Salmo 20,2-8.14

Acción de gracias por la victoria
obtenida por el Rey-Mesías

«En la resurrección ha recibido la vida y la gloria
por los siglos de los siglos»
(san Ireneo).

 

Presentación

Este salmo, que está unido al precedente, tal vez forme parte de un texto litúrgico empleado en el templo para la entronización del rey de Israel o tal vez sea, simplemente, un canto de acción de gracias por la victoria obtenida por el rey sobre los enemigos. En la oración de la liturgia de las horas no se leen los vv. 9-13. La estructura del salmo es la siguiente:

- v. 2: aclamación del pueblo y alegría por la victoria;

- vv. 3-7: bendición del Señor por parte del rey;

- v. 8: aclamación del pueblo, confianza del rey y fidelidad de Dios;

- v. 14: invocación final y alabanza al Señor con participación festiva.

2Señor, el rey se alegra por tu fuerza,
¡y cuánto goza con tu victoria!

3Le has concedido el deseo de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios.

4Te adelantaste a bendecirlo con el éxito
y has puesto en su cabeza una corona de oro fino.

5Te pidió vida y se la has concedido,
años que se prolongan sin término.

6Tu victoria ha engrandecido su fama,
lo has vestido de honor y majestad.

7Le concedes bendiciones incesantes,
lo colmas de gozo en tu presencia;
8porque el rey confía en el Señor
y con la gracia del Altísimo no fracasará.

14Levántate, Señor, con tu fuerza,
y al son de instrumentos cantaremos tu poder.


1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El salmo se abre con una oración de acción de gracias que el sacerdote eleva a Dios por la victoria que ha otorgado al rey en la batalla contra los enemigos. El Señor ha atendido todos sus deseos, asegurándole al soberano poder, estabilidad y bienestar: «Le has concedido el deseo de su corazón, no le has negado lo que pedían sus labios» (v 3). Gracias a la protección divina, al rey se le conceden abundantes bendiciones; tiene puesta en la cabeza la corona de oro, como signo de la protección y de la asistencia divinas, y se le concede una vida larga y una descendencia numerosa (vv. 4ss). El pueblo consideraba al rey de Israel como hijo de Dios por gracia y adopción, y era considerado por sus súbditos como un signo vivo de la presencia del Señor, un punto de referencia de la majestad y de la benevolencia de Dios, que acompañaba a la vida del pueblo, mostrándose constantemente interesado por las vivencias humanas de sus fieles. La bendición del sacerdote al rey, unida a la alegría por su persona, era la prolongación de la bendición duradera que el profeta Natán había dirigido al rey David y a su descendencia, y que el mismo David había implorado también de Dios orando: «Ya que has hecho a tu siervo esta gran promesa, dígnate bendecir su dinastía para que permanezca siempre en tu presencia. Porque eres tú, mi Dios y Señor, el que has hablado, y gracias a tu bendición será bendita para siempre la dinastía de tu siervo» (2 Sm 7,28-29).

Dejando de lado, como hemos dicho, la estrofa relativa a la maldición contra los enemigos del rey (vv 9-13), donde el triunfo del rey victorioso es considerado como la victoria misma de Dios (en cuanto que los enemigos del primero son los mismos adversarios de Dios), el salmo se dirige al final con la participación calurosa y festiva del pueblo. En efecto, a la escena precedente, que recuerda la derrota del enemigo por la boca del cantor solista, le sigue ahora el canto alegre y agradecido de la asamblea, que exalta la confianza del rey en Dios y la fidelidad inquebrantable de Dios respecto al rey. Por último, el himno real concluye con la invitación dirigida a Dios para que se exalte y gloríe por la fortaleza que ha demostrado en la batalla en favor del rey: «Levántate, Señor, con tu fuerza, y al son de instrumentos cantaremos tu poder» (v 14).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Este salmo ha recibido, tanto en el judaísmo como en la tradición cristiana, una interpretación mesiánica y escatológica, en cuanto que el Mesías, coronado y protegido por Dios, es alguien que desencadena un violento combate contra las fuerzas del mal y, con su victoria, inaugura «años que se prolongan sin término» (v 5). De hecho, al releer el himno en el interior de la historia de la salvación, es fácil captar la tensión mesiánica que se abre en torno a la figura del Mesías. En la relectura cristiana, el texto se puede aplicar al Cristo resucitado, vencedor de los enemigos del hombre, que son el pecado y la muerte; habla de Cristo y puede ser considerado como la proclamación de su resurrección, de su glorificación y de su realeza. Es el que ha derrotado a Satanás con la batalla entablada en el Gólgota en favor de los hombres y ha obtenido la victoria definitiva sobre todo mal y toda perversión de la historia, dado que con su resurrección «se ha sentado en los cielos a la derecha del trono de Dios» (Heb 8,1).

