El celibato por el Reino de los Cielos

(Mt 19,10-12)

En aquel tiempo, [después de que Jesús hubiera sido puesto a prueba por los fariseos], 10 los discípulos le dijeron:

11 Él les dijo:

 

LECTIO

Jesús siguió la inspiración del Padre. Éste, en efecto, quiso que la expresión más audaz en favor de la unión matrimonial (cf. Mt 5,32; 19,9) fuera pronunciada por su apóstol supremo -Cristo- precisamente cuando, con el ejemplo de su vida, estaba haciendo el mejor elogio en favor del celibato por el Reino de los Cielos.

Hay quien ha pretendido, inútilmente, contra la constante tradición de la Iglesia y contra la técnica de una exégesis rigurosa, quitarle al texto de Mt 19,10-12 todo contenido de peculiaridad evangélica y todo valor de consejo evangélico. Según esa pretensión, del texto que nos ocupa sólo se podría recabar el precepto de la fidelidad conyugal o la prohibición de la poligamia. En realidad, el estudio del Sitz im Leben -es decir, del ambiente originario o de las circunstancias en las que fue pronunciado el dicho sobre los eunucos- refuerza el sentido duro e incisivo de ese término. Es muy probable, en efecto, que Jesús no lo hubiera empleado por propia iniciativa, sino para defenderse a sí mismo y a sus seguidores más íntimos, que compartían su misma forma de vida, del insulto dirigido a ellos en este sentido por sus no pocos detractores y enemigos.

Con el dicho sobre los eunucos, Jesús aclaró que la elección de su extraña forma de vida no se debía a la imposibilidad física de construirse un hogar doméstico propio, sino a su deseo y a su programa de vida: dedicarse de una manera total y exclusiva a la causa del Reino de los Cielos. Vivir como eunucos de este modo, lejos de constituir un motivo válido de insulto, debía considerarse un honor. A buen seguro, para vivir así era necesario recibir un don divino especial.

 

MEDITATIO

Dios otorga, con soberana libertad, los dones de su gracia: es algo que no se puede discutir. Sin embargo, si alguien se reconoce entre aquellos a quienes se ha otorgado lo que sigue siendo incomprensible para muchos a causa de su preciosidad, debe advertir la necesidad de una gran humildad a la hora de acoger y vivir la propia vocación.

Los discípulos hablan de que «no tiene cuenta» casarse si el vínculo matrimonial puede resultar gravoso en ocasiones para el hombre. Jesús confirma que hay una libertad cuyo precio no es menor que la indisolubilidad del matrimonio: la castidad perfecta por el Reino de los Cielos. Ésta se abraza no por comodidad o por conveniencia, sino por un amor más grande al que todo está subordinado. Se trata de una libertad respecto a los condicionamientos de la inclinación natural y respecto a los instintos sexuales, pero que también implica combate y sacrificio.

El discurso de la castidad hoy es extraño como nunca a la mentalidad común, y los santos -o mártires- por la pureza resultan los menos apreciados, cuando no son incluso objeto de burla o de compasión por su inútil holocausto, como si hubieran querido simplemente defender hasta derramar su sangre una «virtud» antes que su fidelidad al amor exclusivo por el Reino. «Quien pueda entender, que entienda», dice Jesús: debemos interrogarnos sobre la verdad de nuestra comprensión del don, sobre la pureza de nuestras intenciones al acogerlo y sobre la radicalidad de nuestro compromiso al custodiarlo. Un compromiso de custodiarlo y de vivirlo como testimonio de aquel amor absoluto -divino- en el que toda la humanidad, redimida por la sangre de Cristo, está llamada a participar en vistas a una unión beatificante y eterna.

 

ORATIO

Oh Dios, que moras complacido en los cuerpos castos y amas con predilección las almas vírgenes. Oh Dios, que en tu Hijo, por quien todo fue hecho, has restaurado la naturaleza humana, dañada en nuestros primeros padres por fraude del maligno; tú no sólo has devuelto al hombre la santidad original, sino que lo llevas a experimentar, ya en esta vida, los dones reservados para el mundo futuro; y así haces a quienes viven aún en la tierra semejantes a los ángeles del cielo [...]. Mira, Señor, a estas hijas tuyas que, poniendo en tus manos su deseo de continencia, te ofrecen aquella virginidad que tú mismo les hiciste desear. [...]

Que brille en ellas, Señor,
por el don de tu Espíritu,
una modestia prudente,
una afabilidad juiciosa,
una dulzura grave,
una libertad casta;
que sean fervientes en el amor y nada amen fuera de ti.
Que sean dignas de alabanza,
pero no busquen ser alabadas;
que te glorifiquen, Señor,
por la santidad de su cuerpo
y por la pureza de su espíritu;
que por amor te teman y con amor te sirvan.

Que tú seas su honor, su gozo, su deseo;
encuentren en ti descanso en la aflicción;
consejo, en la duda;
fuerza, en la debilidad;
paciencia, en la tribulación;
abundancia, en la pobreza;
alimento, en el ayuno;
remedio, en la enfermedad.

