1 Crónicas 29,10-13

Honor y gloria a Dios en la Iglesia
y en Cristo Jesús

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3).

 

Presentación

Este himno pertenece al género de la bendición (cf. Dn 3,57ss) y es obra de un autor del siglo IV a. de C. que idealiza la historia de David y de Salomón. Se trata de una oración puesta en boca de David con ocasión de la colecta de ofrendas para la construcción del templo de Jerusalén. La abundancia de los dones recogidos, la generosidad y el amor que la gente manifestó al Señor hacen que el pueblo se alegre junto con el rey David. Todos confiesan que la magnanimidad de los dones ofrecidos por la comunidad procede de Dios, que agradece el óptimo resultado obtenido por la religiosidad y la fidelidad del pueblo (cf. 1 Cr 29,1-19).

10Bendito eres, Señor,
Dios de nuestro padre Israel,
por los siglos de los siglos.

11Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder,
la gloria, el esplendor, la majestad,
porque tuyo es cuanto hay en cielo y tierra;
tú eres rey y soberano de todo.

12De ti vienen la riqueza y la gloria,
tú eres Señor del universo,
en tu mano están el poder y la fuerza,
tú engrandeces y confortas a todos.

13Por eso, Dios nuestro,
nosotros te damos gracias,
alabando tu nombre glorioso.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

El fragmento litúrgico se limita al v 13, mientras que la oración real se extiende hasta el v 19, transformándose en ofrenda e invocación. La asamblea del pueblo ha sido convocada en Jerusalén para ofrecer a Dios los dones recogidos, por deseo de David, para la construcción del templo. Ahora los presenta el rey, junto con el pueblo, al Señor en una liturgia pública. El mismo David, por su parte, había reunido una ingente cantidad de materiales selectos para la obra: oro, plata, bronce, hierro, piedras preciosas, madera y mármol blanco (vv. 2-5). Había invitado también a los cabezas de familia y a los jefes de tribu de Israel a participar en esta colecta, de suerte que su hijo Salomón pudiera llevar a cabo, a continuación, la obra de la construcción de la casa del Señor (vv. 6-8). Todo el pueblo tomó parte en la iniciativa del rey con entusiasmo y generosidad, «porque las ofrendas habían sido hechas al Señor con corazón sincero» (v. 9). Antes del rito sacrificial, con el que concluye la asamblea del pueblo, el rey David dirige a Dios la oración. El contenido de ésta es una invitación dirigida a su gente para que bendiga al Altísimo, creador del universo. Y toda la asamblea bendice a Dios y se arrodilla ante el Señor y ante el rey (v 20).

La bendición que David dirige al Señor, contenida en la plegaria de alabanza y de acción de gracias, presenta sentimientos religiosos más propios de la época del Cronista, es decir, del judaísmo postexílico, que de la época de David. Las expresiones formuladas en la oración dirigida a Dios son las empleadas en el lenguaje de la corte: grandeza, poder, gloria, majestad, esplendor, riqueza, fuerza, poder (vv. 11 ss). Dios posee todas estas cualidades y las manifiesta en favor de su pueblo, como Señor de la vida y de la historia.

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El cántico, retomado desde una perspectiva cristiana, ofrece una lectura teológica en clave simbólico-religiosa y nos hace revivir en este himno de alabanza la explosión de alegría y de acción de gracias con la que la comunidad de la nueva alianza saluda a Cristo resucitado, verdadero templo de Dios y lugar de salvación donde encontrar al Padre. Cristo es el verdadero don de Dios. El es el vínculo perfecto de la alianza establecida por el Señor ya antes con los antiguos padres, renovada después con los profetas y llevada a plenitud con la venida del Hijo entre los hombres. A través de él vienen todos los dones a la humanidad.

Cuando se trata de expresar la grandeza, el poder y la bondad del Señor, las palabras del orante parecen siempre inadecuadas e insuficientes. El es nuestro Padre y nuestro Salvador «por los siglos de los siglos» (v 10). En efecto, la paternidad de Dios se ha manifestado de muchos modos en la historia de la salvación, pero explota en el Nuevo Testamento con la encarnación del Hijo unigénito, que nos enseñó a llamar a Dios con el nombre familiar de «Abba-Padre» (Rom 8,15) y, a través de él, nos ha hecho también hijos de Dios. Jesús, efectivamente, no se reservó para sí la plenitud de la vida, sino que la derramó sobre los hombres y sobre la creación, de suerte que el poder divino que admiramos en la creación se convierte en fuerza al servicio de toda la humanidad, y su perfección y su gloria podemos contemplarlas en su vida de Hijo obediente, que salva a todos por amor. Por eso la bendición de Dios está asociada siempre a la del Hijo.

La Iglesia celebra este himno, desde la perspectiva cristiana, en unión con Cristo resucitado, que alaba incesantemente al Padre celestial. Ahora bien, la oración sube también a toda la Trinidad, que envía al Espíritu Santo a la historia humana para renovar el don de la salvación y, de este modo, hacer participar a toda criatura de los dones divinos.

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

«Tuyo es cuanto hay en cielo y tierra» (v. 11). La mirada del orante y la oración de todo creyente se abren a la contemplación de la grandeza de la creación y del Creador, que, como Padre atento, se interesa por sus hijos y vela por ellos. Todo sentimiento y toda experiencia humana deben hacer referencia a Aquel que está en el origen de todas las cosas y las gobierna con amor. Bajo esta luz, la oración cristiana es la respuesta del hombre a la iniciativa gratuita y atenta de Dios, que quiere entrar en relación con su criatura. En la Biblia, siempre es Dios el primero en buscar y llamar al hombre. Este se pone a la escucha y reacciona con una adhesión personal a través de la oración de alabanza, de acción de gracias, de petición, de súplica o de arrepentimiento.

