Salmo 99

La alegría de los que entran en el templo

«El Señor hace cantar a los redimidos el canto de la victoria» (san Atanasio).

 

Presentación

El salmo se presenta como un himno doxológico destinado a la entronización del Señor. La tradición judía dio a este canto de alabanza el título de «salmo para la tóda'», esto es, para el sacrificio de acción de gracias en el canto litúrgico. Se cantaba cuando el pueblo entraba en el templo para las grandes celebraciones litúrgicas.

La estructura del himno es simple:

– vv. 2-3: invitación a la alabanza dirigida a Israel y a toda la tierra, porque Dios es su creador y pastor;

– vv. 4-5: invitación a que los fieles que desfilan en procesión se asocien a la alabanza por la fidelidad del Dios de la alianza.


1Aclama al Señor, tierra entera,
2servid al Señor con alegría,
entrad en su presencia con vítores.

3Sabed que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño.

4Entrad por sus puertas con acción de gracias,
por sus atrios con himnos,
dándole gracias y bendiciendo su nombre.

5«El Señor es bueno,
su misericordia es eterna,
su fidelidad por todas las edades».

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El breve himno litúrgico de alabanza y de acción de gracias, en su sencillez, presenta tanto las palabras de la revelación bíblica comunes a los salmos de alabanza -a saber: alegría, pueblo, rebaño, nombre del Señor, bondad, misericordia, fidelidad- como los verbos empleados para el culto de Israel: aclamar, servir, reconocer; entrar (por las puertas del templo), alabar, bendecir. La comunidad israelita está invitada a alabar y dar gracias a Dios con el canto de procesión litúrgica en el templo. Ante todo, es común la alegría entre el pueblo, que experimenta la bondad del Señor presente en la vida cotidiana de sus fieles.

La composición del himno se mueve de forma dinámica de lo universal a lo particular. Se pasa de la «tierra», donde vive el hombre, al «pueblo-rebaño» que habita en su «país-redil», para presentar, a continuación, el «templo» donde reside el Señor, centinela vigilante del pueblo. Por otra parte, la atención se dirige a la historia de la salvación que Dios ha trazado con su pueblo, mostrando su presencia providente. Dios formó y eligió a Israel, en el pasado, como criatura predilecta: «Él nos hizo» (v 3a); en el presente, Dios acompaña la vida de la comunidad como a su rebaño e Israel profesa su pertenencia a Dios: «Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (v 3b); en el futuro, la bondad misericordiosa del Señor se manifestará a las naciones que le serán fieles y confiarán sólo en él: «Su fidelidad por todas las edades» (v 5).

El salmista concluye su alabanza al Señor con algunos mandatos que ponen de relieve la firmeza de su fe, la alegría y el entusiasmo religioso: aclamad, servid, entrad en su presencia, sabed, alabad, bendecid (vv. 2-5). Estas benévolas incitaciones brotan de su experiencia de comunión con Dios, y a esta misma experiencia quiere conducir a su comunidad y hacer que permanezca en ella, a fin de que participe de su misma alegría y viva de la misma fe en el Señor.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La tradición cristiana ha releído este salmo sacando a la luz su carácter mesiánico y misionero, invitando a todos los pueblos a entrar en el Reino de Dios y a seguirle como Señor de la vida, creador y salvador. Toda la Iglesia, en efecto, ve a la persona de Cristo en el centro de su acción litúrgica y celebrativa; él es quien abrió las puertas del verdadero templo con su muerte y resurrección y nos hizo partícipes a nosotros, los creyentes, de su cuerpo glorioso. El Padre nos creó y nos eligió como su pueblo, otorgó primero su privilegio a Israel y, después, mostró su benevolencia a todas las naciones.

Es Cristo quien nos salvó con su sangre y nos hizo hermanos suyos e hijos del mismo Pádre. Por eso, toda la comunidad cristiana siente la alegría de servir al Señor con el culto litúrgico, la oración y el servicio al prójimo. Entrar en la casa de Dios para cantar sus alabanzas y bendecir a Dios constituye la medida de la fidelidad a la vocación cristiana. El apóstol Pedro, en su primera carta, ve en la alabanza el fin de la llamada del pueblo de Dios: «Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). En efecto, el cristiano, en la alabanza y en la acción de gracias, se purifica y crece en su vocación filial, que le llama a ser a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). Alabar y bendecir al Señor significa así participar en la misma alabanza que Jesús, el Hijo, eleva al Padre, es reconocer su grandeza y señorío. Alabar y bendecir a Dios es reconocer también la grandeza misma del cristiano, es vivir en la alegría y en el Espíritu entregándonos a los hermanos, como afirma el apóstol: «Dios ama a quien da con alegría» (2 Cor 9,7).

