Salmo 40

Oración de un enfermo abandonado
por sus amigos

«Uno de vosotros me traicionará, uno que come conmigo» (c f. Mc 14,18).

 

Presentación

Este salmo, antiguo en su composición, vuelve a plantear el tema de la retribución, en el que el pecado y la enfermedad están íntimamente ligados, aunque también se encuentra marcado por una vigorosa esperanza del perdón de Dios.

Un enfermo, presa de una grave enfermedad, es traicionado por sus amigos. El fiel, enfermo y atormentado por la tristeza, experimenta asimismo la proximidad del Señor, que se vuelve fuerza, sostén, fuente de perdón y de serenidad para él.

Se emplea en este salmo un doble género literario: la primera parte es un canto de acción de gracias (w. 2-4); la segunda es una súplica individual (w. 5-13).

La estructura del salmo es tripartita:

- vv. 2-4: bienaventuranza hímnico-sapiencial de quien cura al débil;

- vv. 5-10: súplica de perdón del orante y lamento dirigido contra los amigos y los enemigos;

- vv. 11-13: proclamación de esperanza en Dios, que vuelve a dar la vida con el perdón;

- v. 14: añadido conclusivo del primero de los cinco libros del salterio hebreo (Sal 1-40).

 

2Dichoso el que cuida del pobre y desvalido;
en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor.
 3El Señor lo guarda y lo conserva en vida,
para que sea dichoso en la tierra,
y no lo entrega a la saña de sus enemigos.
4El Señor lo sostendrá en el lecho del dolor,
calmará los dolores de su enfermedad.

5Yo dije: «Señor, ten misericordia,
sáname, porque he pecado contra ti».
6Mis enemigos me desean lo peor:
«A ver si se muere y se acaba su apellido».
7El que viene a verme habla con fingimiento,
disimula su mala intención
y, cuando sale afuera, la dice.
8Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí,
hacen cálculos siniestros:
9
«Padece un mal sin remedio,
se acostó para no levantarse».
10
Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba,
que compartía mi pan,
es el primero en traicionarme.

11Pero tú, Señor, apiádate de mí,
haz que pueda levantarme,
para que yo les dé su merecido.

12En esto conozco que me amas:
en que mi enemigo no triunfa sobre mí.
13
A mí, en cambio, me conservas la salud,
me mantienes siempre en tu presencia.

14Bendito el Señor, Dios de Israel,
ahora y por siempre. Amén, amén.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

La bienaventuranza inicial dirigida al que cuida al pobre y al desvalido (v 2) deja su sitio a la descripción de un israelita que, en la enfermedad, ha pasado por la experiencia de verse abandonado por todos, amigos y enemigos. Invoca la curación a Dios y la obtiene con la confesión de su pecado: «Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti» (v 5).

Una vez recuperada la salud, recuerda sus horas de sufrimiento. El enfermo estaba clavado en su lecho de dolor y los que vienen a visitarle realizan comentarios malévolos y secretos. El infeliz es incapaz de actuar y vive sumergido en el miedo.

Con todo, no describe sus sufrimientos, sino que se limita a mirar lo que pasa a su alrededor: «El que viene a verme habla con fingimiento, disimula su mala intención y, cuando sale afuera, la dice. Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí, hacen cálculos siniestros: "Padece un mal sin remedio, se acostó para no levantarse"» (vv. 7-9). Hasta su amigo predilecto, llamado en el original hebreo «el hombre de mi paz», que tantas veces se había sentado a la mesa del orante con una relación de intimidad, le ha dejado solo: «Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme» (v 10).

Todos, parientes, amigos y enemigos, hablan mal de su corazón malo e insincero, y en secreto le desean al enfermo la muerte. Los sentimientos de intimidad propio de la amistad han sido traicionados para salvar sólo el exterior, la fachada y el interés personal. Su única esperanza sigue siendo el Señor. Y Dios, con una serie de acciones en favor del enfermo, le vuelve a dar la vida al pobre que le invoca.