Ahora bien, la oración, además de respuesta del hombre, es también búsqueda de un Dios que, a veces, calla y esconde su rostro, es camino de lucha y purificación personal para el encuentro con el Señor. El Dios cristiano es invisible y silencioso, pero su ocultación es siempre la de un Padre presente que hace percibir al hombre que busca su llamada interior.

Cuando Dios llama al corazón del hombre y éste le escucha, empieza el coloquio en el que el creyente puede expresar todas las modulaciones de su interioridad. El diálogo familiar con el Señor alcanza después su objetivo no cuando el hombre ve realizada su propia voluntad, sino cuando descubre y acepta la voluntad de Dios. Entonces es cuando la oración se vuelve adulta y la persona creyente crece en su madurez espiritual, configurándose con el modelo de Jesús, el Hijo de Dios. De este modo, el hombre se siente repleto de la paz y de la alegría propias de Dios y acepta asimismo con serenidad esa oración que no es escucha inmediata de la petición humana, porque reconoce siempre en todo el amor paterno de un Dios que es fiel y acompaña a la criatura en el camino de la vida. Un autor anónimo escribía: «Las personas son como las vidrieras coloreadas: brillan y resplandecen cuando fuera hay sol, pero al caer las tinieblas sólo se manifiesta su belleza cuando se enciende una luz en el interior». Para el cristiano, esta luz interior es Dios: sólo el amor y el diálogo con Dios nos hacen conocer nuestra verdadera realidad frente a la voluntad de Dios.

b) Para la oración

Señor Dios, rey y soberano de todas las cosas, de la historia y de los hombres, todo es tuyo en los cielos y en la tierra y de ti proceden la riqueza y la gloria. Nosotros queremos poner en tus manos cuanto poseemos y todo lo que somos, para descubrir así tu voluntad en nuestra vida. Sabemos que todo procede de ti, que eres nuestro sumo bien.

Oh Padre celestial, que nos diste a tu Hijo como salvador y redentor, acepta nuestra humilde oración, nuestra acción de gracias y nuestra ofrenda, y haz que toda nuestra labor cotidiana te alabe. Que tu nombre sea reconocido como glorioso entre los hombres, para que nuestro hosanna se vuelva una realidad viva en el esplendor de tu Reino.

c) Para la contemplación

Ésta es la bendición: gloriarse en Dios y ser habitados por él. Esa es la santificación que se concede a los justos. Ahora bien, para ser justificados, primero hace falta la vocación, algo que no depende de los propios méritos, sino de la gracia de Dios.

Dice, en efecto, el apóstol: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,23). «Y a los que desde el principio destinó, también los llamó; a los que llamó, los puso en camino de salvación; y a quienes puso en camino de salvación, les comunicó su gloria» (Rom 8,30). Precisamente porque la vocación no procede de nuestros méritos, sino de la bondad y de la misericordia de Dios, añade: «Señor, nos has coronado con el escudo de tu buena voluntad». La buena voluntad de Dios mostrada al llamar a los pecadores a penitencia precede, en efecto, a nuestra buena voluntad. Y estas mismas son las armas con las que ha derrotado al enemigo, contra el cual van dirigidas estas palabras: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios?», y: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él? (Rom 8,32). Puesto que, «si siendo enemigos Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, nos salvará para hacernos partícipes de su vida» (Rom 5,10).

Éste es el escudo invicto, el que rechaza al enemigo que intenta hacernos desesperar de la salvación con innumerables tribulaciones y tentaciones (Agustín de Hipona, Esposizioni sui salmi, 5, Cittá Nuova, Roma 1967, p. 61. Existe edición española en la BAC).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel, por los siglos de los siglos» (v. 10).

e) Para la lectura espiritual

El hombre sabe que cuanto posee es don de Dios, como lo subraya David al proseguir en el cántico: «Pues ¿quién soy yo y quién es mi pueblo para que podamos ofrecerte estos donativos? Porque todo viene de ti, y de tu mano te lo damos» (1 Cro 29,14).

Esta convicción de que la realidad es don de Dios nos ayuda a unir los sentimientos de alabanza y gratitud del cántico con la espiritualidad «oblativa» que la liturgia cristiana nos hace vivir sobre todo en la celebración eucarística. Es lo que se desprende de la doble oración con la que el sacerdote ofrece el pan y el vino destinados a convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo [...].

El cántico, contemplando la experiencia humana de la riqueza y del poder, nos brinda una última aplicación de esta visión de Dios. Esas dos dimensiones se manifestaron mientras David preparaba todo lo necesario para la construcción del templo. Se le presentaba como tentación lo que constituye una tentación universal: actuar como si fuéramos árbitros absolutos de lo que poseemos, enorgullecernos por ello y avasallar a los demás. La oración de este cántico impulsa al hombre a tomar conciencia de su dimensión de «pobre» que lo recibe todo.

Así pues, los reyes de esta tierra son sólo una imagen de la realeza divina: «Tuyo es el Reino, Señor». Los ricos no pueden olvidar el origen de sus bienes. «De ti vienen la riqueza y la gloria». Los poderosos deben saber reconocer en Dios la fuente del «poder y la fuerza». El cristiano está llamado a leer estas expresiones contemplando con júbilo a Cristo resucitado, glorificado por Dios «por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación» (Ef 1,21). Cristo es el verdadero Rey del universo (Juan Pablo II, Sólo a Dios corresponde el honor y la gloria, Audiencia general del miércoles, 6 de junio de 2001).