1 Pedro 2,21-25a

Cargó con nuestros pecados

«A quien no cometió pecado, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado para que, por medio de él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios» (2 Cor 5,21).

 

Presentación

La Iglesia reza, en el tiempo de cuaresma, este himno de la primera carta de Pedro, en la liturgia de las horas. Se trata de un himno procedente del ambiente litúrgico de la primera comunidad cristiana. Esta es su estructura literaria:

vv. 21-23: Cristo sufriendo, modelo ejemplar en su persona;

– vv. 24-25: significado salvífico de la muerte de Cristo para la humanidad.

El cántico, citando Is 53,5, subraya que los cristianos han sido salvados por el sufrimiento redentor de Jesús.

21Cristo padeció por nosotros,
dejándonos un ejemplo
para que sigamos sus huellas.

22Él no cometió pecado
ni encontraron engaño en su boca;

23
cuando lo insultaban, no devolvía el insulto;
en su pasión no profería amenazas;

al contrario,
se ponía en manos del que juzga justamente.

24Cargado con nuestros pecados, subió al leño
para que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia.

25Sus heridas nos han curado.

 

1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Los versículos propuestos en el cántico forman parte de una exhortación dirigida por el apóstol Pedro no sólo a los esclavos en sentido real, sino a todos los que en la primitiva comunidad cristiana perseguida «soportan por amor a Dios las vejaciones injustas» (cf. 1 Pe 2,19). El apóstol invita a éstos a considerar su condición como una «gracia» a causa de Jesús.

Toda la carta es una relectura de la experiencia de Cristo a partir de la figura del Siervo de YHWH del capítulo 53 de Isaías. Este himno ha sido definido como «una reflexión mística sobre el misterio de la Pasión». Cristo sufre como inocente, por culpa de otros y en favor de otros: «por nosotros». Jesús es el modelo del justo que sufre poniendo su causa en manos de Dios (cf. Jr 11,19s). Jesús suscita en nosotros, que somos culpables, precisamente a través de la asunción libre y amorosa del sufrimiento, una transformación. Ahora estamos llamados a vivir «para la salvación» (cf. v 24), es decir, según la voluntad de Dios: el cristiano es alguien que va detrás de Cristo siguiendo sus huellas, por el camino de la santidad.

En este bellísimo himno vemos reflejada la contemplación plena de amor por la cruz vivida por las primeras comunidades cristianas. Puesto en nuestros labios en el período cuaresmal, es una invitación a recorrer con Jesús la vía dolorosa hacia Jerusalén, para vivir con él la Pascua, que es paso de la muerte a la vida resucitada.

En el centro de la contemplación se encuentra Cristo, presentado como modelo. El es el Inocente, el Santo que como oveja muda fue llevada al matadero: «Y no abrió la boca» (Is 53,7). Es el cordero que se deja inmolar para rescatamos. No cambia mal por mal, para que también le sea posible al discípulo no dejarse vencer por el mal, sino vencer al mal con el bien (cf. Rom 12,21). Cristo le ha confiado al Padre su causa, y sabemos cuál ha sido el desenlace de su aparente derrota.

Otro célebre himno cristológico afirma, en efecto, que, precisamente por su humillación, se le ha dado ahora el «Nombre-sobre-todo-nombre» (Flp 2,9). Su Pasión aconteció por nosotros, por nuestra salvación, para que de su padecer y de su morir brotara la nueva vida: la vida filial.

 

2. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

La actitud del cristiano auténtico parece una locura: el que abraza el Evangelio sigue una lógica que no puede compartir el que vive de una manera mundana. Sólo dejando que el corazón se recree en la escucha de la Palabra, en la participación en la vida sacramental y en la contemplación amorosa de nuestro divino modelo, es como podemos familiarizarnos con «otro» modo de reaccionar frente a las situaciones. No se trata de aceptar la injusticia o de no querer cambiar las cosas.

La palabra del apóstol Pedro nos sugiere cómo movernos en el interior de las inevitables situaciones que -de hecho- tenemos que padecer. Está el modo del que impreca, maldice, protesta, y está el modo del que -mirando a Jesús- consigue intuir un valor también en el sufrimiento. El dolor tiene, en efecto, un sentido, porque Dios mismo ha venido a asumirlo, a compartirlo, a enseñamos cómo proceder para no ser aplastados por él. Jesús -el único Santo e Inocente- nos invita a abrazar el silencio, a creer que no estamos solos en la prueba. El Padre vela sobre nuestro dolor.