Que en ti, Señor, lo encuentren todo
y sepan preferirte sobre todas las cosas

(del rito de la Consecratio virginum).

CONTEMPLATIO

«El que es virgen», dice el apóstol, «piensa en las cosas de Dios, cómo agradarle, para ser santo con el cuerpo y con el espíritu» (1 Cor 7,32-34). Esto es un sacrificio voluntario, una ofrenda espontánea, a la que no somos impulsados por leyes y preceptos, ni obligados por necesidad. También dice el Señor en el evangelio: «Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,12). ¿Quién puede? Ciertamente, aquel a quien el Señor haya inspirado el deseo y otorgado los medios.

Así, pues, antes que nada, confía tu vocación con la mayor devoción del corazón a aquel que la inspiró. Y pídele con la plegaria más fervorosa que te haga fácil por la gracia lo que te es imposible por la naturaleza. Piensa siempre en el precioso tesoro que llevas en un vaso tan frágil, y en el premio, la corona y la gloria que asegura la virginidad fielmente observada; rumia sin pausa en el corazón la pena, la confusión y la condena que acarrea consigo la virginidad perdida.

¿Qué tesoro es más precioso que éste? Con él se compra el cielo y se hace gozar a los ángeles, de él se mostró deseoso el mismo Cristo, con él nos sentimos impulsados a amar y a dar. ¿A dar qué? Me atrevo a decir que a nosotros mismos y todas las cosas que tenemos como propias. Así, el nardo de tu virginidad lleva su perfume hasta el cielo (cf. Cant 1,11) y hace que el rey, es decir, el Señor tu Dios, desee tu belleza (cf. Sal 44,12). Piensa qué esposo has elegido, qué amigo has adquirido. Es el más bello entre los hijos de los hombres (cf. Sal 44,3), más bello incluso que el sol, y supera la belleza de todas las estrellas (cf. Sab 7,29). Su espíritu es más dulce que la miel y su herencia vale más que un panal que destila (cf. Sab 24,27). Tiene en su diestra la duración de los días, y en su izquierda riquezas y gloria (Prov 3,16). Él te ha elegido ya, pero no te coronará sino después de la prueba. Dice la Escritura: «Quien no ha sido tentado, no ha sido probado» (Sab 34,9). La virginidad es el oro, la celda es la hoguera, el fundidor es el demonio, el fuego es la tentación. El cuerpo de la virgen es el vaso de arcilla en el que se esconde el oro para probarlo (Elredo de Rievaulx, Regola della reclusa, Siena 1965, pp. 47ss).

 

ACTIO

Medita con frecuencia y pon en práctica hoy esta Palabra:

«Te amo, Señor, mi fuerza» (Sal 17,2).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El celibato aparece en el plan de la creación visible como una anomalía y hasta como un modo de privar a Dios de un tipo de gloria. Son muchos los que lo piensan. Y también nosotros nos sentimos tentados a pensarlo en ocasiones. Es una conclusión inevitable para quien parte de las cosas terrestres. Para comprenderlo, es preciso partir de lo alto: coelis ibat (celibato), aquel que está en camino hacia el cielo, que va al encuentro de Aquel que baja de los cielos. Aquí se encuentra el interés del recorrido. Dios no parte de la tierra, de donde no sería posible hacerle subir. El amor de la vida no discurre de la tierra hacia Dios, sino que baja de Dios hacia la tierra [...]. Aquí se encuentra el amor como tal: el «amor verdadero». De aquí descienden como una cascada todos los amores del mundo, siempre menos perfectos, pero que tienen su razón de ser en el hecho de ser signo del amor que existe en Dios [...].

En el matrimonio encontramos una vocación al amor singularmente rica. Es el signo más bello del amor de Dios en la cima de la creación visible. Dos seres se unen en este amor para recibir a Dios. Se trata de un gran misterio, dice san Pablo, porque es el signo del amor de Cristo por su Iglesia. En el celibato no hay un signo de este amor, sino que se establece una comunicación directa con la unión de Cristo con la Iglesia. El celibato es un camino de la humanidad fuera de sí misma, que se da la espalda a sí misma, para presentarse al amor de Dios.

Los célibes son una pequeña parte de la humanidad que, en nombre de todos los otros seres humanos, renuncian a cuanto les es más propio, para dejarse tomar por Dios, para dejarse tomar sin división. «El que se casa está dividido», dice san Pablo. Y si esta pequeña parte de la humanidad realiza este camino hacia el Señor, es para vivir —y sólo para vivir— el Amor con el que El ama a la humanidad. Limitarlo a una historia personal significa reducirlo a bien poca cosa. El celibato es una función de amor vivida en nombre de todo el mundo (M. Delbrél, Comunitá secondo il Vangelo, Milán 1996, pp. 86-88 [edición española: Las comunidades según el Evangelio, PPC, Madrid 1998]).