Colosenses 1,3.12-20

En Cristo toda la plenitud

«En el principio existía la Palabra... Todo fue hecho por medio de ella» (cf. Jn 1,1.3).

 

Presentación

San Pablo escribe desde la cárcel una carta a la Iglesia de Colosas, que él no había evangelizado personalmente, pero de la que tiene noticias a través de Epafras, ministro fiel de Cristo. Tras el saludo y la acción de gracias inicial a Dios Padre por la fe, la caridad y la esperanza de la joven comunidad, brota del corazón del apóstol el vigoroso himno cristológico recogido de la liturgia. En él se percibe la preocupación por salvaguardar pura e íntegra la fe de los primeros «neófitos», acechados por muchas ideas filosóficas y religiosas que contrastan con el Evangelio. El tema dominante es, en efecto, Cristo, única realidad para el hombre y Señor absoluto del universo, centro de unidad del cosmos y de la historia.

12Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

13É1 nos ha sacado del dominio de las tinieblas
y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido,
14por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

15ÉI es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura,
16porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por él y para él.

17Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
18Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
El es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

19Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
20
Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.

 

1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El cántico se abre con una acción de gracias. A pesar de las pruebas y los trabajos de la vida (cf. v 11), el cristiano tiene un motivo fundamental por el que alegrarse siempre y estar agradecido a Dios: estaba en las tinieblas, era esclavo del pecado, y se le ha ofrecido la posibilidad de entrar en el Reino de la luz y recibir la herencia de los santos. Esta liberación es el nuevo y definitivo Éxodo llevado a cabo por el mismo Cristo en favor de nosotros. El Hijo unigénito del Padre, al morir por nosotros en la cruz, se ha convertido en el «primogénito» entre muchos hermanos y en la «cabeza» que nos ha abierto la puerta del cielo (cf. v 18). Nuestra misma salvación es un don que tiene el precio de su sangre.

Sin embargo, el himno no se detiene en este aspecto de la redención; dirige, más bien, la mirada a Cristo Señor, considerado en su relación con el Padre, con la Iglesia-humanidad y con todo el universo. Respecto a Dios Padre, Jesús es la imagen, término que no se debe entender en el sentido de «copia desteñida», según la concepción de la filosofía platónica (difundida precisamente en la Iglesia de Colosas), sino en el sentido fuerte de «icono»; en él «habita» -mora de manera estable- la «plenitud» de la gracia y de la divinidad (v 19)

Respecto al universo creado, Jesús es el origen y el fin: nada subsiste fuera de él. El es el centro del que brota todo y en el que todo se sostiene; es la armonía que mantiene unidas las realidades opuestas: el cielo y la tierra, las cosas visibles y las invisibles. Nada se le puede comparar: «Es anterior a todo» en sentido absoluto, sin ninguna excepción. Incluso las criaturas más nobles y hasta los ángeles tienen sólo en él (cf. vv 17.19) su fundamento. Pablo subraya con vigor este primado de Cristo: no reconocerlo significa caer en la idolatría, desconocer la novedad del cristianismo, volver al paganismo.

Respecto al hombre, por último, Jesús es, por así decirlo, un suplemento de gracia y de amor: es el perdón inimaginable que se convierte en creación nueva. En la encarnación acontece, en efecto, el «maravilloso intercambio»: Dios asume nuestra humanidad y nos regala su divinidad. La obra de reconciliación no sólo cancela el pecado, sino que eleva al hombre a la dignidad de hijo de Dios, incluso todavía más: ésta culmina en la libre elección de amor que hace de la Iglesia pecadora la casta esposa de Cristo (cf. Ef 4,22-27).

Todo el designio salvífico se despliega en este himno. Y para comprenderlo bien es menester que nos detengamos en el verbo principal del v 19: «quiso Dios». Todo converge en Cristo y en él encuentra la paz, porque participa de la complacencia del Padre por el Hijo. Nosotros somos y existimos por un acto de pura benevolencia, según las palabras del canto angélico que resonó en el cielo de Belén: «¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!» (Lc 2,13).

 

2. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Este himno nos hace contemplar, cuando el día se dirige al ocaso, los horizontes luminosos del Reino; cuando desciende la oscuridad, reconocemos en la Luz verdadera nuestro magnífico destino. El corazón se nos dilata de gratitud: el Padre nos ha dado a Cristo, y en él todo. Sí, todo está colmado ahora para siempre con la presencia de Cristo, porque toda criatura procede de él, y en él subsiste y encuentra su significado último. Todos pueden alcanzar de él vida en plenitud, vida perenne, puesto que con la sangre de su cruz todo hombre ha sido liberado del poder de las tinieblas y hecho partícipe de la paz de Dios.

