces sentimos cierta vergüenza de confesar un don que el Señor nos hace, porque en nuestra intimidad sentimos que es verdadera esta belleza del Señor, la sentimos profunda, la sentimos como una belleza tan exhaustiva que no puede haber nada ni nadie tan bello como el Señor. Sin embargo, seguimos estando aún prisioneros de ciertas bellezas efímeras que vemos en las criaturas. Jesús es el más bello de los hijos de los hombres. Jesús es la revelación de la belleza eterna de Dios. Jesús es el sacramento a través del cual la belleza de Dios se convierte en la belleza de sus criaturas.

Es cierto, todo esto tiene su dimensión ascética. Tiene su exigencia sacrificial, su instancia de superación progresiva; sin embargo, todo esto no hace más que definir y caracterizar con una concreción cotidiana nuestra contemplación. ¡Contemplar al Señor! (A. Ballestrero, II mio tiene sei tu Signore, Noci [Ba] 1993, 50s).