Isaías 45,15-26

Que todos los pueblos se conviertan al Señor

«Para que ante el nombre de Jesús doble la rodilla todo lo que hay» (Flp 2,10).

 

Presentación

La comprensión de este cántico, tomado del «libro de la consolación de Israel» (Is 40-55) del Deuteroisaías, debe ser encuadrada en el contexto histórico y literario al que se refiere. Estamos en tiempos del exilio de Babilonia y el rey Ciro promete el próximo final. Como anticipo, el profeta anuncia, en nombre del Señor, la próxima liberación de los exiliados: a Sión se le ha descontado la pena y se verá reconstruida por Dios y no por los ídolos de Babilonia, que son una falsedad. El cántico pertenece al género literario llamado «proceso del Señor» (cf. ls 1; Jr 2; Miq 6; Sal 49): Israel acusa a Dios de haberlo abandonado y el Señor se justifica ante Israel y ante las naciones. He aquí la estructura del texto:

vv. 15-18: el profeta alaba la misteriosa acción divina en la historia y la caída de Babilonia;

vv. 19-20: Dios elige a un pueblo en la historia y lo salva del castigo;

— vv. 21-22: los ídolos no salvan; sólo el Señor es el salvador;

— vv. 23-25: El Señor pronuncia la sentencia a Israel y a las naciones, una sentencia que es salvación para todos.

15Es verdad: tú eres un Dios escondido,
el Dios de Israel, el Salvador.

16
Se avergüenzan y se sonrojan todos por igual,
se van avergonzados los fabricantes de ídolos.
17Mientras, el Señor salva a Israel
con una salvación perpetua,
para que no se avergüencen ni se sonrojen jamás.
18
Así dice el Señor, creador del cielo
-él es Dios-.

El
modeló la tierra,
la fabricó y la afianzó;
no la creó vacía,
sino que la formó habitable:
«Yo soy el Señor, y no hay otro».
19
No te hablé a escondidas,
en un país tenebroso;
no dije a la estirpe de Jacob:
«Buscadme en el vacío».
Yo soy el Señor, que pronuncia sentencia
y declara lo que es justo.
20
Reuníos, venid, acercaos juntos,
supervivientes de las naciones.
No discurren los que llevan su ídolo de madera
y rezan a un dios que no puede salvar.

21
Declarad, aducid pruebas,
que deliberen juntos:
¿Quién anunció esto desde antiguo,
quién lo predijo desde entonces?
¿No fui yo, el Señor?
No hay otro Dios fuera de mí.
Yo soy un Dios justo y salvador,
y no hay ninguno más.

22
Volveos hacia mí para salvaros,
confines de la tierra,
pues yo soy Dios, y no hay otro.
23Yo juro por mi nombre,
de mi boca sale una sentencia,
una palabra irrevocable:
«Ante mí se doblará toda rodilla,
por mí jurará toda lengua».
24
Dirán: «Sólo el Señor
tiene la justicia y el poder».
A él vendrán avergonzados
los que se enardecían contra él;
25
con el Señor triunfará y se gloriará
la estirpe de Israel.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

El profeta comienza con una alabanza a Dios por su grandeza, una grandeza que se revela en la creación y en la historia (v. 15). Supone ahora que los exiliados han vuelto a su patria y que las murallas de la ciudad, Jerusalén, han sido reconstruidas con la ayuda de Dios. Entonces todos los que se opusieron a Israel deberán enrojecer y los que siguieron a los ídolos quedarán cubiertos de deshonra. Israel, en cambio, que parecía abandonado por Dios con el castigo del exilio, se ve salvado y honrado ahora frente a todas las naciones y para siempre (vv 16ss).

El Señor de la creación tiene un designio histórico y quiere realizarlo: la tierra fue creada para que el hombre la habitara y diera así gloria a su Creador («Así dice el Señor, creador del cielo -él es Dios-. El modeló la tierra, la fabricó y la afianzó; no la creó vacía, sino que la formó habitable»: v 18). La creación recupera su armonía cuando los hombres buscan a Dios, viven en comunión con él y pueden rendirle un culto digno de su santidad.

