Salmo 18A

El cielo proclama la gloria de Dios

«La luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre, estaba en el Inundo. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,9.14).

 

Presentación

Los versículos propuestos (w. 2-7) constituyen la primera parte de un salmo cuya unidad de composición debaten todavía los investigadores. Contiene, en efecto, dos temas bien distintos: un himno a la creación (w. 2-7) y un salmo de Torá, es decir, de exaltación de la ley (vv. 8-11); aparece además –como conclusión– una súplica individual (vv. 12-15). A pesar de la aparente disparidad de temas, no resulta difícil intuir la profunda unidad del texto tal como ha llegado hasta nosotros, y que ha sido sabiamente recogida por el gran exégeta rabínico Kimchi (siglos XII-XIII), que afirmaba: «Así como el mundo no se ilumina ni vive más que por obra del sol, así el alma no se desarrolla ni alcanza su plenitud de vida más que a través de la Torá».

2El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus manos:
3el día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra.

4Sin que hablen, sin que pronuncien,
sin que resuene su voz,
5
a toda la tierra alcanza su pregón
y
hasta los límites del orbe su lenguaje.

6AIlí le ha puesto su tienda al sol:
él sale como el esposo de su alcoba,
contento como un héroe, a recorrer su camino.

7Asoma por un extremo del cielo
y su órbita llega al otro extremo:
nada se libra de su calor.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El Sal 18A puede ser llamado «himno al Creador» y se puede subdividir en dos partes: canto de los cielos (vv. 2-5b) y canto del sol (vv. 5c-7). Los cielos están presentados de una manera personificada mientras desarrollan la función de testigos entusiastas de la obra creadora de Dios. A esa acción ininterrumpida corresponde la narración continua del firmamento, concebido por los judíos antiguos como una especie de bóveda, de separación fija del mundo celestial. Entre los elementos cósmicos se transmite una palabra velada y misteriosa, aunque real y continua: en el espacio, entre los cielos y el firmamento, en el tiempo, entre el día y la noche. Es interesante señalar que el salmista emplea muchísimos y diversos términos inherentes a la comunicación, a fin de hacer más eficaz este silencioso decir de los elementos, que también consiguen alcanzar con su palabra los confines del mundo. Se trata, en efecto, de un lenguaje universal, capaz de superar la confusión de Babel. Su mensaje se puede compendiar en una teofanía: revelan la gloria y la acción de Dios.

Entra de improviso en escena otro elemento cósmico: el sol. Este, considerado como una divinidad en las religiones del Próximo Oriente antiguo, está representado como un personaje masculino. Gallardo y vigoroso como un esposo que sale de su tienda nupcial, recorre, fuerte como un campeador, toda la tierra, de un confín al otro, con un movimiento atlético, derramando sobre ella su calor benéfico y vital. Sin embargo, el salmista no lo presenta como una divinidad. El sol es también una criatura; no habla, pero la acción de su calor repite el mensaje universal del cielo y del firmamento. Atraviesa con una fuerza ágil los cielos estáticos y el firmamento, y es sólo una imagen del único Sol verdadero: Dios, del que todo toma la vida.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La liturgia cristiana usó desde sus orígenes la imagen del sol como símbolo de Cristo, de aquel al que los profetas habían designado como «Sol de justicia» (cf. Mal 3,20; Zac 3,8; Is 9,1). Jesús mismo se presentó, en efecto, como luz del mundo (cf. Jn 8,12), como sol que no tiene ocaso en el corazón de los creyentes, los cuales, a su vez, iluminados por Cristo, se convierten en hijos de la luz. Desde esta perspectiva, el Sal 18 está bien situado en las alabanzas matutinas: en el momento en el que la aurora marca en el horizonte el final de la noche, se invita al cristiano a cantar la victoria pascual de Cristo, luz verdadera, que todos los días hace huir las tinieblas del pecado.

Este salmo encuentra, a continuación, un sitio particular en la liturgia del tiempo de Navidad; la Iglesia lo canta, en efecto, para celebrar el misterio del Verbo encarnado, la divina Sabiduría, que ha venido a poner su morada en medio de los hombres. Los Padres ni siquiera vacilaron en ver en la tienda la figura de María, de cuyo seno nació el sol de justicia, mientras un profundo silencio envolvía el mundo sumergido en las tinieblas. De ahí que el Sal 18 tenga un puesto de honor en la noche de Navidad y la antífona que lo introduce dice: «El Señor sale como el esposo de su alcoba».

Por otra parte, podemos cantar este salmo no sólo refiriéndolo a Jesús, sino con Jesús. El, en su vida terrena, nos enseñó, con una admirable variedad de acentos, a recoger en la creación el mensaje que nana la grandeza del Creador. Nadie mejor que él fue capaz de entender la voz del cosmos y transformarla en alabanza perfecta, convirtiéndose a su vez, con todo su ser, en una pura transparencia, en la Palabra plena que expresa el don de amor del Padre al hombre.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

El ser humano está extrañamente ausente de este salmo tan pleno de belleza, de luz y de movimiento. Sin embargo, en los pocos versículos de que está compuesto vuelven muchos vocablos inherentes a la comunicación, a los mensajes, al decir; en una palabra, a todo lo que es prerrogativa típicamente humana.

¿Qué significa esto para nosotros, educados como estamos para considerarnos tan importantes que nos creemos el centro del universo? Karl Barth escribe: «Dios ha dado tal lenguaje a su creación que, al hablar de sí misma, no puede dejar de hablar de él, de Dios».

