Tercer domingo de pascua

Ciclo B

 

LECTIO


Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 3,13-15.17-19

En aquellos días, dijo Pedro al pueblo: 13 El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros antepasados, ha manifestado la gloria de su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, que pensaba ponerlo en libertad. 14 Vosotros rechazasteis al Santo y al Justo; pedisteis que se indultara a un asesino 15 y matasteis al autor de la vida. Pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello. 17 Ya sé, hermanos, que lo hicisteis por ignorancia, igual que vuestros jefes. 18 Pero Dios cumplió así lo que había anunciado por los profetas: que su Mesías tenía que padecer. 19 Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados.


Pedro y Juan acaban de curar a un mendigo tullido de nacimiento -y, por eso, excluido del templo- con el poder del «nombre de Jesús». El episodio suscita un gran estupor entre la gente. En esas circunstancias, el primero de los apóstoles toma la palabra y explica con autoridad el significado del acontecimiento.

En la curación del tullido «el Dios de nuestros antepasados ha manifestado la gloria de su siervo Jesús». Elapóstol Pedro, a la luz de las antiguas profecías (v 18), en particular las del cuarto poema del Siervo de YHWH (Is 53), ayuda a la muchedumbre a reconocer en Jesús al Mesías no reconocido por su pueblo, rechazado y condenado a una muerte injusta. Cuando se desconoce el designio de Dios, se subvierten también los valores humanos: se indulta a un asesino y se condena a muerte al «Jefe de la vida» (vv. 14-15, al pie de la letra). Sin embargo, la muerte no es más fuerte que la vida; no son los hombres quienes conducen la historia, sino Dios, que con su poder ha resucitado de entre los muertos a su Siervo fiel. Los apóstoles -y, en consecuencia, todos los creyentes- son testigos de este hecho y participan de la vida divina que les ha comunicado el Resucitado. Pero nada de esto obedece a un poder que tengan por sí mismos; sólo en nombre de Jesús pueden realizar prodigios y, sobre todo, exhortar con autoridad al arrepentimiento y a la conversión para que sean borrados sus pecados.


Segunda lectura: 1 Juan 2,1-5a

1 Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo, el Justo. 2 El ha muerto por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino por los del mundo entero.

3 Sabemos que conocemos a Dios, si guardamos sus mandamientos. 4 El que dice: «Yo lo conozco» pero no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. 5 En cambio, el amor de Dios llega verdaderamente a su plenitud en aquel que guarda su Palabra.

Tras haber expresado, con el simbolismo de la luz y de las tinieblas, el contraste entre la justicia de Dios y de Cristo (1,5.9; 2,1), por una parte, y el pecado del hombre, por otra, Juan invita a los creyentes a considerar, con detenimiento, la orientación que deben dar a su propia vida. El apóstol, que ha visto con sus ojos y tocado con sus manos al Verbo de la vida, nos escribe a nosotros (2,1) con autoridad. Sus palabras son una exhortación a evitar el pecado y a reconocer la justicia divina, que es, ante todo, amor y misericordia. Si es verdad, en efecto, que no hay nadie que no tenga culpa -verdad enunciada ya en el Antiguo Testamento (Prov 20,9; 28,13; Eclo 7,20)-, también lo es -y en esto consiste la Buena Noticia del Nuevo Testamento- que Dios, fiel y justo, nos ofrece el perdón y la purificación por medio de la sangre de su Hijo (1,7.3).

El hombre, herido por el pecado, es «justificado» por medio del sacrificio de Jesucristo, el cual permanece para siempre como nuestro intercesor junto al Padre. En él se ha abierto de nuevo el camino del retorno a Dios y de la plena comunión con él. Ahora bien, no podemos hacernos la ilusión de amar a Dios -conocer en el lenguaje bíblico equivale precisamente a amar si no guardamos sus mandamientos y no cumplimos su voluntad en las situaciones concretas de la vida. Humildad y obediencia son, por consiguiente, dos rasgos que deben caracterizar al cristiano. Ambas le hacen capaz de dar acogida al «amor perfecto» o sea, al mismo Espíritu Santo, que lo configura con Cristo, en total oblación y gratuidad (vv. 35).


