Salmo 42

Veré al Dios de mi alegría

«Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

 

Presentación

Este salmo forma un solo canto con el Sal 41, que ya presentamos en los laudes del lunes. Aparece en la tradición textual como distinto del anterior, aunque sin título propio. El contenido es el mismo, así como el ritmo y el estribillo que concluye toda la composición. Podemos subdividirlo en tres secciones:

vv. 1-2: canto de lamentación;

 – vv. 3-4: canto en el templo;

– v. 5: estribillo.

1Hazme justicia, oh Dios,
defiende mi causa contra gente sin piedad,
sálvame del hombre traidor y malvado.

2Tú eres mi Dios y protector,
¿por qué me rechazas?,
por qué voy andando sombrío,
hostigado por mi enemigo?

3Envía tu luz y tu verdad:
que ellas me guíen
y me conduzcan hasta tu monte santo,
hasta tu morada.

4Que yo me acerque al altar de Dios,
al Dios de mi alegría;
que te dé gracias al son de la cítara,
Dios, Dios mío.

5iPor qué te acongojas, alma mía,
por qué te turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El levita exiliado lejos del templo, tras haber pensado de nuevo con nostalgia en los momentos de alegría y de fiesta vividos en presencia de Dios, se dirige ahora directamente a él con una imploración acongojada. Ya no le basta con reflexionar para sus adentros. Ora con fuerza a Dios para que le haga justicia, porque es víctima de gente infiel: los paganos entre los que vive y, sobre todo, los que con engaño le han alejado del templo. El salmista se siente por todo esto rechazado no sólo por los hombres, sino también por el mismo Dios (v 2).

La oración está entremezclada de un lamento (v. 2b, idéntico al v. l lb) y prosigue, todavía más apremiante, con la petición de que Dios envíe al orante la luz y la verdad para que le guíen a su santo monte. Según una antigua creencia oriental, los dioses a menudo iban acompañados, efectivamente, por dos asistentes, que asumen aquí un papel subordinado (sólo son signos de la presencia de Dios): la luz como manifestación de su benevolencia y la verdad-fidelidad entendida como sentencia favorable del derecho sagrado. Se había invocado a Dios, en efecto, como juez: «Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa» (v. 1). Con este recto juicio cambiará la suerte del levita exiliado: podrá volver, por fin, al monte santo, a Sión. Todo se convierte entonces en alegría: se llama a Dios literalmente «alegría de mi felicidad» (v. 4). La oración en el templo y la participación en la liturgia constituyen el momento culminante de este itinerario, que va desde la tristeza del exilio al Dios que hace danzar de alegría.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El Sal 42 se presta con gran facilidad a ser leído en clave cristológica. No por nada la Iglesia pone en labios de Jesús algunos de sus versículos en la liturgia del tiempo de Pasión. Cristo le pide al Padre que le defienda de sus enemigos (vv. 1s) y le lleve desde esta tierra de exilio al cielo, donde él le alabará eternamente con el sacrificio perfecto de sí mismo (vv 3s). Sin embargo, también se puede rezar este salmo como una invocación dirigida al Padre para que haga justicia a la humanidad caída víctima del maligno -el inimicus horno-, que, tras haber sembrado la discordia, hace que los hombres sean inicuos y falaces. De ahí la imploración acongojada que nace del corazón atenazado por tantos reiterados «porqués»: «Envía tu luz y tu verdad» (v. 3).

Jesús es la respuesta a estas profundas expectativas. El declaró, en efecto, que era la Verdad y lo atestiguó pagando con su muerte. El mismo es la Luz que da luz (cf. Jn 8,12; 9) e ilumina el camino hacia el Padre. Sólo en Cristo podremos elevar nuestra plena acción de gracias, en torno al altar de su eterno y santo sacrificio, el que nos ha reconciliado con Dios y nos hace pregustar la alegría de una comunión total con el Padre, Dios de nuestra salvación y de nuestra plena consolación: el v 4, en la traducción de la Vulgata -«Introibo ad altare Dei, ad Deum que laetificat iuventutem meam»- se ha empleado durante siglos como invocación del sacerdote mientras subía los escalones del altar para celebrar el sacrificio eucarístico. Los versículos de este salmo están cargados, por tanto, de una tradición orante que nos sitúa en el corazón de la Iglesia.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Hay situaciones en las que no queda otra alternativa que recurrir a Dios. Es el momento de la prueba, de la traición, en el que no podemos contar con nadie: «Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme» (Sal 40,10). El propio Jesús pasó por esta triste experiencia. A menudo es éste también el tiempo en el que Dios nos parece alejado, ausente; en el que, más aún, su silencio suena como un rechazo, como un abandono incomprensible. Todo cristiano que viva con madurez la experiencia de la fe pasa por la «noche oscura», que no está reservada sólo a los místicos, sino que forma parte del camino normal de profundización en la relación con Dios. Sin embargo, la oración no se apaga en esa oscuridad, sino que, al contrario, brota con una profundidad nueva, antes desconocida.

