Salmo 45

Dios, refugio y fuerza de su pueblo

((Se llamará Emmanuel, que significa "Dios-con-nosotros"» (Mt 1,23).

 

Presentación

Este salmo está colocado entre los cánticos de Sión, que celebran la presencia divina en el espacio sagrado de la ciudad santa (cf. Sal 47; 75; 83; 86; 121). Se trata de un himno de alabanza a Sión de alcance escatológico y que debió de tener más bien su origen en alguna celebración litúrgica anual dedicada a la presencia victoriosa del Señor, «nuestro refugio y nuestra fuerza», entre el pueblo, y no en un acontecimiento histórico. Se le ha llamado el «canto del Emmanuel» (vv. 2.8.12). Sólo en la esfera de Dios puede encontrarse la estabilidad, que proporciona paz y serenidad.

La estructura del salmo está determinada por el estribillo que se repite en varias ocasiones: «El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob» (w. 8.12), que divide el himno en tres partes:

vv. 2-4: confianza en Dios por la tormenta cósmica que se abate sobre el monte de Sión;

vv. 5-8: exaltación de Jerusalén, lugar de fecundidad y de todo bien por ser la morada de Dios;

vv. 9-12: visión de paz realizada por Dios con obras grandes, como la eliminación de las guerras.

 

2Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,
poderoso defensor en el peligro.
3Por eso no tememos aunque tiemble la tierra
y los montes se desplomen en el mar.
4Que hiervan y bramen sus olas,
que sacudan a los montes con su furia:
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

5El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios,
el Altísimo consagra su morada.
6Teniendo a Dios en medio, no vacila;
Dios la socorre al despuntar la aurora.

7Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan,
pero él lanza su trueno y se tambalea la tierra.
8El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

9Venid a ver las obras del Señor,
las maravillas que hace en la tierra:
10
Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
rompe los arcos, quiebra las lanzas,
prende fuego a los escudos.

11«Rendíos, reconoced que yo soy Dios:
más alto que los pueblos, más alto que la tierra».
12El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El lenguaje cósmico-apocalíptico nos ayuda a ver la ciudad santa como lugar de la habitación de Dios y seguridad para sus fieles. La primera parte (vv 2-4) describe la ciudad sacudida por terribles trastornos de la tierra y del mar, flagelada por el terremoto y por grandes aluviones, imágenes cósmicas que describen el asalto de las naciones enemigas. Pero, al mismo tiempo, la ciudad está tocada por Dios con su mano, y Dios se muestra como un refugio y una ayuda para sus habitantes, que permanecen confiados en el Señor, que habita en Sión.

La segunda parte (w 5-8) describe Sión como roca inexpugnable y ciudad llena de fuerza, de fecundidad y estabilidad por la presencia del Emmanuel, «Dios-con-nosotros», sede de la paz y ambiente paradisíaco de vida: «Teniendo a Dios en medio, no vacila; Dios la socorre al despuntar la aurora» (v. 6; cf. Gn 2,8-14). Cualquier intento de las fuerzas ocultas y tempestuosas del mal, dispuestas a subvertir esta ciudad y a contaminar la fuente santa de las aguas que brotan del templo del Señor, será un intento vano: «Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan, pero él lanza su trueno y se tambalea la tierra. El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob» (w. 7ss; cf. Ez 47).

La visión de paz de la tercera parte (w 9-11) es una invitación dirigida por el orante a todos los pueblos para que constaten las grandes obras de Dios, que se concretan en la destrucción de todas las armas y en el fin de todas las guerras. Es el salmista quien celebra la esperanza de un mundo mejor gracias a la acción eficaz de Dios: «Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos» (v 10; cf. Is 2,4). Ciertamente, la acción de Dios no tiene por objeto a las personas, sino los instrumentos del mal, que contaminan los ánimos y hieren las conciencias. En conclusión, todos los hombres deben reconocer que el Señor es el único Dios, «más alto que los pueblos, más alto que la tierra» (v 11), y que toda persona debe responder a Dios haciendo el bien. El nos traerá la paz, la comunión entre todas las naciones, y entonces el Señor acompañará siempre a la humanidad en su camino.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Este salmo, como ya hicieron los Padres, puede ser leído tanto en clave cristológica como en clave eclesiológica. A la luz de Cristo podemos decir que él es el personaje que celebra el salmo, él es quien reside en la ciudad santa, o sea, en la Iglesia. Gregorio de Nisa veía en este salmo el anuncio de la venida de Cristo y su presencia entre nosotros, a pesar de la agitación de los pueblos.

