Filipenses 2,6-11

Jesucristo es el Señor

«Pues ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9).

 

Presentación

El cántico propuesto constituye uno de los más célebres himnos cristológicos de la Iglesia primitiva. Está centrado en un doble movimiento: el abajamiento de Cristo (w. 6-8) y su elevación por parte de Dios Padre (w. 9-11). El acento se ha puesto no tanto en la naturaleza del Hijo de Dios como en su humildad, porque abandona los privilegios de su condición divina y se rebaja no sólo a la humana, sino hasta abrazar la muerte más oprobiosa. Por eso el Padre le exalta y le da el título de Kyrios, Señor del universo.

6Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
7al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
8
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

9Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»,
10de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
11y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

 

1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Pablo indica a los cristianos, en el cántico de la carta a los Filipenses en el que se ha insertado este bellísimo himno cristológico, el camino para aprender la humildad: tener los mismos sentimientos de Cristo. En efecto, la comunidad de Filipos parece lacerada por la rivalidad, el espíritu partidista, los intereses personales. No hay mejor antídoto para estos males que contemplar a Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte. «Cristo, a pesar de su condición divina» (v 6), no consideró esta condición como algo que tuviera que defender a toda costa. Su actitud fue la opuesta a la de Adán: éste, en efecto, no aceptó su condición de criatura e intentó apoderarse de la divina -comiendo el fruto del árbol-, con las trágicas consecuencias que todos conocemos.

Cristo, en cambio, se hace hombre, se somete al Padre tomando el papel del siervo obediente descrito en el capítulo 53 de Isaías. Traspasado por nuestras culpas, cargado con nuestros pecados, cubierto de llagas para sanarnos a nosotros, se ofrece en expiación. Como dice el mismo canto, «después de una vida de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. Le daré un puesto de honor» (Is 53,11 s). Jesús, tras entrar en un vertiginoso movimiento de pérdida de sí mismo por amor, se rebaja cada vez más, hasta abrazar -en obediencia a la voluntad del Padre- la muerte reservada a los malhechores.

La segunda parte del himno muestra cómo responde el Padre a la obediencia del Hijo. Le «exalta» haciéndole sentarse a su derecha (cf. Lc 24,50-53; Hch 1,6-11) y le da «el Nombre» que será revelado finalmente después de que cada hombre se le haya sometido: Jesucristo es el Señor como Dios es el Padre. Su señorío, acompañado de los gestos litúrgicos de la postración y de la profesión de fe, es la suma exaltación a la que el Padre llama al Hijo. Este ha pasado voluntariamente a través de un itinerario de despojamiento y de humillación. Ese es el camino de Cristo. Para el cristiano tampoco puede haber otro más digno y seguro.

 

2. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

El estupendo himno de la carta a los Filipenses, gigantesca parábola que tiene en su punto culminante la cruz de Cristo, constituye una síntesis admirable de la espiritualidad cristiana contemplada a través del misterio del anonadamiento de Jesús. El, Dios de Dios, imagen del rostro del Padre, desciende al nivel humano y, después, todavía más abajo, hasta confundirse con el peor criminal. Más aún, su precipitado descenso no se detiene ni siquiera ante la esclavitud extrema del hombre: la muerte. No huye de ella, sino que la asume en su dimensión más infamante. Entonces es cuando el Padre le exalta y vuelve a darle la gloria de ser nuestro Mesías y Señor, para gloria suya. ¡Qué grande es la humildad de nuestro Dios y Señor Jesucristo!

No somos cristianos si no tenemos en nosotros -como nos advierte san Pablo- sus mismos sentimientos o si, por lo menos, no tenemos la mirada del corazón fija en Jesús, que nos muestra la vía real de su señorío: la humildad, el abajamiento, la obediencia y el sacrificio de nosotros mismos. Siempre está presente en nosotros -en mayor o menor medida- la tentación de Adán, que intentó arrancar la grandeza divina porque creía que ser Dios equivalía a tener poder. Jesús nos muestra que el poder de Dios es el amor, don desmesurado de nosotros mismos a los demás.

