Las exigencias de la vocación
apostólica

(Mt 8,19ss)


En aquel tiempo, 19 se le acercó un maestro de la ley y le dijo:

20 Jesús le dijo:

 

LECTIO

Vuelve a aparecer el tema del seguimiento en el contexto de la misión de Jesús. Mateo habla de él –y esto resulta particularmente significativo– inmediatamente después de la revelación de Jesús como siervo del Señor, que carga sobre sí nuestras debilidades (cf. v 17 e Is 53,4). Por otra parte, se recurre con frecuencia a este pasaje de Mateo para hablar del Cristo pobre, y es justo que se haga. Sin embargo, es preciso evitar limitarse a la afirmación de que Jesús no tenía, desde el punto de vista sociológico, «ni siquiera una piedra» donde reclinar la cabeza. El dicho, más que el carácter espartano de los medios, subraya las características del tipo de vida casta y pobre de Jesús. Él vivió, bajo la acción iluminadora del Padre, con plena conciencia, el carácter positivo de los valores que nosotros llamamos «castidad consagrada» y «pobreza evangélica», pero fue también consciente de la privación que este tipo de opción comportaba. Y se lo hizo saber al escriba que quería entrar en el círculo especial de sus seguidores.

La estructura ternaria (muy semítica) y de contraposición (entre el tercer miembro y los dos primeros) del dicho hace aparecer con todo su rigor el extraordinario «no» que marcaba la vida del Hijo del hombre. Al lado, y como prolongación de la imagen de las zorras con sus madrigueras y los pájaros del cielo con sus nidos, se eleva, en una posición de claro contraste, la figura de Jesús, hombre sin madriguera, hombre sin nido. El Hijo del hombre, el supremo Consagrado y Misionero del Padre, no tiene una madriguera humana propia, no tiene un nido humano propio (cf. Sal 84,4), un hogar doméstico propio, una esposa-compañera de vida propia (cf. Sal 128,3) que, como columna de apoyo (cf. Eclo 36,26), le sirva de ayuda (cf. Gn 2,18; Prov 31,10ss). No tiene ningún nido como tal, y por eso algunos pueden insultarle llamándole «hombre que no tiene nido» (Eclo 36,27).

 

MEDITATIO

La Palabra de Dios es espada de doble filo: purifica y regenera. Hace ser. El discípulo encuentra su identidad en el seguimiento del Hijo del hombre, en el Maestro y Señor de la historia. La diferencia entre el escriba y el discípulo ilumina el camino. El escriba elige un maestro entre varios, sigue su enseñanza, comparte su vida durante un período, aprende para convertirse a su vez en maestro y tener sus propios discípulos. Nada hay más rico para la sociedad, que de este modo puede crecer en cultura y en perspectivas de desarrollo. Jesús conduce a los suyos a otro nivel, el del Reino de Dios, en el que todo se lleva a cumplimiento: «No me habéis elegido vosotros, soy yo quien os ha elegido» (Jn 15,16).

A la llamada deben corresponder con apertura de ánimo, con pobreza de espíritu, y, como el funcionario del rey, deben creer en su palabra y ponerse en camino (cf. Jn 4,50; Mt 8,5-13). Sin embargo, hay un paso que es necesario vivir: descubrir la propia identidad de discípulo averiguando -guiados por el Espíritu- la identidad de Aquel que llama. Se trata de un verdadero paso pascual, un perder para encontrar, un morir para vivir la vida nueva.

Jesús, dirigiéndose al escriba, continúa formando a los suyos. Seguirle no significa carecer de meta y vivir en una pobreza total, privados incluso de casa y afectos. No tendría entonces sentido el «céntuplo» prometido a quienes lo dejan todo por su causa y por el Evangelio (cf. Mc 10,28-30). Jesús quiere llevar a los discípulos a perder los puntos de referencia aprendidos en su propio mundo -el «nido» o la «madriguera»-, a fin de entrar en la lógica del Reino, confiarse únicamente al Padre y seguir sus caminos para anunciar la Buena Nueva. Sólo él es la casa, la roca, el escudo. El paso puede percibirse como una muerte y ser rechazado (el joven rico). Sin embargo, vivido en la fe y el amor, abre unos horizontes nuevos. Emerge una vez más la cruz, fuente de vida.