Se pide la verdad, se pide la luz, porque ya no se puede vivir en las tinieblas de la mentira. «Pedid y se os dará; llamad y se os abrirá», dice el evangelio. Poniendo nuestra confianza incondicionada en la Palabra de Dios, pedimos insistentemente con la certeza de que el Padre responde a sus hijos. La fe se purifica en la espera sufrida y se convierte en lámpara que brilla en la noche; iluminado de este modo, el creyente se adentra por un camino en el que experimenta que Dios es Dios, que sus caminos no son nuestros caminos. Es la condición indispensable para acceder al monte santo de Dios, a la alegría pura de reconocer que sólo Dios basta y que puede pedirle todo a quien ama desde siempre y para siempre.

b) Para la oración

Oh Dios, hazme justicia, defiéndeme de quien intenta alejarme de ti: tú, oh Dios, eres mi fuerza. ¿Por qué me rechazas? ¿Por qué tú también me pareces lejano y no quieres escuchar mis oraciones? Envía a Jesús, tu Hijo, que es la luz verdadera venida a iluminar nuestras tinieblas. Envía a tu Cristo, que es Camino, Verdad y Vida, a fin de que me sirva de guía para retornar del país del exilio a ti, mi meta deseada. Haz que yo llegue al templo santo donde Jesús consuma cada día su sacrificio, única ofrenda pura y perfecta que te alaba dignamente, oh Dios, alegría de mi alegría. Alma mía, no te abatas más, porque el Señor ha acogido en Jesús, tu Salvador y tu Dios, tu oración.

c) Para la contemplación

Oh morada luminosa y espléndida, amo desde siempre tu belleza y el lugar donde habita la gloria de mi Señor. Mi peregrinación suspira por ti; al que me hizo le pido que me posea también a mí en tu interior, porque también me hizo a mí. He andado errante como oveja descarriada, mas espero ser llevada de nuevo a ti sobre los hombros de mi Pastor, de tu Arquitecto; Jerusalén, morada eterna de Dios, que no se olvide de ti mi alma: que, después del amor a Cristo, seas tú mi alegría; que el dulce recuerdo de tu bienaventurado nombre me alivie de la tristeza y de lo que me oprime. Los hijos de Edom, los habitantes de Cedar y las hijas de Babilonia, que no tienen paz, me oprimen, en efecto, demasiado. Se agitan alrededor y desde fuera soplan a la tierra levantando polvo [...].

Pero yo quiero subir paso a paso hacia el altar de Dios, donde se alegrará mi juventud. Entraré en el secreto de mi espíritu e, impulsándome más allá, correré a lo ancho y a lo largo de tu tierra colmada de toda riqueza. Por último, subiré a través de ti hasta mi Dios y al amparo de sus alas encontraré reposo. No tenemos aquí abajo nuestra ciudadanía estable: nuestra patria está en los cielos y de allí esperamos al Señor Jesucristo, que transfigurará nuestro cuerpo miserable para configurarlo con su cuerpo glorioso. Jerusalén santa, te suplico por la caridad de la que eres madre que no te olvides nunca de la Iglesia, que todavía peregrina en la tierra. No te canses de orar por esta parte de ti y sostenla con tu protección, para que obtenga un día la gracia de unirse a ti para siempre (Juan de Fécamp, Confesión teológica III, 23s, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen» (v 3).

e) Para la lectura espiritual

La esperanza es la virtud de quien vive en el tiempo. Ésta se apoya en el pasado para alcanzar el futuro a través de la paciencia del presente. No se trata del optimismo, no se trata de esa fácil actitud en virtud de la cual pensamos que las cosas acabarán siempre arreglándose por sí solas. Más aún, el hecho de tomar conciencia de una incapacidad radical para liberarnos es precisamente también el punto de partida del cristianismo. El hombre pide siempre, en todas partes, desde el fondo de su miseria, la ayuda de quien puede liberarle; allí donde se pronuncia una oración ya está presente la esperanza. Ahora bien, si este recurso a Dios es tan raro entre nosotros, se debe a que requiere una renuncia muy difícil. Preferimos bienes mediocres que podamos procurarnos con nuestras solas fuerzas a bienes que estaríamos obligados a recibir de otros.

La esperanza está hecha de humildad y de confianza. Nos hace salir de nosotros mismos para hacernos reposar en Dios con un acto de abandono heroico. Nuestra vida espiritual empezó el día en que nos resolvimos a descansar en Dios con la totalidad de nuestro peso. La revelación cristiana consiste precisamente en esto: en darnos cuenta de que Dios ha respondido a esta llamada. Lo esencial de las promesas de Dios ya se ha cumplido con la resurrección de Cristo. Todo lo que ya se ha cumplido es una garantía de lo que todavía falta por cumplirse. Esto se aplica asimismo a la vida individual. Aunque hayamos sido muy infieles, Dios sigue siendo fiel y nunca se vuelve atrás de sus promesas. El bautismo es la promesa y el compromiso de Dios. Podemos sustraernos a la gracia del bautismo, pero no podemos dejar de formar parte de los bautizados. La alianza es el amor vinculado al bautismo, a los sacramentos, a la Iglesia. La eucaristía es el sacramento de la alianza y hace a la esperanza inquebrantable.

La esperanza cristiana presupone, pues, que ya hay algo en posesión de la humanidad y de toda alma. Ahora bien, si ya poseemos algo, también seguimos esperando algo. La esperanza es la actitud de los que viven en esta espera. La verdadera esperanza está animada por la caridad; su objeto es propiamente el destino total del mundo y de la humanidad (J. Daniélou, Saggio sul misterio della storia, Brescia 1963, 370-381, passim; edición española: El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 1957).