Las palabras del orante son sencillas y acongojadas: «Apiádate de mí, haz que pueda levantarme... me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia» (vv. 11ss). La fidelidad y el amor de Dios con el pobre, abandonado por todos, le llenan de verdadera alegría, la alegría que da la proximidad y la presencia del Señor en el templo: «A mí, en cambio, me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia» (v. 13). Todo el que haya practicado la misericordia con el pobre se salvará y el Señor le amará en todas sus necesidades físicas y espirituales.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El v 10 de este salmo, sobre la traición de un amigo, ha sido leído, desde los tiempos de los Padres de la Iglesia, en referencia a la traición de Judas a Jesús en el marco de la última cena con los discípulos (cf. Mc 14,18). El evangelio de Juan recuerda este episodio con las mismas palabras del salmo: «El que come mi pan se ha vuelto contra mí» (Jn 13,18).

A la luz de estas referencias, no resulta difícil releer el salmo viendo en el pobre, abandonado por amigos y enemigos, a la persona de Jesús, traicionado y abandonado por los suyos. El experimentó la tristeza de ser traicionado por un amigo (cf. Mc 14,27-31; Mt 26,30-35; Lc 22,47-53; Jn 18,2-11). Jesús no paga la ingratitud con la venganza, sino con el amor al enemigo y con la oración de confianza en el Padre: «Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. De este modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,44).

También podemos realizar la lectura del salmo en clave cristiana, aplicándolo al individuo fiel que puede pasar por la experiencia del pecado, pero que tiene siempre la esperanza de ser perdonado por el Señor, cada vez que recurra a él con confianza y sinceridad de corazón. El salmista dice: «Dichoso el que cuida del pobre y desvalido» (v. 2). Quien tiene a Dios en su corazón y vive en la caridad lo ve todo con los ojos del corazón. Habita en el amor y Dios habitará en él; mora en el amor y el amor morará en él. Esta es la verdadera garantía para vivir en comunión con el Señor, sabiendo que «Dios es amor» (1 Jn 4,8) y que quien permanece en él da frutos de vida eterna; sabiendo que Dios es misericordia y por eso ha proclamado el Hijo: «Bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán misericordia» (Mt 5,7).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Nos encontramos ante un texto clásico de la meditación cristiana. El pecador ha reconocido su pecado, ha expresado su arrepentimiento ante su Dios y todo el amor y la confianza en su Señor. Y ahora Jesús, el único sin pecado, le da la vida, porque el Padre le ha enviado al mundo para anunciar que él «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). Más aún, casi da la impresión de que le dirige una invitación: vuelve a la vida y compromete tu futuro, lleno de esperanza, sólo conmigo. Anuncia a los hermanos, con la conversión y la novedad en el corazón, que, más allá de la ley, están la misericordia y el amor.

El pecador ha sido liberado, aligerado de su culpa. Sus acusadores, en cambio, siguen llevando el peso de su propio pecado. Sin embargo, en realidad, también ellos han recibido algo del ejemplo del enfermo. El Señor, a través del testimonio del pobre, ha hecho caer las máscaras de sus rostros, los ha liberado del anonimato y de la vil ocultación en el grupo y les ha obligado a mirar el interior de su propia conciencia, para que también ellos puedan empezar a vivir cuando acepten estar entre los pecadores arrepentidos.

Jesús, con su palabra y su comportamiento concreto, instaura una nueva mediación de salvación, que va de persona a persona, pronunciando un juicio de misericordia en nombre de Dios. De este modo, Jesús supera cualquier forma de expiación practicada en la antigua alianza, ya fuera con la petición de perdón siguiendo la oración de los salmos (cf. Sal 50), ya fuera con el «sacrificio por el pecado», que se ofrecía en el templo de Jerusalén (cf. Lv 4,1-5,13; 6,17-23). La novedad de Jesús revela la caducidad y la fragilidad del corazón humano. No discute, actúa. Pide al pecador que entorne un poco la puerta de su corazón, para que él pueda hacer el resto. Es, a buen seguro, un juez exigente, pero también un juez misericordioso, un juez que quiere la conversión total, la ruptura con el pecado, el fin de la traición.

Sólo quien tiene fe en la misericordia del Padre posee una vida nueva y puede salir liberado de la red del pecado. Sólo quien se reconoce pecador experimenta en sí mismo la presencia de Jesús, que pronuncia sobre él un juicio de perdón y de reconciliación. Sólo quien se abre al amor consigue transformar su intimidad y adquirir una mirada nueva y plena de luz.

b) Para la oración

Señor Jesucristo, tú viniste a nosotros no para ayudar a los sanos, sino a los enfermos, y quisiste esconder a los autosuficientes tu dignidad de Mesías, presentándote como un simple hombre de Nazaret, para que sólo pudieran reconocerte los que son capaces de ir más allá de las apariencias y descubrir las cosas sencillas y verdaderas de la vida.

