«Jesús, acuérdate de mí»

(Lc 23,33.38-43)

33 Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, crucificaron allí a Jesús y también a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.

38 Habían puesto sobre su cabeza una inscripción que decía: «Éste es el rey de los judíos».

39 Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:

40 Pero el otro intervino para reprenderlo, diciendo:

42 Y añadió:

        — Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

 

LECTIO

Los evangelistas (Mt 27,37; Mc 15,26; Lc 23,38; Jn 19,21) se muestran concordes a la hora de referir el motivo de la condena que, escrita en una tablilla, se colgaba al cuello del condenado mientras le llevaban al lugar del suplicio. La presencia de los dos ladrones a ambos lados del Señor (v. 33) -otro dato compartido por la tradición evangélica– simboliza y resume todo el dolor de la historia, que encuentra su misteriosa y sorprendente solución en el sufrimiento y en la muerte voluntaria del Cordero inocente.

Teniendo en cuenta nuestra humana miseria y maldad, no sorprende que un malhechor impenitente, condenado por una justicia inhumana a la muerte más cruel, sea impulsado por sus indecibles y desesperados sufrimientos a realizaciones ilógicas y carentes de sentido, como la de escarnecer e insultar precisamente a un bondadosísimo compañero de pena (v 39). Algo que, por el contrario, invita a reflexionar es el arrepentimiento del otro ladrón, que reconoce su propio pecado, acepta su pena, intuye la superior grandeza del Justo que sufre y se confía a él en la fe (vv. 40-42). Todo esto, mientras pone de manifiesto el primer efecto de la muerte redentora de Cristo, que salva al pecador arrepentido, muestra de modo igualmente claro que la comunión de gracia que nos salva está preparada y producida por la comunión en el sufrimiento. Jesús redimió el inconmensurable sufrimiento del mundo, asumiéndolo todo. Su victoria sobre el sufrimiento, sobre el pecado que lo produce y sobre la muerte que lo concluye, se verifica en el ápice de su sufrimiento. Ahora bien, esto muestra asimismo la necesidad de que cada uno viva su parte del mismo en comunión con Jesús. Pablo dirá de una manera explícita que nosotros llegaremos a la resurrección sólo «si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya» (Rom 6,5).

«Jesús, acuérdate de mí» (v 42). El texto da a entender claramente que es preciso dejarse asumir en el sufrimiento y en la muerte de Cristo, para aceptarlo y vivirlo con el mismo deseo de expiación y el mismo confiado abandono a la voluntad del Padre. Así, el «con-sufrimiento» divino y humano se revela como la fuerza que consigue destruir el mal e introducirnos en la vida de manera definitiva (v. 43).

 

MEDITATIO

El diferente comportamiento de los dos ladrones pone de manifiesto la dramática ambigüedad del sufrimiento: nos lleva a la salvación cuando nos asocia y nos hace partícipes del sufrimiento de Cristo, pero se convierte en ejecución de una condena que nos induce a la blasfemia y a la desesperación cuando nos abandona a nosotros mismos y lo padecemos como una violencia.

Quien ha encontrado a Cristo y ha tenido la fortuna de percibir, en la fe, la infinita fecundidad de su muerte se vuelve capaz de ver en el sufrimiento, no ya un castigo y una condena, sino una oportunidad y una oferta de vida. Y, al mismo tiempo, se ve impulsado a vivirlo en unión íntima con el Señor Jesús, porque sólo si se lo damos él podrá redimirlo, y sólo si nos asociamos a él nos hará capaces de transformarlo en instrumento eficaz de redención. Y esto por el simple motivo de que el sufrimiento es salvado precisamente por ser asumido y vivido por Cristo, y nosotros somos salvados porque, participando de él, somos introducidos en su intimidad. En efecto, no es el sufrimiento como tal el que salva, sino la comunión con Cristo en la que el sufrimiento nos ayuda a entrar.