Ésta es la verdad de fe que hemos profesado. A su luz se ilumina el día transcurrido con sus fatigas, sus trabajos, el duro impacto con una mentalidad contraria al Evangelio. Tal vez tengamos mucho que perdonar y que hacernos perdonar: sumerjamos lo que hayamos vivido en esta jornada en la sangre de la cruz de Jesús. De ella saldremos reconciliados y capaces de reconciliación, radiantes de una alegría que es la preciosa herencia del pueblo santo en la luz, inefable don del Padre, al que sube nuestra acción de gracias sin fin.

b) Para la oración

Oh Padre, sabemos bien lo que es la tiniebla en el corazón. Conocemos la densa oscuridad que envuelve la vida cuando carece de fe y de Amor. Y no basta para iluminarla el centelleo de «luces artificiales»: imágenes de prestigio, de éxito, de vacía alegría... ¡Cuán diferente, oh Dios, es la luz que nos inunda desde que nos introdujiste en el Reino de tu Hijo! En él hemos conocido tu rostro misericordioso, en él hemos comprendido que todo ser es querido por tu amor, está incluido en un designio en el que todo tiene sentido y finalidad: la finalidad es Cristo.

¡Qué alegría comprender que ya desde ahora estamos en él, precisamente nosotros, enfermos de soledad y de orfandad! Y lo estamos junto con los otros, en la unidad de un solo Cuerpo... Oh Padre, tú nos concedes vivir con amor nuestros días, mirar la historia con esperanza, dirigirnos con fe a la meta del supremo encuentro: te damos gracias sin fin, en el Espíritu de Cristo, nuestra paz.

c) Para la contemplación

Todo ha sido renovado en Cristo. Lo confirma san Pablo cuando escribe: «Si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado» (2 Cor 5,17). Y escribe aún a los llamados al nuevo género de vida, es decir, a la vida del espíritu: «No os acomodéis a los criterios de este mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior, para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12, 2).

Hemos sido renovados en Cristo por la santificación, y hemos vuelto por él y en él a la antigua belleza de la naturaleza que es a imagen de aquel que nos creó. Y fuimos instruidos en vistas a una vida nueva casi desde los primeros elementos: despreciando el pecado y toda habituación al mal, nos despojamos del hombre viejo corrompido por las concupiscencias del error y nos revestimos del hombre nuevo, renovado a imagen de aquel que lo creó. En Cristo se renueva el hombre y se le llama criatura nueva, porque deriva no de una semilla corrompida, sino de la Palabra de Dios viva y eterna. Y para gloria de Dios Padre nos es lícito hablar del Hijo.

Nosotros, los que creemos en él, sabemos con certeza que los hombres fueron plasmados por medio de él para que se configuren con él y tengan en sus almas la belleza luminosa de la naturaleza divina (Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el profeta Isaías IV, 1, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz» (v 12).

e) Para la lectura espiritual

Dios es glorificado en sus santos: en ellos resplandece la belleza inagotable del Altísimo; en ellos Dios vuelve a hablar de sí como amor preferible a todo otro amor. Y, puesto que la riqueza de la caridad eterna es infinita, tampoco tendrán fin sus reflejos posibles: la fantasía y la creatividad de la santidad que se expresan en el martirio no tienen límites, hasta el punto que cada mártir es una nota y un acento nuevo en la sinfonía de alabanza de la Iglesia.

El santo demuestra con la enseñanza irreprochable de su muerte la manera en que la «visión de Dios es la vida del hombre» (san Ireneo: vita hominis visio Dei), es decir, revela de qué manera la vida alimentada por la gracia abre a la existencia humana potencialidades extraordinarias, permitiéndole a la persona la realización plena del deseo del Dios vivo, impreso en lo profundo de su ser. La santidad manifiesta las posibilidades infinitas a las que Dios llama al hombre. Los santos son las figuras de nuestra esperanza: en los santos ya se ha cumplido lo que para nosotros aún no se ha realizado. Ellos son la demostración de que la promesa de Dios no tiene retorno y se realiza a través de la historia humana: a quien es peregrino en el exilio, el santo da testimonio de la belleza de la patria [...]. No conduce de ninguna manera a huir del tiempo presente, sino que, por el contrario, nos ayuda a vivirlo con el espíritu y el corazón de los testigos de la esperanza, que incluso en el dolor presente saben obtener la paz y la libertad del mañana prometido. Y puesto que está siempre viva la tentación de renunciar a la esperanza y perder el sentido que da su valor al camino, la atención constante y siempre nueva hacia los santos tiene para la Iglesia el sentido de volver perdurablemente a dar razón de nuestra esperanza cf. 1 Pe 3,15). En los santos resplandece ya la luz de la meta: llega de ellos el estímulo a creer en la posibilidad humanamente imposible, que sólo Dios puede realizar.

El lugar en el que se experimenta de una manera particular la comunión de los santos en el tiempo y en la eternidad es la oración. Según la ininterrumpida tradición litúrgica de la Iglesia, lo específico de la oración cristiana no es tanto rezar a un Dios como rezar en Dios, dirigiéndonos en el Espíritu por el Hijo al Padre. La oración cristiana es trinitaria: se dirige al Padre, reconociendo en él la fuente de cada don, para expresarle nuestra gratitud y presentarle la invocación. Se lleva a cabo por medio del Hijo hecho hombre, con él y en él, porque es en su diálogo ininterrumpido de amor con el Padre donde nos introduce la gracia bautismal: Cristo es el mediador, el modelo y el «lugar» de la oración cristiana, él que «está siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25) (B. Forte, Piccola introduzione alta fe, Milán 1992, 83-86, passim; edición española: Breve introducción a la fe, San Pablo, Madrid 1994).