Evangelio:
Lucas 24,3548

En aquel tiempo, los discípulos [de Emaús] contaban lo que les había ocurrido cuando iban de camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

36 Estaban hablando de ello, cuando el mismo Jesús se presentó en medio y les dijo:

37 Aterrados y llenos de miedo, creían ver un fantasma. 38 Pero él les dijo:

Tocadme y convenceos de que un fantasma no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.

40 Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. 41 Pero como aún se resistían a creer, por la alegría y el asombro, les dijo:

42 Ellos le dieron un trozo de pescado asado. 43 El lo tomó y lo comió delante de ellos. 44 Después les dijo:

45 Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran las Escrituras 46 y les dijo:

- Estaba escrito que el Mesías tenía que morir y resucitar de entre los muertos al tercer día 47 y que en su nombre se anunciará a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados. 48 Vosotros sois testigos de estas cosas.

Estamos en la noche del día de pascua. Los Once, reunidos en el cenáculo, esperan la puesta del sol y la caída de las tinieblas. Sin embargo, ahora, con la resurrección de Cristo, la barrera entre el tiempo y la eternidad -entre la muerte y la vida- ha sido derribada. De improviso, el Resucitado, que ya se ha hecho reconocer por los discípulos de Emaús, aparece en medio de ellos; mejor aún, «está» entre ellos: dicho de otro modo, «se manifiesta» como el que está presente y trae la paz como don, o sea, él mismo una vez más (v 36). El evangelio subraya de nuevo la dificultad que les supone a los apóstoles creer, así como la benévola comprensión de Jesús, que no se cansa de ofrecer distintos modos de reconocimiento: los signos inconfundibles de su crucifixión y la familiaridad de una comida compartida (vv 41-43).

Hasta aquí el evangelista se ha limitado a presentar, por así decirlo, la «crónica» de los acontecimientos; ahora (vv. 44-48) penetra en su significado bajo la guía de la Palabra de Dios. En efecto, este misterio de salvación es el cumplimiento de las Escrituras. De ellas se cita, en particular, algunos pasajes evocados también en el relato de la pasión. En este contexto, y por tercera vez, vuelve la afirmación de la necesidad de la muerte de Cristo (en griego déi: «era preciso», «era necesario» [v 44]) para el cumplimiento del designio divino de salvación.

Y llegamos así al tercer pasaje del fragmento: la experiencia viva y la comprensión de fe del acontecimiento de la resurrección abre la misión ante los apóstoles. Ellos son testigos directos y se les ha hecho capaces de dar razón de su fe y de anunciarla a todas las naciones (v. 47), predicando «en el nombre de Jesús» -o sea, con su autoridad- la conversión y el perdón de los pecados. Jerusalén, que es, en Lucas, el centro y la cima de la misión de Cristo, se convierte ahora también en el punto de partida de la irradiación del Evangelio.


MEDITATIO

La alegría pascual crece y tendrá su plenitud en la vida eterna, en la resurrección futura. Por eso, nuestra alegría está motivada por la esperanza de llegar a ser herederos del Reino de los Cielos, por la esperanza de resurgir con Cristo también en cuerpo. Una alegría vivida, experimentada, pregustada en la tierra como peregrinos, aunque destinada a crecer hasta la meta de la eternidad bienaventurada.

Esta alegría de peregrinos -que va unida siempre a la fatiga y al sufrimiento del camino- requiere de nosotros ascesis, conversión del corazón y empeño en su custodia, porque puede verse, fácilmente, turbada y abrumada por el espanto, por el cansancio, por la angustia... En una palabra, por todos los peligros que nos acechan mientras vamos de viaje. De ahí que tengamos necesidad de una fuerza interior, divina: eso que nosotros no seríamos capaces de guardar por nosotros mismos es confiado al Espíritu, al Espíritu consolador.

¿Cómo es posible obtener un don tan precioso, gracias al cual podremos vivir como verdaderos testigos del Resucitado y alegrarnos siempre, vayan como vayan las cosas? Debemos desearlo con pureza de corazón y con humildad, pues así lo recibiremos, con gratitud, como don. Si existe esta disposición en nuestro interior, reside en nosotros verdaderamente la vida nueva: podemos ejecutar el testamento que el Señor Jesús nos ha dejado, ¡venga el canto nuevo, la alegría verdadera!