San Agustín comentaba: «Mientras los montes se agitan, mientras el mar se enfurece, Dios no abandona a su ciudad por medio de la crecida del río. ¿Qué es esta crecida del río? Es aquella inundación del Espíritu Santo de la que decía el Señor: "Si alguien tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura: de su seno brotarán ríos de agua viva" [...]. Hazte pequeño, niño, como los niños en brazos de sus padres. Los que son acogidos son alimentados. ¿Crees, pues, que Dios te toma del mismo modo que tu madre te tomó de niño? No es así: Dios te toma para la eternidad (cf. Sal 27,10)».

La relectura eclesiológica del salmo ve en la ciudad alegrada por el «correr de las acequias» (v. 5) a la Iglesia, que está marcada por el río del bautismo y cuyas aguas son los distintos dones espirituales y los carismas con los que la ha enriquecido el Señor, y que son un elemento de fecundidad y de vida. Así, la Iglesia, viviendo con humildad y sencillez su vocación entre la gente, será lugar de paz y de reconciliación, como afirmaba san Agustín: «Cuando alguien sabe que no es nada en sí mismo y no cuenta con su propia ayuda, ve que sus armas están destrozadas y cesan las guerras. Esas guerras han sido destruidas, en efecto, por la voz del Altísimo bajada de las nubes santas, a cuyo sonido la tierra se vio sacudida y los reinos se inclinaron; ha hecho desaparecer estas guerras hasta los confines de la tierra. El fuego con el que han sido quemadas todas estas cosas es aquel del que dice el Señor: «He venido a traer fuego sobre la tierra» (Lc 12,49). Al arder este fuego, no quedará en nosotros arma alguna de impiedad». La Iglesia, peregrina en el tiempo y probada por las distintas tempestades de la vida, ha sido invitada a confiar únicamente en aquel que dijo: «Soy yo, no temáis» (Jn 6,20).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

El estribillo del salmo nos ofrece el motivo de la meditación: «El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob» (vv. 8.12). La Iglesia a lo largo de su historia, como antes el pueblo de Israel, realizó la experiencia de esta verdad, es decir, de la morada de Dios y de su presencia en el corazón de la comunidad y de todo creyente. Jesús presenta el tema de la presencia de Dios en la vida del discípulo con estas palabras: «El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él» (Jn 14,23).

Sólo el que ama está en condiciones de observar la Palabra de Jesús y de acoger su manifestación espiritual e interior. Y quien observa esta Palabra, es decir, sus mandamientos, será amado por él y por el Padre. Más aún, el que demuestre amor a Jesús recibirá en su intimidad su presencia: Jesús habitará en su corazón junto al Padre y al Espíritu. Habrá así una sola manifestación en el Señor, y será espiritual; ésta se identifica con la presencia de Cristo en el alma de quien vive en conformidad con la Palabra.

Esta presencia interior de Jesús constituye la escatología realizada entre Dios y los hombres. La inhabitación de la Trinidad en nosotros está condicionada así no tanto por Dios, sino por nosotros mismos: amar a Jesús y observar su Palabra. Estas dos condiciones se reducen también a una, porque quien practica los mandamientos ama al Señor. Amar a Jesús es, por tanto, vivir como él dijo e hizo.

Las palabras de Pablo subrayan una gran verdad de la vida espiritual: la experiencia cristiana acontece de una manera íntima y estable en lo secreto de la persona a través de la acción interior del Espíritu Santo (cf. Rom 5,5).

