Eclesiástico 36,1-5.10-13

No hay Dios fuera de ti, Señor

«Padre nuestro, que estás en los cielos, venga tu Reino» (Mt 6, 9s).

 

Presentación

Esta súplica colectiva –insólita en el libro del Eclesiástico– da voz al momento histórico en el que, según los investigadores, los lágidas de Egipto, conducidos por Escopas, y los seléucidas de Siria, conducidos por Antíoco III el Grande (223-187 a de C.), chocan. Estos son los adversarios y los enemigos de Israel ante los que se implora que Dios manifieste su grandeza y realice los prodigios de un nuevo Exodo, reuniendo a su pueblo disperso.

1Sálvanos, Dios del universo,
infunde tu terror a todas las naciones;
2
amenaza con tu mano al pueblo extranjero,
para que sienta tu poder.

3Como les mostraste tu santidad al castigarnos,
muéstranos así tu gloria castigándolos a ellos:
4para que sepan, como nosotros lo sabemos,
que no hay Dios fuera de ti.

5Renueva los prodigios,
repite los portentos,
exalta tu mano,
robustece tu brazo.

10Reúne a todas las tribus de Jacob
y dales su heredad como antiguamente.

11Ten compasión del pueblo que lleva tu nombre,
de Israel, a quien nombraste tu primogénito;
12ten compasión de tu Ciudad Santa,
de Jerusalén, lugar de tu reposo.

13Llena a Sión de tu majestad,
y al templo de tu gloria.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

El cántico se presenta como una relectura del Éxodo y como una invocación a Dios para que, mediante una nueva epopeya de liberación, lleve a cabo la reunión de los judíos dispersados. En ello se expresa la fe de Ben Sira en el Dios de Israel, el Dios fiel a su «juramento» (v 10) -confirmado por los profetas- de liberar a su pueblo nuevamente esclavo en medio de las naciones paganas.

La situación histórica está considerada en un marco universalista en el que Dios domina (vv. 1-3) y manifiesta su santidad castigando el pecado y la rebelión. Su gloria, que va estrechamente unida a su santidad, hace que el Dios verdadero venza a la idolatría (vv 4s). La oración del pueblo que sufre se vuelve imperativa, para que Dios renueve su magna obra de salvación como en los tiempos del Éxodo (w. 6s). Los judíos sueñan, en efecto, en la restauración de la antigua unidad en la tierra prometida, así como en la reconstrucción de la Ciudad Santa y del templo, signo de la elección y lugar donde se manifiesta la gloria de Dios (vv. 13-16.17-19).

Siguiendo la división propuesta por la liturgia, encontramos en los w. 1-5 una imploración para que Dios -que es en verdad el único y poderoso Señor de todos-, tras haber manifestado su santidad castigando la infidelidad de Israel, muestre ahora su poder ante los pueblos extranjeros, que han sido el instrumento de su castigo. Tras las dos deportaciones que siguieron a la caída de Samaría (721 a. de C.) y de Jerusalén (596-586 a. de C.), una gran parte de los israelitas se encuentran, de hecho, en la diáspora y piden ahora que Dios renueve los prodigios de un nuevo Éxodo, que acceda a reconstruir su nación santa (cf. Ex 19,6), a fin de que todos reconozcan que «que no hay Dios fuera de ti» (v. 4). Este es su único deseo. En los w. 10-13 el tono de la súplica se vuelve más afligido y se pide que Israel regrese victorioso a Jerusalén y Sión brille como lugar en el que mora la gloria de Dios.

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

En el Sal 41 hemos escuchado la voz de un levita exiliado que vuelve a pensar con nostalgia en el templo. En este cántico el tema pasa a ser de individual a decididamente colectivo. Aquí es todo Israel, alejado de la patria, el que invoca piedad. El pueblo se reconoce pecador y justamente castigado desde la tierra de su exilio, pero ahora pide que todos reconozcan la grandeza del verdadero Dios que reúne a sus hijos dispersados. En ambos casos -más allá de las condiciones históricas inmediatas- resulta fácil volver a oír en estas palabras la voz de Cristo y de la Iglesia.

Los acentos que resuenan en el cántico hacen pensar en el deseo de Jesús: que todos sean uno en la creencia de que no hay otro Dios fuera del Padre. Cristo es, en efecto, la mano del Padre elevada sobre las naciones, a fin de que reconozcan su gran poder, la única capaz de reunir a todos en la unidad: el poder del amor que escribió en la cruz su propia página más elevada: «Y yo una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32), y aún: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37).

En él, el Padre ha tenido, en efecto, piedad de su pueblo, de su Ciudad Santa, de Jerusalén, que recuperó verdaderamente el esplendor de su gloria cuando Cristo -splendor paternae gloriae- manifestó, con su muerte y resurrección, la victoria definitiva del amor sobre todo tipo de división, de lejanía y de muerte llevadas a cabo por el pecado.

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Tal vez nunca como en nuestros días se ha encontrado el hombre inmerso en irreductibles paradojas. Se habla, efectivamente, de globalización, se ofrecen medios eficacísimos para eliminar barreras y distancias espacio-temporales; sin embargo, el hombre advierte cada vez más la soledad y la dispersión. Millones de refugiados recorren los caminos del planeta sin encontrar un refugio seguro; miles de personas viven lejos de sus casas sin futuro; la tierra está ensangrentada por guerras absurdas y sin fin para las que no parece haber solución. ¿Qué podemos hacer entonces, sino dejar prorrumpir la invocación: «Sálvanos, Dios del universo» (Eclo 36,1)? Sólo poniéndonos bajo la mirada de Dios, del único Dios verdadero, es posible reconstruir una humanidad que sea verdaderamente tal, humana y fraterna, puesto que sólo reconociendo a Dios el primado que le corresponde, también el hombre encuentra su dignidad inconmensurable.