Disponernos a vivir la Pascua semanal significa hacer memoria de la muerte y resurrección del Señor, para que su misterio de humildad y de amor, de don y de gracia, se convierta cada vez más en la forma de nuestra existencia cotidiana. Entregándonos, entraremos en la fiesta. Hechos así «no ya siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15), podremos dar testimonio entre los hermanos del resplandor del rostro de Cristo, que vive en nosotros.

b) Para la oración

Señor Jesús, aun siendo Dios, no te apegaste celosamente a tu condición divina, sino que quisiste hacerte como nosotros, «habitantes del límite», enfermos de finitud, destinados a la muerte. Impulsado por un amor desmesurado, viniste a compartir nuestra condición de pecadores, aceptando todo sufrimiento hasta cruzar el oscuro umbral de la muerte. Por esta ilimitada compasión tuya, el Padre -cuyo rostro misericordioso nos has revelado- te exaltó dándote el nombre más alto y noble. Nosotros te reconocemos como nuestro Salvador y Señor de todo el universo. Haz que vivamos toda nuestra existencia bajo el soplo del Espíritu, y contigo, por ti y en ti demos alabanza y gloria al Padre.

c) Para la contemplación

Cristo sufre en todos los suyos desde el comienzo de los siglos. Fue él quien en Abel fue matado por su hermano y en Noé fue escarnecido por su hijo; el que fue peregrino en Abrahán, ofrecido en Isaac, sometido a servidumbre en Jacob, vendido en José, expuesto y expulsado en Moisés, lapidado y segado en los profetas; también fue él el batido por tierra y por mar en los apóstoles, muerto con frecuencia en los variados tormentos de los bienaventurados mártires. Por tanto, también sigue siendo siempre él quien lleva nuestras debilidades y enfermedades, porque precisamente él es el hombre puesto constantemente por nosotros en el sufrimiento y el que es capaz de soportar la enfermedad que nosotros, sin él, ni sabemos ni podemos soportar. Hace esto con su incomprensible amor, el mismo por el que se hizo siervo y no desdeñó humillarse por nosotros hasta la muerte de cruz, a fin de llevar a cabo en nuestro corazón, con una humillación visible, la exaltación celeste que es invisible para nosotros.

Exultemos, por consiguiente, y gloriémonos en él, que nos convirtió en objeto de su lucha y de su victoria, diciendo: «Tened confianza: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Y ahora, Cristo, siempre victorioso, combatirá por nosotros y vencerá en nosotros. Que los oradores posean también sus estudios literarios, los filósofos su sabiduría, los ricos sus riquezas, los reyes sus reinos: nuestra gloria, nuestra posesión y nuestro reino es Cristo. Para nosotros la fuerza está en nuestra misma debilidad, nuestra gloria es el escándalo de la cruz (Paulino de Nola, Cartas XXVIII, 3-6, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Toda lengua proclame: Jesucristo es Señor» (v. 1la).

e) Para la lectura espiritual

Para descubrir la verdadera raíz de la humildad es menester, como siempre, dirigirnos al único Maestro, que es Jesús. El dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). ¿Qué hizo Jesús para ser y considerarse «humilde»?

Una cosa sencillísima: se rebajó, bajó. Pero no de pensamiento o con palabras. No, no; con los hechos! Encontrándose en la condición de Dios, en la gloria, es decir, en la condición en la que no se puede ni desear ni tener nada mejor, bajó; tomó la condición de siervo, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte (cf. Flp 2,6ss). Una vez empezado este descenso vertiginoso de Dios a esclavo, no se detuvo aún; continuó bajando, toda la vida. Se puso de rodillas para lavar los pies a sus apóstoles; dice: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). No se detiene hasta que toca el punto más allá del cual no puede ir ninguna criatura, que es la muerte. Sin embargo, precisamente allí, en el punto extremo de su abajamiento, le alcanza el poder del Padre [...].

Contemplada en este espejo que es Jesús, la humildad se nos presenta, pues, no como una cuestión de sentimientos, es decir, como un sentir de modo bajo de nosotros mismos, sino como una cuestión de hechos, de gestos concretos; no es una cuestión de palabras, sino de realidades, de acciones. La humildad es la disponibilidad a bajar, a hacerse pequeño y a servir a los hermanos; es la voluntad de servicio. Y todo esto hecho por amor, no por otros fines.

En cierto sentido, podemos decir que la humildad es gratuidad, rebajarse sin ningún interés propio o cálculo. La humildad se revela en esto como la hermana gemela de la caridad. Cuando el apóstol dice que la caridad no es «orgullo, ni jactancia. No es grosera [...]» (cf. 1 Cor 13,4), viene a decir que la caridad es humilde y la humildad es caritativa (R. Cantalamessa, Rinnovarsi nello spirito, Roma 1984, 134-137; edición española: Renovarse en el Espíritu, Librería Parroquial de Clavería, México 1985).