Por eso se expresan con alegría en el salmo la oración de alabanza (tefillá), la oración de acción de gracias (todá) y la oración de bendición (beraká). Y la Iglesia invoca que en esta alegría, alabanza y acción de gracias participe toda la humanidad en la liturgia eterna, cuando Dios sea todo en todos y esté para siempre entre los salvados.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Es iluminadora la meditación realizada por Juan Pablo II sobre este salmo en la catequesis del miércoles 7 de noviembre de 2001, donde afirma: «En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo; el Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad no tiene fin (cf. vv. 3-5).

Tenemos, ante todo, una renovada confesión de fe en el único Dios, como exige el primer mandamiento del Decálogo: "Yo soy el Señor, tu Dios. (...) No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2.3). Y como se repite a menudo en la Biblia: "Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro" (Dt 4,39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación, expresada a través de la llamada "fórmula del pacto", de la certeza que Israel tiene de la elección divina: "Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño" (v 3). Es una certeza que los fieles del nuevo pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas conduce a las praderas eternas del cielo (cf. 1 Pe 2,25).

Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado por nuestro salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el salterio: la bondad, el amor misericordioso (hésed) y la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo y expresan un vínculo que no se romperá jamás dentro del flujo de las generaciones, a pesar del río fangoso de los pecados, las rebeliones y las infidelidades humanas. Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias>) (Juan Pablo II).

b) Para la oración

Señor Jesucristo, en tu infinita misericordia, nos hiciste y elegiste desde siempre y nosotros somos tu pueblo, el rebaño que apacientas y que conduces con amor a aguas tranquilas. Haz que entremos por las puertas de tu templo con himnos de acción de gracias y cantos de alabanza. Concédenos a todos responder a tanto amor y tanta bondad con un servicio vivido con alegría y sentirnos felices cuando nos dedicamos a nuestros hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados de ayuda. Tu fidelidad dura por siempre; haz que podamos bendecir y alabar siempre tu nombre glorioso. Asístenos con tu Espíritu de discernimiento y de fortaleza ante las pruebas de la vida, porque queremos servirte con alegría y darte gracias mientras esperamos el día en el que te cantaremos el himno en el cielo, a ti, que eres nuestro Rey crucificado y glorioso.

c) Para la contemplación

Este salmo nos ordena aclamar a Dios; a esto nos exhorta. Y su exhortación no se dirige a un solo rincón de la tierra o a una sola región o reagrupamiento de personas. Ahora bien, sabiendo que ha esparcido por todas partes las semillas de la bendición, exige la aclamación de todas partes. ¿Qué es entonces este «aclamar»? El salmista nos pide que prestemos una gran atención a esta palabra. Es, en verdad, algo notable, algo que, si la comprendemos, nos hace felices. Que el Señor, nuestro Dios, que constituye la bienaventuranza de los hombres, me conceda, por tanto, la gracia de comprender lo que tengo que deciros, y a vosotros, la gracia de comprender las palabras que escucharéis.

«Dichoso el pueblo que comprende el júbilo.» Corramos a esta bienaventuranza; comprendamos el júbilo. No lo manifestemos sin haberlo comprendido. ¿Qué representaría, en efecto, ponernos a aclamar obedeciendo al salmo que dice: «Aclama al Señor, tierra entera», si no lo comprendemos? ¿Si sólo aclamara nuestra voz y no lo hiciera nuestro corazón?

La voz del corazón es, en efecto, la cognición de la mente. El que proclama su júbilo aclamando no pronuncia palabras, sino que emite sonidos que expresan alegría, sin palabras. El júbilo es la voz de un corazón inundado por la alegría, de un corazón que, en la medida en que puede, quiere manifestar sus sentimientos, aunque sea sin comprender su significado. El hombre que es presa de la alegría se pone a exultar; de las palabras que no consigue decir ni comprender pasa a gritos de exultación en los que ya no hay palabras. Por los sonidos que emite se ve muy bien que está contento, pero también que, abrumado por la alegría, no consigue decir con palabras aquello que le hace gozar (Agustín de Hipona, Esposizioni sui salmi, 3, Cittá Nuova, Roma 1976, pp. 451-453. Existe edición española en la BAC).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«El Señor es bueno, su misericordia es eterna» (v 5).

e) Para la lectura espiritual

Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Por último, el mismo que prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20), está presente cuando la Iglesia suplica y canta salmos.

Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa, la Iglesia, que lnvoq :" a su Señor y por él tributa culto al Padre eterno.

Con razón, entonces, se considera la liturgia con. nv del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público integro.

En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia (Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium, n. 7).