También san Agustín subraya el aspecto trinitario de esta presencia divina cuando dice: «También el Espíritu Santo, junto con el Padre y el Hijo, fija su morada en los fieles, dentro de ellos, como Dios en su templo. Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos: vienen a nosotros socorriéndonos, nosotros vamos a ellos obedeciendo; vienen a nosotros iluminándonos, nosotros vamos a ellos contemplándolos; vienen a nosotros llenándonos de su presencia, nosotros acogiéndolos».

b) Para la oración

Señor, Dios nuestro, refugio y fuerza en las dificultades de nuestra vida cristiana, tú que venciste a las fuerzas del mal con la victoria de la cruz, destroza los arcos y rompe las cadenas del egoísmo humano y haz crecer en nosotros el amor que nos has traído con la Palabra y con la vida, y que nos has dejado como signo distintivo del cristiano. Tú tuviste compasión de las muchedumbres que estaban como ovejas sin pastor y sacrificaste tu tranquilidad para ofrecemos a todos nosotros tu enseñanza. Da siempre a tu Iglesia personas capaces de rechazar toda componenda y alianzas equívocas; danos personas capaces de encamar tu mandamiento de amor, de vivir unidas a ti y de ayudar a cada hombre, especialmente a los más débiles y menesterosos, a caminar detrás de ti, el único maestro que puede ofrecemos una verdad que dura para siempre.

c) Para la contemplación

«Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta» (Sal 121,2). Con esto se pretende demostrar que no se habla de una ciudad terrena, sino espiritual, pues la visión de paz interior está constituida por la reunión de ciudadanos santos, mientras que esta tierra de paso está golpeada por los azotes, por las pruebas, y sus piedras son descuartizadas a diario. La Iglesia santa es una ciudad destinada a reinar en el cielo, pero todavía sufre en la tierra. Pedro dice a sus ciudadanos: «También vosotros sois empleados como piedras vivas» (1 Pe 2,5; cf. 1 Cor 3,9).

Esta ciudad ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio, una piedra soporta a la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo» (Gal 6,2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: «La caridad es la ley en su plenitud» (Rom 13,10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente.

Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor: él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el apóstol: «Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1 Cor 3,11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo ninguna culpa que sea necesario soportar (Gregorio Magno, «Homilías sobre Ezequiel», II, 1, 5, en CCL 142, 210-212).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro» (v 2).

e) Para la lectura espiritual

El Sal 46 repite como una especie de estribillo: «El Señor del universo está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob». Que Dios es el Señor del universo es algo obvio, pero que el Señor del universo sea el Dios de Jacob, el Dios de un pequeño pueblo, es algo que sorprende. En esto consiste la maravilla de Israel. Maravilla y confianza: el Señor del universo se aproxima para ser nuestro refugio, como una fortaleza inexpugnable; por tanto, no hay que tener miedo alguno.

El tema principal del salmo es precisamente la victoria sobre el miedo: «Por eso no tememos aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar» (v. 3). Sí, aunque tiemble toda la tierra, siempre queda un punto firme: en él puedo refugiarme. El punto firme es Dios. Y aunque nos asalten enemigos poderosos, no debemos temer: «Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan, pero él lanza su trueno y se tambalea la tierra» (v. 7). Al salmista le bastan cuatro verbos para describir el inútil asalto de los hombres y la rapidísima victoria de Dios.

Ahora bien, el Señor del universo no es sólo un refugio, ni únicamente un Dios que vence en todas las batallas. Es también un Dios que quiere hacer cesar las guerras. El salmista nos invita a poner una atención particular en este segundo motivo: «Venid a ver las obras del Señor» (v. 9).

¿Qué es eso tan importante que tenemos que ver? Helo aquí: el Señor, que «pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos» (v. 10). Dios no destruye las armas de los enemigos para bendecir las armas de los amigos. Dios destruye las armas como tales. Ya no hay sitio para la guerra. Esta debe desaparecer en el plan de Dios. Con todo, hay una condición, y esta condición corresponde a los hombres: «Reconoced que yo soy Dios» (v. 11). Son las idolatrías las que hacen estallar las guerras, y el reconocimiento del único Dios las hace cesar.

No sólo el salmista, pues también Jesús recomendó a sus discípulos no dejarse abrumar por el miedo: «Que no se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1). El miedo parece provenir siempre del exterior, pero si entra en nuestro corazón es únicamente porque encuentra en él un punto de apoyo. El miedo entra en lo profundo si puede chantajearnos, si algo nos importa más que Dios (B. Maggioni, Davanti a Dio. 1 salmi 1-75, Vita e Pensiero, Milán 2001, pp. 143).