La buena nueva de las
bienaventuranzas

(Mt 5,1-12)


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Al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. 2Z Entonces comenzó a enseñarles con estas palabras:

3 Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.

4 Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará.

5 Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra.

6 Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque Dios los saciará.

7 Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos.

8 Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios.

9 Dichosos los que construyen la paz, porque serán llamados hijos de Dios.

10 Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

11 Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

 

LECTIO

El capítulo 5 del evangelio según san Mateo se abre con el célebre discurso de Jesús llamado «de la montaña», que abarca los capítulos 5-7. Las «bienaventuranzas» (5,1-12) constituyen el exordio del mismo.

Con esta página nos encontramos en el corazón de la «Buena Nueva». En la inauguración de su misión salvífica, Jesús sube al «monte», el nuevo Sinaí, donde, con una actitud solemne de Maestro, «se sienta» para pro(1Jn clamar el discurso programático de toda su enseñanza: el Reino de los Cielos ya está presente (cf. primera y octava bienaventuranzas), que es al mismo tiempo (cf. desde la segunda a la séptima bienaventuranzas) una promesa para el futuro. Este tiene, en efecto, un carácter absoluto e histórico a la vez, que se revela en la tierra precisamente en la persona de Jesús. Este, al promulgar la nueva ley de este Reino, enuncia «con autoridad» nuevas sentencias (ocho más una) que empiezan con otras tantas declaraciones de felicidad. El aspecto paradójico es que se atribuyen a personas que se encuentran en unas condiciones que desmienten, al menos en apariencia, toda posible felicidad. Sin embargo, aquí se encuentra precisamente la novedad. La bienaventuranza nace de la relación vital con Dios y está conectada siempre con la figura y la obra de Jesús, a través del cual se transforman también las relaciones fraternas.

Por eso, el pobre, que por no tener nada está total(1Jn mente abierto a recibir, encuentra en Dios su riqueza. Próxima a la bienaventuranza de los humildes -pobres «en el espíritu», como precisa Mateo- es la de los que lloran: Dios mismo enjuga sus lágrimas (cf. Ap 7,17). A los «humildes», que no acaparan con arrogancia seguridades terrenas, se les promete, pues, la felicidad ofrecida gratuitamente por el Señor, que los acoge en la verdadera tierra prometida haciéndolos coherederos con Cristo; más aún, los incorpora a él. A los que «tienen hambre y sed de justicia» y sienten anhelos de él, que es el único que puede satisfacerlas, se les promete la saciedad, porque en Cristo -pan verdadero y agua viva- se realiza toda «justicia», o sea, la salvación del hombre. Los «misericordiosos», que olvidados de sí mismos comparten la misma pasión de Dios por los necesitados de perdón y piedad, se verán envueltos en la tierna benevolencia del Padre. A los que buscan a Dios con sinceridad -los que tienen un «corazón limpio»- y realizan su voluntad con toda la entrega posible, se les promete la gran bienaventuranza en la que culminaba el deseo de los justos del Antiguo Testamento: ver a Dios. A los que construyen la paz se les promete la plenitud de la relación con Dios: ser considerados sus hijos. En el Antiguo Testamento ya se intuía la conexión entre el construir la paz y convertirse en hijos de Dios (cf. Eclo 4,1-10); en Jesús se hace finalmente posible en plenitud la gran aspiración bíblica: él, con su muerte y resurrección, nos da la paz y nos hace constructores de paz, convirtiéndonos al mismo tiempo en los verdaderos hijos de Dios.

Sin embargo, las bienaventuranzas no concluyen en este punto, que marca la cima del camino cristiano. En efecto, no se puede vivir comprometido en favor de Dios y de los hermanos sin padecer injusticias y «persecuciones». El evangelio lo subraya de manera repetida. El rechazo anunciado en el v. 10 se recoge en el v. 11 con una determinación posterior: dichosos vosotros -dice Jesús- cuando «por mi causa» padezcáis incomprensiones, cuando haciendo el bien recibáis mal; dichosos porque entonces os asemejaréis verdaderamente a mí, vuestra Bienaventuranza.