Y la misma carta a los Hebreos añadirá aún justamente: «A aquel que fue hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto. Así, por disposición divina, gustó él la muerte en beneficio de todos» (Heb 2,9).

Jesús, precisamente por su pasión, muerte y resurrección, vividas en obediencia a Dios, se ha vuelto objeto de la benevolencia del Padre, que le ha bendecido con toda bendición, le ha glorificado en virtud de su obediencia y le ha dado el poder de ser juez de todos: «De esta manera, la bendición de Abrahán alcanzará a los paganos por medio de Cristo Jesús, y nosotros, por medio de la fe, recibiremos el Espíritu prometido» (Gal 3,14).

Todo lo que Jesús ha recibido de Dios en bendiciones y glorificación en su pascual y ascensión-retorno al Padre lo ha derramado como don sobre sus fieles. «Jesucristo, el testigo fidedigno, el primero en resucitar de entre los muertos y el soberano de los reyes de la tierra [..] nos ha constituido en reino y nos ha hecho sacerdotes para Dios, su Padre» (cf. Ap 1,5ss). Por eso le debemos nuestro canto de acción de gracias por los dones que nos ha dado, y decimos con san Agustín: «Cantemos, entonemos himnos a tu fuerza, Señor; con el corazón y las obras celebraremos y haremos manifiestas tus acciones admirables en favor de nosotros».

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Un dato cierto e irrefutable de la historia bíblica es el don gratuito y definitivo de la salvación que Dios ha preparado para toda la humanidad desde la creación del mundo. La respuesta de los hombres a esta gracia repleta de amor fiel, que se ha manifestado en la persona de Cristo, es la acción de gracias. Esto representa para el creyente conciencia del don de Dios, alegre reconocimiento ante tanta ternura y bondad del Creador para con sus criaturas, descubrimiento extasiado de la grandeza y de la generosidad divina, alabanza, alegría y glorificación de Dios (cf. Sal 50,23; 86,12). El «agradecimiento» (en hebreo tódah) se traduce en el lenguaje bíblico por «bendición» (en hebreo barak), que pone en movimiento una relación de amor entre Dios y el hombre que, en Dios, se hace vida y salvación para su criatura, y, en el hombre, se convierte en acción de gracias a Dios, su Creador y Padre (cf. Sal 68,20.27). El agradecimiento del hombre a Dios se manifiesta, especialmente en los salmos, a través de un triple recorrido narrativo que aparece bien descrito en el salmo hebreo 116: la narración del peligro y de la dificultad encontrada (Sal 116,3), la plegaria afligida del orante (Sal 116,4), la intervención de Dios en favor del hombre (Sal 116,6). Ese agradecimiento no es sólo una acción eficaz en la vida del hombre, sino que se prolonga en la esperanza escatológica (cf. Ex 15,18; Dt 32,43).

La acción de gracias que los cristianos debemos al Señor es una eucaristía que alcanza su cima en la acción litúrgica sacramental, donde el mismo Cristo se hace acción de gracias al Padre en nombre de la Iglesia. Más aún, toda la vida de Jesús fue una acción de gracias al Padre. Asimismo la Iglesia, tras el ejemplo de su Maestro, alaba y da gracias a Dios por el don de su Hijo como hermano y salvador nuestro: «Demos gracias a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (Rom 7,8). Todos nosotros, conscientes del don que hemos recibido por medio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, debemos convertir la acción de gracias cristiana en el tejido de toda nuestra vida renovada en Jesús, como lo fue la de los primeros discípulos y seguidores de Cristo y como lo fue la de todos los santos de la Iglesia. Y el objeto de este agradecimiento no se puede expresar mejor que con las palabras de la carta a los Efesios: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales» (Ef 1,3).

b) Para la oración

Oh Dios, que has glorificado a tu Hijo, que has puesto en su cabeza una corona de oro fino, que le has concedido largos años en la eternidad, sin fin, y le has salido al encuentro con grandes bendiciones, invistiéndole de alegría, llena con tus bendiciones a toda la Iglesia, para que a ejemplo de su Señor pueda exultar con cantos de acción de gracias y de alegría.