Tal vez sea esto lo que precisamente también nosotros debamos aprender. Toda la creación es palabra, es voz de alabanza y de gloria para el que la ha creado. Sólo nosotros, los pequeños hombres, somos los que bien pronto nos olvidamos del pensamiento de amor que nos ha llamado a la existencia, y vamos diciendo continuamente palabras que ya no son adecuadas para difundir un mensaje de belleza y esperanza, porque están encerradas en un horizonte complicado y estrecho. Los nuestros son sonidos vacíos que no remiten a otro, mientras que toda criatura grita tácitamente la alabanza de aquel que la ha pensado.

La palabra humana, para ser verdadera, debe volverse antes que nada escucha de la única Palabra que ha venido como Sol a iluminar nuestras tinieblas; entonces se convierte, a su vez, en anuncio libre y agradecido de las grandes obras que Dios ha realizado. La grandeza del hombre está, por otra parte, en su capacidad de interpretar y recoger la voz de los astros para hacerse, a su vez, eco de ella y volver a darla al Creador, «recalentada» por el fuego de su corazón. A esto nos exhorta la liturgia, invitándonos precisamente a hacernos voz de cada criatura.

b) Para la oración

Oh Señor, los cielos proclaman tu gloria; los astros y el cosmos entero son exultación de tu grandeza. Haz humilde y puro nuestro corazón, a fin de que con la sencillez de los pequeños nos pongamos a la escucha de la voz de la creación, que, sin sonidos, sin palabras, canta con acordes admirables la sinfonía de tu amor. Haz que nos demos cuenta de que todo habla de ti, de tu amor; de que todo es, de hecho, signo de tu presencia, y espera, como en un juego maravilloso, que descubramos su belleza oculta. Que el sol que sale por el horizonte cada mañana sea para nosotros la imagen sencilla y familiar de Jesús, verdadera luz enviada por ti para disolver nuestras tinieblas de muerte y hacernos pregustar la alegría de ser en él, para siempre, hijos en el Hijo amado por el que todo vive.

c) Para la contemplación

«Los cielos proclaman la gloria de Dios» (v 2). Puesto que mi alma es un cielo donde vivo esperando la Jerusalén celestial, es preciso que también este cielo cante la gloria del Eterno. Todas las luces, todas las comunicaciones de Dios a mi alma son este «día que transmite el mensaje de su gloria al día» (cf. v 2). «El decreto del Señor es puro -canta el salmista- e ilumina la mirada» (cf. v 9). Por eso, mi fidelidad en corresponder a cada una de sus indicaciones interiores me hace vivir a su luz.

Pero aquí está la dulce maravilla: el alma que, a través de la profundidad de su mirada interior, contempla en todas las cosas a Dios en su simplicidad es un alma «resplandeciente», es «un día que transmite al día el mensaje de su gloria» (Sal 18,3). He aquí una verdad enormemente consoladora. Mis impotencias, mis oscuridades, mis mismas culpas, proclaman la gloria del Eterno. Incluso mis sufrimientos del alma y del cuerpo proclaman la gloria de mi Maestro. David cantaba: «¿Qué ofreceré al Señor por todos los beneficios que he recibido de él? Le ofreceré el cáliz de la salvación» (Sal 115,3s). Sí, quiero tomar este cáliz enrojecido de la sangre de mi Maestro y, en la acción de gracias, mezclar mi sangre con la de la Víctima santa. De suerte que mi sangre adquiera en cierto sentido un valor infinito y pueda rendir al Padre una espléndida alabanza. Entonces mi sufrimiento será un mensaje que transmite la gloria del Eterno (Isabel de la Trinidad, Ultimo retiro de «Laudem gloriae» - séptimo día).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Los cielos proclaman la gloria de Dios» (v 2).

e) Para la lectura espiritual

Por todas partes, incluso en el más perdido de los planetas, tenemos un cielo sobre nosotros. Lo creado nos sobrepasa, está antes de nosotros, estará después de nosotros, y en este sentido posee una «gloria» más imponente que la nuestra. Los hombres somos infinitamente «menos» relevantes: una partícula minúscula, un fragmento insignificante, en absoluto necesario para su carrera. Podíamos no ser, y, sin embargo, aquí estamos. Lo creado, de lo que somos un fragmento, nos envía, por consiguiente, dos mensajes simultáneos: tú no eres el todo, ni eres Aquel que lo ha creado.

El Señor se ha levantado con la bóveda una fortaleza, un baluarte inexpugnable que siempre está de nuevo por encima de nosotros y que nos recuerda: ¡Tú no eres Dios ni eres el todo! Para Dios, la conversión del rebelde que mora en cada uno de nosotros es una cuestión de paciencia, cuestión de una mirada elevada al cielo. «Levantad vuestros ojos a lo alto y mirad: ¿Quién ha creado estas cosas?» (Is 40,26).

Una ojeada será más que suficiente para reinterpelarnos, para hacer desaparecer nuestro orgullo y someternos a la gloria divina, resolviendo toda sorda rebelión y todo monólogo estéril, en la invocación y en la alabanza.

Existe un mudo lenguaje hablado por los cielos que continuamente nos habla de Dios. El cielo, mientras está por encima, atrae y arrebata, ¡y resulta difícil resistir a su tentación! ¡Antes o después alzaremos la mirada, comprenderemos! «Mirarán hacia mí, a quien traspasaron», promete el profeta Zacarías (12,10), y Juan el evangelista, señalando con el dedo al costado desgarrado de Jesús, nos invita, con su misma lógica, a contemplar no la gloria del cielo estrellado, sino aquella otra -infinitamente más pobre y, al mismo tiempo, más majestuosa- del Señor crucificado (Jn 19,37; Ap 1,7), que nos atrae a todos (R. Vignolo, Sillabe preziose, Milán 1997, 28-30).