Libéranos de los prejuicios que nos impiden escuchar con un corazón abierto tu Palabra de sabiduría. No permitas que nos liguemos a una interpretación demasiado mezquina y superficial de tu mensaje, y concédenos un discernimiento sano para ser capaces de leer con unos ojos puros la novedad constante de tu Evangelio.

Haz que los muchos enemigos que nos asedian en las dificultades cotidianas no nos alejen nunca de ti, que eres la fuente y el sentido de nuestra existencia, y haz que sepamos leer en las cruces de cada día tu amor que nos acompaña y nos sostiene.

c) Para la contemplación

Considera cuán grande es la dulzura y la piedad de Dios, su clemencia y su bondad; cuán suave se muestra con todos, cuán compasivo en todas sus acciones, siempre dispuesto a perdonar. Sobre, todo debemos considerar que si el Padre «no perdonó a su propio Hijo; antes bien, lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él? (cf. Rom 8,32), «reconciliando consigo el mundo en Cristo» (2 Cor 5,19), el cual «nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre» (Ap 1,5), y por nosotros se revistió de la carne, y fue ultrajado con la cruz y condenado a muerte.

¿Crees que el que sufrió tanto por ti te abandonará? No lo pienses jamás. ¿A cuántos que se alejaron de él mucho más que tú los llamó? El es, en efecto, aquel por el que «allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Testigo de ello es el santo David, que cometió un gran pecado, manchándose con el adulterio, el homicidio y la traición, pero donde abundó la impureza, sobreabundó la pureza; donde abundó la crueldad, sobreabundó la piedad; donde el engaño, la rectitud.

Si quisiéramos contar todos los casos semejantes en los que Dios, en su misericordia y piedad, remitió la iniquidad y perdonó los pecados, purificándolos, justificándolos y santificándolos en el Espíritu Santo, serían imposibles de contar. Verdaderamente, «como dista el oriente del occidente, así el Señor alejó de ellos sus culpas» (cf. Sal 102,12), poniendo en ellos el bien donde estaba el mal, el mérito donde estaba la injusticia, la gracia donde había echado raíces la culpa (A. Scott, cartujo del siglo XIII).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti» (v 5).

e) Para la lectura espiritual

«El miedo a ser felices nos paraliza en ocasiones», le decía una amiga a una persona que sufría porque su novio la había dejado recientemente. El pecado, en el fondo, es un rechazo a estar bien, una desconfianza frente al don de la vida: acartona nuestras reacciones, convirtiéndonos en muertos, encerrándonos en nuestros mezquinos horizontes. Siempre el miedo: a morir, a perder, a faltar, a sufrir, a dirigirnos por caminos negativos. Jesús, en cambio, pide la fe, la confianza, como condición para salir de los caminos mortíferos y entrar en la curación.

Antes de la resurrección, el miedo a morir podía impulsarnos a defendernos de toda amenaza con las soluciones más instintivas y negativas. Pero, hoy, ¿por qué tomamos los cristianos caminos falsos que conducen al pecado, si verdaderamente creemos en la resurrección, si estamos convencidos en verdad de que nada les falta a los hijos del Padre y de que el Espíritu puee sugerirnos un camino de salida de toda situación negativa, de toda herida, hacia una felicidad mayor?

La parálisis del hombre paralítico del que habla el evangelio era la expresión física de un camino de pecado, que es desconfianza en la vida. Al perdonarle, el Señor le encamina hacia el don constantemente ofrecido de un bien mayor que aquel que nos parece amenazado y al que nos aferramos. La desconfianza nos induce a encontrar por nosotros mismos el modo de evitar toda pérdida, porque confundimos la felicidad con el tener cosas o dotes, con poseer a las personas o ser poseídos por ellas. Jesús nos revela con su muerte y resurrección que lo único que debemos temer, sin embargo, es la triste posibilidad de elegir los caminos tortuosos del egoísmo, es decir, de la mentira, que engendra violencia, explotación, manipulación, que se volverán contra sus autores. Quien cree en la presencia del Resucitado en su propia vida no sólo es perdonado, sino que puede... ¡dejar de pecar para siempre! (Emmanuelle-Marie, Un Dio del quotidiano, EMP, Padua 2002, pp. 72ss).