Por eso se dirige Dios a todos los hombres del mundo, les convoca a juicio y les habla como a amigos; les propone la misma salvación que a Israel, pero les pide una profesión de fe libre y explícita ante todos. Ahora bien, tienen que renunciar a los ídolos, porque ni salvan ni pueden escuchar las oraciones del hombre, pues sólo Dios es el que salva y libera: «No hay otro Dios fuera de mí. Yo soy un Dios justo y salvador, y no hay ninguno más» (v. 21).

Las naciones lo han visto e Israel ha experimentado todo esto ya sea a través de la misericordia que el Señor ha mostrado al pueblo con el perdón, ya sea a través del amor y la fidelidad prometidos en el pasado y realizados con la liberación del exilio. Así pues, a través de Israel, toda la humanidad está destinada a gozar del mismo beneficio de Dios y a experimentar la realidad de un amor universal: «Con el Señor triunfará y se gloriará la estirpe de Israel» (v. 25).

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El cántico nos ha presentado un rostro de Dios único, universal y liberador de toda esclavitud, y esto nos hace decir también que la Iglesia fundada por el Señor es una y universal, madre de todos los pueblos. Nació históricamente en medio de un pueblo que él se escogió, pero el horizonte de vida que ella ha traído con el Evangelio de Jesús ha abrazado enseguida a todos los pueblos y todas las culturas con un amor que ha superado toda barrera y división.

La tarea de la Iglesia es, efectivamente, orientar a cada hombre hacia Cristo o bien atraerlo a ella, porque es lugar de encuentro y de comunión con él, lugar donde se vive su vida. La tarea de la Iglesia es manifestar a Cristo sin reemplazarle, ser su sacramento en el mundo.

La ruina del que busca la libertad fuera de Dios y de su hijo Jesús, salvador y liberador del hombre, se revela como quiebra y negación de toda auténtica libertad. Y, viceversa, el cristiano experimenta que la soberanía de Dios en la creación y en la historia procura la salvación y la superación de todo fracaso humano. Dice el Señor: «Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; así conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32).

Ciertamente, toda comunidad cristiana debe tener en sí misma la conciencia de la presencia activa del Espíritu Santo que actúa en ella. Quien lo pone en el centro de su propia existencia y de su propia acción encuentra la verdadera liberación del hombre respecto a los ídolos del mundo y a las falsas ideologías. La comunidad cristiana, impulsada y guiada por el Espíritu y por los hombres que viven dóciles bajo su acción, es el modelo para renovar esta presencia en la práctica y redescubrir también el proceso vivo de la tradición. Con todo, la libertad cristiana es una conquista que debemos implorar y que sólo Dios, creador y salvador, puede dar a la humanidad.

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Jesús-verdad, el Hijo de Dios, en su obra de liberación llevada a cabo en el corazón del creyente, produce no sólo el efecto de liberar al hombre del mal, haciéndole impecable, sino también el de realizarle en su personalidad más verdadera. Le hace tomar conciencia de su vocación de hijo de Dios. La liberación llevada a cabo por Cristo es así liberación verdadera de los hijos de Dios. Cuando la Palabra de Dios ha entrado en el corazón del cristiano y actúa allí de manera estable, desemboca en la vida de comunión y de intimidad con Dios. Este proceso de acogida produce la fe, que es saborear la revelación de la paternidad de Dios y vivir, en consecuencia, una vida filial (1 Jn 2,24).

Del mismo modo que Israel fue salvado de la esclavitud y conducido a la verdadera libertad, porque Dios lo amaba como un hijo primogénito (cf. Ex 4,22ss), así ocurre también con el discípulo de Jesús. Se convierte en hijo de Dios (cf. Jn 1,12) y en hombre libre para vivir en el espíritu filial. La persona perfectamente libre es el Hijo de Dios, cuya libertad se encuentra en su vida filial con el Padre. Sólo el Hijo puede comunicar una libertad que consiste, esencialmente, en la filiación divina. Sólo por medio del Hijo es posible el acceso al Padre como Padre, es decir, con plena libertad. Para el cristiano, la verdadera libertad es la que supone una vida vivida entre los hombres, como hijo de Dios, convencido, no obstante, de que esa filiación es fruto únicamente de la fe en Cristo.