Lucas inserta este relato en el marco general de la subida de Jesús a Jerusalén, donde se revelará el misterio del amor del Padre en el Hijo del hombre condenado a muerte y crucificado (Lc 9,57ss) y se derramará sobre el universo. Señala la exhortación apostólica Vita consecrata: «Las personas que siguen a Cristo en la vía de los consejos evangélicos desean, también hoy, ir allá donde Cristo fue y hacer lo que él hizo. El llama continuamente a nuevos discípulos, hombres y mujeres, para comunicarles, mediante la efusión del Espíritu (cf. Rom 5,5), el ágape divino, su modo de amar, apremiándolos a servir a los demás en la entrega humilde de sí mismos, lejos de cualquier cálculo interesado» (VC 75).

 

ORATIO


Señor, enséñanos el camino de la vida. Enséñanos a mirarte sólo a ti en nuestra vida diaria, a buscar el Reino con sencillez de corazón. Enséñanos a no temer perder, sino a confiar en tu Palabra. Enséñanos a vivir como discípulos que, con alegría, entregan su propia vida, día a día, a fin de construir un mundo más unido, en la fraternidad universal.

Danos tu Espíritu de manera abundante para que sepamos discernir la voluntad del Padre, «lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2). Concédenos la fuerza necesaria para salir de nuestro nido que nos envuelve de calor y de la madriguera que nos ofrece protección, a fin de descubrir que nuestra casa es nuestra gente, la misma en medio de la cual vives tú. Tú sabes que tenemos miedo del viento que azota, de los golpes de mar que sumergen, del desconocido que está delante de nosotros; sin embargo, aquí estás tú también para aportarnos serenidad, luz y vida.

Haz que, con la fuerza de tu Espíritu, tengamos el coraje del amor, a fin de que todo nido y toda madriguera no se vuelvan para nuestro corazón un ídolo para adorar, un templo donde habitar. Aquí es donde debemos encontrarte, en nuestra sociedad de hoy, fruto del genio humano y del corazón endurecido: una sociedad que gime en espera de la redención.

 

CONTEMPLATIO

¡Oh Señor, cuán grande es la abundancia de tu dulzura, que escondiste para los que te temen! Pero ¿qué eres para los que te aman? y ¿qué para los que te sirven de todo corazón? Verdaderamente es inefable la dulzura de tu contemplación, la cual das a los que te aman.

En esto me has mostrado singularmente tu dulce caridad, en que cuando yo no existía, me criaste, y cuando erraba lejos de Ti, me convertiste para que te sirviese, y me mandaste que te amase.

¡Oh fuente de amor perenne! ¿Qué diré de Ti? ¿Cómo podré olvidarme de Ti, que te dignaste acordarte de mí aun después de que yo me perdí y perecí? Usaste de misericordia con tu siervo sobre toda esperanza, y sobre todo merecimiento me diste tu gracia y amistad. ¿Qué te volveré yo por esta gracia? Porque no se concede a todos que, dejadas todas las cosas, renuncien al mundo y escojan vida retirada. ¿Por ventura es gran cosa que yo te sirva, cuando toda criatura está obligada a servirte? No me debe parecer mucho servirte, sino más bien me parece grande y maravilloso que Tú te dignaste recibir por siervo a alguien tan pobre e indigno y unirle con tus amados siervos.

Tuyas son, pues, todas las cosas que tengo y con las que te sirvo. Pero, por el contrario, Tú me sirves más a mí que yo a Ti. El cielo y la tierra que Tú criaste para el servicio del hombre, están prontos, y hacen cada día todo lo que les has mandado; y esto es poco, pues aún has destinado a los ángeles para servicio del hombre. Mas a todas estas cosas excede el que Tú mismo te dignaste servir al hombre y le prometiste que te darías a Ti mismo.