Corresponde precisamente a los pocos cristianos supervivientes en una sociedad que parece haberse vuelto pagana de nuevo reconstruir la unidad: antes que nada, entre los que reconocen al único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; a continuación, entre los que invocan al Dios de Abrahán y, después, ensanchar poco a poco los horizontes hasta abrazar a toda la humanidad dispersa en una sola familia. Para que esto sea posible, es preciso, no obstante, que el Señor unifique nuestro corazón y lo abra a la acogida de la salvación que él nos ofrece de continuo, haciéndonos participar de la pascua de su Hijo Jesús, que nos hace pasar del egoísmo y del pecado a la libertad del amor oblativo. Sólo así se mostrará el hombre verdaderamente como templo santo de Dios, lugar en el que reposa su gloria.

b) Para la oración

Señor, ten piedad de nosotros; todos tenemos necesidad de tu misericordia: nosotros porque, aun conociéndote, te somos infieles, y los otros porque, ignorándote, está oprimidos por la infelicidad de quien no se siente amado y busca una felicidad efímera a cualquier precio, sacrificando a la misma todo y a todos. Haz que cada hombre reconozca en ti al único Dios verdadero, santo y misericordioso. Renueva para cada uno de nosotros las maravillas de tu salvación, para que tú -que has querido hacerte solidario con la humanidad- seas reconocido en Jesús como el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.

Ten compasión de nuestra dureza de corazón, de nuestra indiferencia, por la que ni siquiera nos damos cuenta del precio que tú mismo pagaste para reunirnos, para hacer de nosotros tu pueblo santo y el lugar donde se manifiesta tu gloria, el templo en el que reposa tu belleza, el fulgor de tu gracia. Haz que todos los cristianos, reunidos en torno a la cruz de Jesús, sean centro visible de unidad para toda la familia humana recompuesta de nuevo bajo tu mirada de Padre.

c) Para la contemplación

Si realmente estás unido al cuerpo de Cristo, todos los otros juntos te asumen en su oración, pidiendo que se cumpla en ti la voluntad del Padre. En consecuencia, no debe ser objeto de poca consideración esta unidad, ni se debe tener en poco una comunión tan sólida en Cristo, en la que una es la voz de todos, y todos unidos en una única fe poseen a Dios en el corazón, le aman con la misma caridad y le gozan ya por una misma esperanza; y todos juntos no piden ni buscan más que una cosa, llaman a una misma puerta de bondad. Para ello nada es más válido, más rico de gracia, más conveniente, que el hecho de que todos sean una sola cosa y que todos velen sobre cada uno, así como que cada uno cuide de todos, a fin de que todos juntos seamos encontrados formando unidad en Cristo.

Precisamente en nombre de esta fe, de esta esperanza y de este amor, nos enseñó que ninguno de los fieles se debe separar de esa unidad. Y es que cada vez que uno de nosotros, aunque esté lejos de los otros y escondido en los lugares más remotos, llama a Dios con el nombre de Padre, se da cuenta de que una gracia tan grande se concede a los individuos no por separado, sino a toda la comunidad de los hombres.

Por consiguiente, que nadie se gloríe diciendo: «Padre mío que estás en los cielos», sino «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mt 6,9), puesto que esa expresión compete sólo a Cristo, del que Dios es Padre de una manera única (Pascasio Radberto, Tratado sobre Mateo, IV, 6).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Sálvanos, Dios del universo» (v. 1 a).

e) Para la lectura espiritual

El cristianismo no es una doctrina, ni un sistema ético, ni un conjunto de ritos, sino un acontecimiento y una historia, la historia de un acción divina en el interior de una historia humana. Desde que Dios entró personalmente en la historia humana, ésta se ha vuelto historia de salvación. Toda la historia del mundo ha cambiado de significado y orientación, y cada hombre vive su vida dentro de la historia de la salvación.

Salvación es lo que lleva al hombre a su definitiva plenitud, a su realización. No pueden fabricarla nuestras energías dentro de nuestra vida efímera y ambigua... La salvación viene de más allá del hombre y va más allá de sus capacidades y de su historia. Con todo, la historia salvífica se realiza dentro de la historia humana, y, en consecuencia, la salvación no es un puro y simple futuro, sino que está ya actuando siempre y en todas partes. El misterio de Dios se ha comunicado y se comunica continuamente, aunque los velos sólo caerán más allá del tiempo; la poderosa y transformadora energía de Dios ha entrado ya en la historia con Cristo... El hombre, en sus actividades de todo tipo, se encuentra continuamente con ofertas de amor por parte de Dios, que ha entrado ahora en nuestra historia. Esta perspectiva nos ayuda a la unificación: nada ni nadie está fuera de la historia de la salvación, ni hay ámbito vital que no esté tocado por el misterio salvífico... La historia humana es una historia cargada de eternidad...

La historia salvífica implica la historia profana, pero con ella aparece también un cierto antagonismo. En el mundo actúa también el pecado, la muerte está siempre al acecho. Nosotros construimos como cristianos nuestra eternidad en esta historia. Más aún, en ella tenemos, en cuanto cristianos, una tarea más, porque tenemos una visión más amplia, más profunda: sabemos que la historia de la salvación procede a través de todos los contrastes, los fracasos y los dolores humanos, sobre los que la cruz proyecta una luz maravillosa. Una vida fracasada, una vida insignificante en el plano humano, no deja de tener valor en el plano de Dios: Dios no cesa de tejer en ella su trama (P. Visentin, «Unitá della storia», en Fraternidad de Emaús, L'unitá nella vita. Antologia per un itinerario spirituale, Bolonia 1991, 32s).