ORATIO

Por este camino por el que andamos siempre peregrinos -con el peso de la soledad en el corazón- vienes tú, el Viviente entre los muertos, a nuestro encuentro y partes el pan del amor. En este largo camino, donde, a la puesta del sol, se extienden nuestras sombras, enciende, oh Viajero envuelto de misterio, el vívido vivaque de tu Palabra y sabremos, por su fuego ardiente, que nuestra esperanza ha resucitado más viva, más fuerte.

Sí, abre nuestra mente para comprender la Palabra, porque sólo ella puede disipar las dudas que aún surgen en nuestro corazón. ¡Cuántas veces, incapaces de reconocerte, hemos renegado de ti también nosotros! Pero tú, el Justo, con manso padecer te has hecho víctima de expiación por nuestros pecados. No nos dejes ahora vacilantes y turbados: que tu presencia infunda en nosotros la paz, que tu espíritu despeje nuestra mirada y nos haga alegres testigos de tu amor.


CONTEMPLATIO

Cuando «vino con las puertas cerradas y se plantó en medio de ellos, aterrados y llenos de miedo, creían ver un fantasma» (cf. Jn 20,26; Lc 24,36s), pero él sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22s). Después les envió desde el cielo al mismo Espíritu, aunque como nuevo don. Estos dones fueron para ellos los testimonios y los argumentos de prueba de la resurrección y de la vida. En efecto, el Espíritu es la prueba que atestigua que «Cristo es la verdad» (1 Jn 5,6), la verdadera resurrección y la vida. Por eso los apóstoles, que habían permanecido también dudosos al principio, tras haber visto su cuerpo redivivo, «daban testimonio con gran energía de la resurrección de Jesús» (Hch 4,33), después de haber gustado al Espíritu vivificador. De ahí que sea más provechoso concebir a Jesús en nuestro propio corazón que verlo con los ojos del cuerpo u oírle hablar; y de ahí también que la obra del Espíritu Santo sea mucho más poderosa sobre los sentidos del hombre interior que la impresión de los objetos corpóreos sobre los del hombre exterior.

Ahora bien, por eso mismo, hermanos míos [...], vuestro corazón se alegra dentro de vosotros y dice: «He recibido este anuncio: ¡Jesús, mi Dios, está vivo! Y, al recibir esta noticia, mi espíritu, ya sumido en la tristeza, languideciendo por la tibieza o dispuesto a sucumbir al desánimo, se reanima» (Guerrico d'Igny, Sermo in Pascha, I, 4).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos» (cf. Hch 3,15).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La paz no es una situación; ni siquiera un estado de ánimo, ni tampoco es, ciertamente, sólo una situación política; la Paz es Alguien. La paz es un nombre de Dios. Es su «nombre, que se acerca» (Is 30,27) y trae con él la bendición que funda la comunidad, que toca personalmente y reconcilia. La paz es Alguien, el Traspasado, que aparece en medio de nosotros y nos muestra sus manos y su costado diciendo: «La paz esté con vosotros».

La paz es verle a él: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28) y aceptar asimismo la muerte como algo que no puede ser separado de su amor. «El es nuestra paz. Paz para Ios que están cerca y para Ios que están lejos» (Ef 2,17). En este pasaje encontramos la identificación más fuerte de la paz con el nombre de Jesús.

«El ha hecho de Ios dos pueblos uno solo» (Ef 2,14). A partir de toda dualidad, desorden y separación, a partir de toda división, ha hecho el «Uno», ha fundado el Uno y «ha anulado la enemistad en su propia carne» (Ef 2,14). Quien por medio de la oración busca la paz con todo su corazón, busca a aquel que es la paz, en el único lugar en que se entregan la reconciliación, el perdón de los pecados y la paz: el lugar del sacrificio, el Gólgota, el Mona eterno (B. Standaert, Pace e prighiera, en G. Alberigo - E. Bianchi - C. M. Martini, La pace: dono e profezia, Magnano 19912, pp. 129s).