¿Qué te daré yo por tantos millares de beneficios? ¡Oh! ¡Si pudiese servirte todos los días de mi vida! ¡Oh! ¡Si pudiese solamente, siquiera un solo día, hacerte algún digno servicio! Verdaderamente, Tú sólo eres digno de todo servicio, de toda honra y de alabanza eterna. Verdaderamente, Tú sólo eres mi Señor, y yo soy un pobre siervo tuyo, que estoy obligado a servirte con todas mis fuerzas y nunca debo cansarme de alabarte. Así lo quiero, así lo deseo; y lo que me falta, ruégote que Tú lo suplas.

Grande honra y gran gloria es servirte y despreciar todas las cosas por Ti. Por cierto, grande gracia tendrán los que de toda voluntad se sujetaren a tu santísimo ser(1Jn vicio. Hallarán la suavísima consolación del Espíritu Santo los que por amor tuyo despreciaren todo deleite carnal. Alcanzarán gran libertad de corazón los que entran por senda estrecha por amor tuyo, y por él desechan todo cuidado del mundo.

¡Oh agradable y alegre servidumbre de Dios, con la cual se hace el hombre verdaderamente libre y santo! ¡Oh sagrado estado de la profesión religiosa, que hace al hombre igual a los ángeles, apacible a Dios, terrible a los demonios y recomendable a todos los fieles! ¡Oh esclavitud digna de ser abrazada y siempre deseada, por la cual se merece el Sumo Bien y se adquiere el gozo que durará sin fin! (Tomás de Kempis, La imitación de Cristo, III, 10, passim).

 

ACTIO

Medita con frecuencia y realiza hoy la Palabra:

«Les ordenó que no tomaran nada para el camino, excepto un bastón. Ni pan, ni zurrón, ni dinero en la faja. Que calzaran sandalias, pero que no llevaran dos túnicas» (Mc 6,8ss).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Jesús es la vía, es el camino; es la luz, es el primogénito que guía a los hermanos. Y cada vez que el hombre advierte la presencia de Cristo en su vida, siente la necesidad de seguirle, de convertirse en su compañero de viaje.

«Te seguiré a donde vayas». Jesús acoge el propósito de su interlocutor, pero le hace comprender lo que significa seguirle. El Señor está contento de que le sigamos, no espera otra cosa, pero no nos engaña: seguirle significa abandonarnos a nosotros mismos, salir de la prisión del enemigo, de la soberbia del corazón, de las intemperancias; aceptar la naturaleza humana, para convertir nuestro sufrimiento en medio de redención, antes que de condena. Lo que nosotros tal vez prometemos en ocasiones a Jesús, sin tener una conciencia suficiente de lo que hacemos, él lo transforma con el poder de su gracia y con la intransigencia de su corazón. Jesús no acepta como compañero de viaje a quien le ofrece sólo una fidelidad aparente; quiere una fidelidad auténtica, quiere que llevemos la cruz con él para ser, al mismo tiempo, salvados y salvadores.

«Señor, te seguiré a donde vayas». El cristiano, siguiendo a Jesús, sale de su soledad, de su errar sin meta, sin esperanza. Por eso, esta afirmación puede esconder, con frecuencia, mucha presunción. Creemos prometer al Señor algo grande, cuando en realidad buscamos en él un refugio, un sitio donde cobijarnos, porque tenemos miedo de perdernos, porque estamos cansados de vagabundear. Y no nos damos cuenta de que nuestro deseo de seguir a Cristo -de cualquier modo que se presente- más que fruto de nuestra buena voluntad es fruto de su corazón misericordioso, que nos atrae, que llama a nuestra libertad, disipa nuestro miedo, nos envuelve con su fidelidad y su gracia. Debemos seguir a Cristo sin hacernos ilusiones. El mismo nos dice: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Seguir a Cristo no constituye una cómoda seguridad que libera al cristiano de las angustias de la vida, que le dispensa de la fatiga del trabajo, que le proporciona una tranquilidad en sus exigencias terrenas (Anastasio del SS. Rosario, Parole d'uomini a Cristo, Milán 1970, pp. 82-85).