Un fruto ulterior de la verdad de Cristo en la vida del cristiano se encuentra en la línea del compromiso concreto con los hermanos: el de la caridad y el amor. La liberación en los evangelios no es otra cosa, en última instancia, que resultado de la fe. Lo mismo podemos decir de la vida espiritual respecto al Padre y de la vida de caridad respecto a los hermanos. Todo brota de un corazón renovado por la Palabra interiorizada y de la acogida del Espíritu. El amor es, por consiguiente, la razón de ser de la fe, el signo más verdadero de su autenticidad y el criterio de la verdad de Cristo en nosotros. El evangelista Juan, para describir la vida de amor fraterno, emplea la expresión «caminar en la verdad» (2 Jn 4; 3 Jn 3.4) y «amar en la verdad» (1 Jn 3,18; 2 Jn 1; 3 Jn 1). Podríamos traducir estas fórmulas joáneas así: vivir en la caridad con los hermanos. En efecto, para el evangelista, la verdadera caridad se alcanza cuando se vive en la verdad, que es Jesús mismo, la revelación suprema del amor del Padre.

b) Para la oración

¡Oh Dios justo y salvador, eres verdaderamente un Dios misterioso! Nos hablaste en tu amor por medio de tu Hijo, Jesús y nos hiciste conocer tu bondad hacia todos cuando todavía estábamos alejados de ti. Haz crecer en nosotros el deseo del seguimiento de tu Hijo, a fin de conocer cada vez mejor tu voluntad y estar así en comunión plena con él, que es el camino, la verdad y la vida. Haz que sepamos leer los signos de tu presencia en la naturaleza, en la historia y en los acontecimientos, alegres y tristes, de la vida diaria que nos afectan personalmente. No permitas que nos dejemos encantar por los ídolos del mundo y por las cosas creadas, que nos atraen un momento y, después, nos dejan con amargura en el corazón; concédenos, más bien, que permanezcamos siempre arraigados en ti, que eres el único amor, la única belleza y el único verdadero Dios y Señor de nuestra vida.

c) Para la contemplación

El Emmanuel fue enviado por Dios Padre a predicar la libertad a los prisioneros y la vista a los ciegos, a arrancar del mal a los que, sin refugio, estaban encadenados por sus pecados, a atraer nuevamente a sí a todos los hombres de la tierra, liberados de la tiranía del demonio, y a llevarlos por su mediación a Dios Padre. Se convirtió en el mediador entre Dios y los hombres; por él hemos sido reconciliados con el Padre en un solo Espíritu y, según las Escrituras, él es nuestra paz. El mismo restauró las cosas divinas, es decir, su templo, que es la Iglesia, a fin de hacerla comparecer ante él como virgen pura, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5,27).

Que se alegre, pues, el cielo, a saber: todos los que están en la ciudad de arriba, en una morada de luz y de gloria, los ángeles y los arcángeles. Digamos que la conversión de los hombres extraviados a Dios por medio de Jesucristo, Salvador de todos nosotros, la vista devuelta a los ciegos, en una palabra, la salvación de tantos perdidos, fue motivo de alegría también para los espíritus celestiales. En efecto, si ellos gozan por un solo pecador que se arrepiente, ¿cómo dudar de que gozan y se alegran al ver salvado a todo el mundo? Por eso se ha dicho: «Cielos, destilad el rocío; nubes, lloved la justicia» (Is 45,8).

Nosotros decimos que la misericordia es el amor, perfeccionamiento de la ley, unido a la justicia evangélica, de la que se ha hecho para nosotros donante y maestro el mismo Cristo. Se puede decir también que la misericordia y la justicia, que nacen y germinan de la tierra, son el mismo Señor nuestro, Jesucristo. Dios Padre le hizo ser para nosotros misericordia y justicia: hemos obtenido en él misericordia y, justificados con el perdón de las culpas pasadas, hemos recibido de él la justicia que puede hacernos herederos de todos los bienes. Él es el camino de nuestra salvación.