Demasiadas veces, al elegir el pecado, nos hemos hecho la ilusión de vivir más plenamente, pero sólo hemos encontrado la muerte. Cristo nos muestra que abrazando la voluntad del Padre, el sufrimiento, aunque en ocasiones sea incomprensible y misterioso, se vuelve fecundo no sólo para nosotros, sino también para los otros. Como cristianos, estamos llamados a completar en nuestro cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1,24), con la certeza de que en él también nuestras llagas se convierten en fuente de salvación y curación para todos.

b) Para la oración

Señor Jesús, tú sufriste por nosotros, dejándonos a ti mismo como altísimo ejemplo. Haz que, aunque sea tímidamente, nos atrevamos día tras día a poner nuestros pasos sobre tus sublimes huellas. Tú, el Inocente, te dejaste condenar como un malhechor. Tú, Palabra eterna, guardaste un silencio colmado de amor incluso frente a los que te torturaban. Concédenos abandonamos contigo y como tú en las manos del Padre, juez justo: nosotros no somos inocentes... Gracias por haberte rebajado hasta hacerte pecado por nuestro amor. Tu Pasión nos comunica integridad de vida y santidad. Besamos con amor tus santas llagas, que dan a nuestro corazón la fuerza y la alegría de amar. Amén.

c) Para la contemplación

Por eso se hizo hombre el Señor, para enseñarnos, a través de lo que hizo y sufrió, el modo de realizar la virtud, a fin de que también nosotros, al verle descender del seno del Padre a la tierra por nuestro interés, subiéramos espontáneamente por nuestra voluntad desde la madre tierra hacia él. Por eso asume una carne, para vivir con los hombres. Por eso asume un alma, para ofrecer su propia alma por sus amigos. Digo amigos no porque ellos sientan afecto por él, sino porque él los ama profundamente. Vino al encuentro de los que le odiaban, siguió a los que le huían y, una vez alcanzados, no les regañó con aspereza, sino que, como un buen médico, les aplicó las terapias. Para hacer eficaz la cura ofreció su divinidad como medicina para el género humano: una medicina muy válida, una medicina muy potente. Y dado que los médicos dicen que los contrarios se curan con los contrarios, a través de la humildad vence a la soberbia.

Él, que era rico por la divinidad, no sólo se humilló a sí mismo y se hizo hombre, sino que se humilló también entre los hombres: «Si le insultaban, no replicaba con insultos; cuando padecía ultrajes, no amenazaba con vengarse» (1 Pe 2,23). Y todo esto lo hacía por voluntad del Padre. Hasta tal punto nos amó Dios Padre que ofreció en rescate a su Hijo unigénito por nosotros. ¡Oh amor insuperable! Pero el Hijo unigénito no se opuso, no contestó la voluntad paterna, dado que él mismo era la voluntad del Padre (Juan Damasceno, Omelie cristologiche e mariane, Roma 1980, 68-70, passim; edición española: Homilías cristológicas y marianas, Ciudad Nueva, Madrid 1996).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Sus heridas nos han curado» (v 25).

e) Para la lectura espiritual

Dios fue en busca del hombre al reino de la perdición. No se contentó con mirar hacia abajo con una mirada de amor, con llamar y atraer al hombre, sino que entró él mismo en su condición. He aquí la existencia de Jesús. La caída del hombre en la nada, determinada por la rebelión contra Dios, y en la que a la criatura no le quedaban más que ruina y desesperación, Jesús la vivió hasta el fondo con el amor de un espíritu vigilante, de una voluntad libre y de un corazón sensible. La aniquilación es tanto más profunda cuanto más grande es aquel que la padece. Nadie murió como murió Cristo, porque él era la misma Vida. Nadie ha sido golpeado por el pecado como él. Nadie experimentó la caída en la pérfida nada como él.

Fue aniquilado realmente. Hubo de sucumbir -aunque era joven-. Su obra se vio truncada en el momento en que habría debido florecer. Sus amigos le fueron arrebatados, y su honor, destruido [...]. Ya no le quedaba nada. Ya no era nada: «un gusano, no un hombre». De este modo, en un sentido impensable, «descendió a los infiernos». Allí el Hijo infinitamente amado por el Padre eterno tocó el abismo absoluto, el fondo del mal, siguiendo adelante hasta aquella nada de la que debería surgir la nueva creación: la recreación del hombre nuevo, del cielo nuevo y de la tierra nueva [...].

Si alguien pregunta: ¿Qué hay, entonces, de cierto? ¿Tan cierto que se le pueda consagrar la vida y la muerte? ¿Tan cierto que se le pueda confiar todo? La respuesta es: el amor de Cristo. Sólo a través de Cristo sabemos que Dios ama perdonando. Más aún, sólo está firme lo que se ha revelado en la cruz: la intención que reina en ella, la fuerza que llena aquel corazón. Es precisamente verdad lo que a menudo se anuncia de una manera tan inadecuada: el corazón de Jesucristo es principio y fin de todo (R. Guardini, II Signore, Milán 1977, 493-495).