 

MEDITATIO

Tal vez no exista ningún pasaje evangélico del que se desprenda con una mayor inmediatez la diferencia entre la mentalidad ofrecida por el mundo y la propuesta por Jesús. Sin embargo, mientras el hedonismo o el neopaganismo que nos rodean encuentran infinitos modos de insinuarse incluso en las casas religiosas, la voz de Jesús que canta las bienaventuranzas sólo la oye el corazón que está a la escucha, el que sabe dejar espacio al silencio. Tampoco basta con estar fascinado por su mensaje a contracorriente; es preciso que éste se con(1Jn vierta en la razón última de nuestro vivir y en algo por lo que estemos dispuestos también a morir. Ahora bien, esa disponibilidad -como todo lo que vale- no se improvisa. Es fruto de opciones continuamente reafirmadas. Para llevarlas a cabo, el corazón debe arder con un amor singular por Aquel que encarna en primera persona las bienaventuranzas: Jesús.

Es Jesús el pobre que nos muestra -a través de su rostro, de sus manos, de su porte- lo que es el Reino de los Cielos. En él la máxima aflicción, culminada en el escarnio, en los salivazos y en el suplicio de la cruz, es consolada por la alegría de hacer la voluntad del Padre y dar la vida por sus amigos. Y nosotros, que deseamos amarle, estamos invitados a aprender de él la humildad que nos haga poseer la tierra nueva y los cielos nuevos, y aquella verdadera alegría nadie podrá arrebatárnosla nunca. Desde el día en que entregó el pan a las muchedumbres que le seguían, desde el día de su «Tengo sed» en la cruz, podemos ver en él lo que significa darse cuenta de que los hermanos tienen hambre y sed, y, por ello, sentir la exigencia de hacernos también nosotros alimento y bebida para todos. Acoger esa voz de dolor nos hace formar una sola cosa con Jesús, cuerpo entregado y sangre derramada.

Uniéndonos a él, nos volvemos portadores de su presencia, hijos de paz y de bendición. Sin embargo, es inevitable que cuantos están de parte de Jesús provoquen el desencadenamiento del odio y de la persecución por parte de los que se han pasado al Enemigo del hombre, que no ama la vida. Esa hostilidad, que llega en ocasiones a matar, hace en realidad a los discípulos partícipes de la inmolación del Cordero y, en consecuencia, partícipes de su victoria: la victoria del amor.

 

ORATIO

Señor Jesús, tú nos repites aquí y ahora la Palabra llena de esperanza que nos conduce hacia el camino de la felicidad. Haz que lo emprendamos con la alegría humilde y consciente de quien se sabe amado y quiere amarte con todas sus fuerzas, a ti «el más bello entre los hijos del hombre», nuestra Bienaventuranza suprema.

Seguirte a lo largo del camino que nos indicaste en el monte refuerza en nosotros cada día el impulso, a fin de que tú crezcas en nuestro corazón hasta hacernos pura y amable transparencia de tu presencia en medio de los hermanos. Que no nos espanten las persecuciones y las incomprensiones, puesto que creemos que precisamente en el momento de la prueba experimentaremos tu amor, que nos asegura el pleno y total consuelo en la tierra de los humildes por los siglos sin fin. Amén.

 

CONTEMPLATIO

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3). Y son bienaventurados sin más aquellos que, tras rechazar los viles y pesados fardos de este mundo, no quieren ser ricos más que del único Creador del mundo: por su causa son «como los que no tienen nada, pero gracias a él lo poseen todo» (cf. 2 Cor 6,10). ¿Acaso no poseen todo aquellos que poseen a quien contiene y dispensa todas las cosas, aquellos cuya parte en la herencia es Dios; el cual -para que no les falte nada a los que le temen- les dispensa los otros bienes en la medida en que sabe que les son útiles, a fin de que los usen, y se reserva a sí mismo, a fin de que gocen de él?

Aunque lo sabéis, quisiera recordaros de todos modos, hermanos, que la verdadera y bienaventurada pobreza de espíritu está más en la humildad del corazón que en la estrechez del patrimonio; consiste más en la renuncia a la soberbia que en el desprecio de los bienes materiales. Estos últimos los poseemos en ocasiones de manera útil; la soberbia no la conservamos nunca más que de manera perjudicial. De poco ayuda, por consiguiente, renunciar a la posesión de los bienes del mundo si no renunciamos asimismo a los comportamientos; y hasta es necio y ridículo despojarse de las riquezas y enredarse en los vicios de los ricos, hacerse pobre de cosas y no enriquecerse de virtudes, dejarlo todo y no seguir a Cristo, y lo que tal vez es aún más: estar en el campamento de Cristo y ayudar a la parte del anticristo. La humildad es el estandarte de Cristo; la soberbia, el del anticristo.