Cristo no nos ha traído su humanidad desde lo alto de los cielos, sino que nació según la carne de una mujer, una de las que están en la tierra. Cuando precisamente se dice que él es fruto y brote de la tierra, debes entender que nació según la carne de una mujer, elevada a esta misión, aunque perteneciente a esta tierra (Cirilo de Alejandría, «Comentario sobre el profeta Isaías», IV, 2, passim, en PG 70, cols. 967-970).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Es verdad: tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (v. 15).

e) Para la lectura espiritual

«Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45,15). Con estas palabras, el profeta invita a reconocer que Dios actúa en la historia, aunque no aparezca, en primer plano. Se podría decir que está «detrás del telón». El es el «director» misterioso e invisible, que respeta la libertad de sus criaturas, pero, al mismo tiempo, mantiene en su mano los hilos de las vicisitudes del mundo. La certeza de la acción providencial de Dios es fuente de esperanza para el creyente, que sabe que puede contar con la presencia constante de Aquel «que modeló la tierra, la fabricó y la afianzó» (Is 45,18).

En efecto, el acto de la creación no es un episodio que se pierde en la noche de los tiempos, de forma que el mundo, después de ese inicio, deba considerarse abandonado a sí mismo. Dios da continuamente el ser a la creación salida de sus manos. Reconocerlo es también confesar su unicidad: «¿No soy yo, el Señor? No hay otro Dios fuera de mí» (Is 45,21). Dios es, por definición, el Unico. Nada se le puede comparar. Todo está subordinado a él. De ahí se sigue también el rechazo de la idolatría, con respecto a la cual el profeta pronuncia palabras muy duras: «No discurren los que llevan su ídolo de madera y rezan a un dios que no puede salvar» (Is 45,20). ¿Cómo ponerse en adoración ante un producto del hombre?

A nuestra sensibilidad actual podría parecerle excesiva esta polémica, como si estuviera dirigida contra las imágenes consideradas en sí mismas, sin percibir que se les puede atribuir un valor simbólico, compatible con la adoración espiritual del único Dios. Ciertamente, aquí está en juego la sabia pedagogía divina que, a través dd una rígida disciplina de exclusión de las imágenes, protegió históricamente a Israel de las contaminaciones politeístas. La Iglesia, en el segundo Concilio de Nicea (año 787), partiendo del rostro de Dios manifestado en la encarnación de Cristo, reconoció la posibilidad de usar las imágenes sagradas con tal de que sean tomadas en su valor esencialmente relacional.

Sin embargo, sigue siendo importante esa advertencia profética con respecto a todas las formas de idolatría, a menudo ocultas, más que en el uso impropio de las imágenes, en las actitudes con las que hombres y cosas se consideran como valores absolutos y sustituyen a Dios mismo. [...]

Ya en el Antiguo Testamento se perfila la concepción «sacramental» de la historia de la salvación, que ve en la elección especial de los hijos de Abrahán, y luego de los discípulos de Cristo en la Iglesia, no un privilegio que «cierra» y «excluye», sino el signo y el instrumento de un amor universal.

La invitación a la adoración y el ofrecimiento de la salvación se dirigen a todos los pueblos: «Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua» (Is 45,23). Leer estas palabras desde una perspectiva cristiana significa ir con el pensamiento a la revelación plena del Nuevo Testamento, que señala a Cristo como «el Nombre sobre todo nombre» (Flp 2,9), para que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,10-11).

Nuestra alabanza de la mañana, a través de este cántico, se ensancha hasta las dimensiones del universo y da voz también a los que aún no han tenido la gracia de conocer a Cristo. Es una alabanza que se hace «misionera», impulsándonos a caminar por todas las sendas anunciando que Dios se manifestó en Jesús como el Salvador del mundo (Juan Pablo II, Audiencia general, miércoles, 31 de octubre de 2001).