Concede a tu pueblo superar todas las adversidades de la vida, superando las pruebas internas y externas que encuentre en su camino. Haz que tu Iglesia, que ha optado por el camino del seguimiento de Cristo, pueda gozar de la vida, la bendición y la victoria, y pueda cantar siempre, además, himnos a tu poder y a tu gloria, y se alegre junto con todos los pueblos ante el rostro luminoso de Cristo Señor, a quien has constituido rey del universo.

c) Para la contemplación

La muerte de Jesús había turbado los corazones de los discípulos: al ver el suplicio de la cruz, la exhalación del espíritu y la sepultura del cuerpo exánime, se había insinuado en sus corazones, cargados de tristeza, un cierto abatimiento desconfiado. Hasta tal punto que cuando las santas mujeres anunciaron, tal como cuenta el evangelio, que el Señor vivía, sus palabras les parecieron delirios a los apóstoles y a los otros discípulos. El Espíritu de la verdad no habría permitido nunca que esa vacilación, debida a la humana debilidad, ocupara un lugar en el corazón de sus predicadores si aquella titubeante solicitud y aquella vacilante curiosidad no hubieran servido para poner los cimientos de nuestra fe.

En los apóstoles fueron curados nuestras turbaciones y nuestros peligros; en aquellos hombres fuimos adoctrinados nosotros contra las calumnias de los impíos y los argumentos de la sabiduría terrena; lo que ellos vieron nos ha instruido a nosotros, su escucha nos ha hecho saber, lo que ellos tocaron con la mano nos ha confirmado. Demos gracias por la divina economía y por la necesaria vacilación de los santos padres. Ellos dudaron para que no dudáramos nosotros. Así pues, los días que pasaron entre la resurrección del Señor y su ascensión no pasaron en vano, sino que en ellos fueron confirmados los grandes sacramentos y revelados grandes misterios. En ellos se quitó el miedo a la muerte cruel y se anunció no sólo la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. En ellos se infundió con el soplo del Señor en todos los apóstoles el Espíritu Santo, y al bienaventurado apóstol Pedro, además de las llaves del Reino, se le confió el cuidado del rebaño, por encima de todos los discípulos.

Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y les reprendió por su resistencia en creer, a ellos que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada (León Magno, Sermón 73, 1, sobre la Ascensión del Señor, lss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Me has concedido el deseo de mi corazón» (cf. v 3).

e) Para la lectura espiritual

Aunque es algo fundamental, el agradecimiento es todo menos fácil. Desde el punto de vista antropológico, se trata de un lenguaje no espontáneo en el niño. El agradecimiento supone, en efecto, el sentido de la alteridad, la puesta en crisis del propio narcisismo, la capacidad de entrar en relación con un «tú»: sólo a una persona, en efecto, se dice «gracias». Es agradecido aquel que ha hecho morir la imagen de sí mismo como la de alguien que «no debe nada a nadie»; es agradecido aquel que reconoce que no puede disponer a placer de la realidad exterior y de los otros. En la relación con el Señor, la capacidad eucarística indica la madurez de fe del creyente, que reconoce que «todo es gracia», que el amor del Señor precede, acompaña y sigue a la propia vida. La acción de gracias brota de manera natural del acontecimiento central de la fe cristiana: el don que Dios Padre, en su inmenso amor, hizo de su Hijo Jesucristo a la humanidad (cf. Jn 3,16). Es el don salvífico que suscita en el hombre el agradecimiento y hace de la eucaristía la acción eclesial por excelencia.

«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.» Esta fórmula de los prefacios del Misal romano indica bien el perenne movimiento del agradecimiento cristiano. Y dado que la eucaristía, en particular la plegaria eucarística, es el modelo de la oración cristiana, el cristiano está llamado a convertir su existencia en una ocasión de acción de gracias. En efecto, dice san Pablo: «gQué tienes que no hayas recibido?» (1 Cor 4,7). A la gratuidad de Dios con el hombre responde, por tanto, el reconocimiento del don y el agradecimiento, la gratitud del hombre. Podríamos decir también que el agradecimiento humano es don de Dios: «Debemos a Dios la gratitud de tener la gratitud», dice una oración de la liturgia judía... Ahora bien, el cristiano responde sobre todo al don de Dios convirtiendo su propia vida en un don, en una acción de gracias, en una eucaristía viva (E. Bianchi, Le parole della spiritualitó. Per un lessico della vita interiore, Rizzoli, Milán 1999, pp. 135-137).