Gloriémonos, pues, hermanos, del hecho de ser pobres por Cristo, pero ingeniémonoslas para ser humildes con Cristo. No hay nada más detestable, ni nada más miserable, que un pobre soberbio, dado que la pobreza le entristece ahora y la soberbia le condena para siempre. Sin embargo, un pobre humilde, con tal que se queme y se purifique en la hoguera de la pobreza, se consuela con la promesa de la santa esperanza, sabiendo y comprendiendo que es suyo el Reino de Dios, puesto que ya lleva dentro de él, como en una semilla o en una raíz, las primicias del Espíritu y la prenda de la herencia eterna. ¿Acaso no es vuestro, hermanos, este Reino, del que tantas veces, como bien sabéis, desprendéis dulcísimos frutos y alegrías de bienaventuranzas, cuyo sabor os hace sentir amarga toda la dulzura del mundo? Así, pues, si sentimos estas cosas en nosotros, ¿por qué no afirmamos con confianza que el Reino de Dios está dentro de nosotros? Justamente, por tanto, el Señor, al proclamar la bienaventuranza de los pobres, no dice «de ellos» será, sino «es el Reino de los Cielos» (Guerrico de Igny, Sermón para la solemnidad de Todos los santos, 3-7, passim).

 

ACTIO

Medita con frecuencia y realiza hoy la Palabra:

«Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Las almas consagradas se comprometen a dar en el mundo el testimonio de las bienaventuranzas, como expresión del cristianismo perfectamente vivido y plenamente realizado.

La bienaventuranza es la felicidad alcanzada. Es la satisfacción, plena de reposo y de paz, no de un deseo cualquiera, sino de esos deseos que constituyen el ideal de la vida. Cuando la bienaventuranza deriva no de las cosas poseídas, sino del propio modo de ser y vivir, entonces se asemeja a la de Dios. Dios es bienaventurado no porque lo posea todo, sino que es bienaventurado porque es Dios. Dios promete la bienaventuranza con una condición: que el hombre sea fiel a su ley y a su voluntad -a su proyecto-. Ahora bien, la fidelidad es un compromiso, la fidelidad es una conquista, la fidelidad constituye verdadera(1Jn mente una responsabilidad. Debemos considerar, por tanto, las bienaventuranzas como un itinerario, como un camino en el que hay constantes inderogables: caminar hacia Dios, buscar a Dios, creer en Dios, encontrar a Dios y establecer una relación con él.

Los religiosos son personas que se toman terriblemente en serio el discurso de la felicidad y que no se conforman con ningún sucedáneo. En el fondo, la vida religiosa es una opción por la felicidad, pero una opción tan perentoria que obliga a cortar los puentes con todas las felicidades falsas y las felicidades pura(1Jn mente terrenas, precisamente para realizar proféticamente lo más posible la felicidad definitiva. He aquí por qué, a propósito de la vida religiosa, surge el discurso de la renuncia evangélica. El hombre no puede perder el tiempo en felicidades provisorias, aunque sepa que hay muchas felicidades provisionales. Cuanto más fulminados estemos por la instancia de una felicidad definitiva, tanto más renunciaremos a las felicidades provisionales y con mayor gusto nos pondremos en camino hacia la experiencia absoluta.

A buen seguro, se trata de una lógica distinta, de una lógica que nace de una intuición de fe, una intuición que no todos tienen, porque no a todos se les ha concedido. Esta lógica hace de la vida religiosa una especie de patria de la felicidad: de una felicidad experimentada no sólo en la intimidad, en el ámbito personal, sino de una felicidad que se vuelve acontecimiento visible y, por consiguiente, testimonio. La bienaventuranza definitiva será la del Paraíso, pero no la vamos a conseguir sólo cuando hayamos muerto: la tenemos también ahora que estamos vivos. Pensemos en ello. Dios tiene derecho a nuestra bienaventuranza. El podría decirnos: «• No te basto?». Y tal vez deberíamos responderle: «Es verdad, no nos bastas» (A. Ballestrero, Le beatitudine, Leumann 1986, pp. 13-15, passim).