Toda la vida de Jesús es una oblación perfecta y una continua realización de amor que salva a los hombres y glorifica al Padre, pero es la cruz lo que representa su momento culminante. Es la cruz lo que constituye el perfecto y definitivo cumplimiento de una vida que fue por completo ofrenda y donación. De la cruz es de donde Dios recibe su glorificación suprema y el ser humano obtiene su definitiva liberación. Ahora bien, puesto que sólo en Cristo es donde el hombre recibe su salvación, de ahí se sigue que este misterio de una vida que culmina y encuentra su sentido definitivo en la cruz se convierte asimismo en la vocación de todo hombre y que el compartir los sufrimientos de Cristo se convierte en signo y camino obligado de todo auténtico seguimiento.

Ahora bien, esto vale de modo particular para aquellos a quienes Jesús llama a seguirle de más cerca a través de la oblación sacrificial de la profesión religiosa, que constituye una inmersión singular en el misterio de la muerte del Señor. Será en la cruz donde también para Jesús «su amor virginal por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión; su pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia, hasta la entrega de la vida» (VC 23a).

Pertenece de una manera singular a la lógica de la consagración religiosa hacer partícipes de modo particular de aquella oblación sacrificial en la que la consagración de Cristo, volviéndose holocausto en la cruz, alcanza su plena consumación. El religioso fiel a su consagración es ayudado por el Espíritu a comprender e impulsado a querer que también su vida sea ofrecida en holocausto, porque sólo así es como puede vivir la consagración de Cristo y convertirse en una continuación de la misma en la historia. No hay más que un signo de consagración vivida de verdad: la cruz del Señor. No hay más que un criterio de autenticidad y de fidelidad a ella: la cruz del Señor. Porque no tiene sentido haber sido llamados a convertirnos en una sola cosa con él y no asumir la condición de su humanidad.

 

ORATIO

Oh Jesús, que en la crucifixión y muerte en la cruz expiaste la pena de todos los pecados del mundo e hiciste tuyos los sufrimientos de la historia para transformarlos en instrumento de redención y abrirnos el camino de la vida y de la gloria, hazme comprender cada vez mejor este misterio de la vida que fermenta en el dolor y en la muerte. Que yo sepa aceptar las tribulaciones de la existencia con la serenidad del buen ladrón y acogerlas como una oportunidad que me ofreces para compartir tu misión de Salvador.

Concédeme, Señor, creer verdaderamente en la fecundidad del misterio pascual, en el sufrimiento que salva, para que me vuelva más y más capaz de ofrecértelo serena y voluntariamente como contribución a la salvación de los hermanos.

Te ofrezco, ya desde ahora, oh Cristo redentor, el sufrimiento del momento supremo de la vida. Que brote también de mi corazón la imploración confiada del buen ladrón, que merezca también para mí de tu infinita misericordia la consoladora respuesta: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».

 

CONTEMPLATIO

El que quiera desposar al Cordero tiene que dejarse clavar con él en la cruz. A esto están llamados todos los marcados con la sangre del Cordero, y éstos son todos los bautizados. Pero no todos entienden esta llamada y la siguen.

Existe una llamada para un seguimiento más estrecho, que suena más penetrante en el interior del alma y que exige una respuesta clara. Es la llamada a la vida religiosa, y la respuesta son los santos votos. En quien el Señor llama a dejar los vínculos naturales (familia, pueblo, ambiente), para entregarse solamente a El, en éste se destaca el vínculo nupcial con el Señor con mayor fuerza que en la multitud de los redimidos. Por toda la eternidad tienen que pertenecer de manera preferida al Cordero, seguirle a donde él vaya y cantar el himno de las vírgenes que ningún otro puede cantar (Ap 14,1-5).

Si se despierta en el alma el deseo de la vida religiosa es como si el Señor la cortejara. Y si ella se consagra a él a través de los santos votos y acoge el Veni, sponsa Christi, es como si se anticipase la fiesta de las bodas celestiales. Pero aquí se trata sólo de la expectativa por el alegre banquete eterno. El gozo nupcial del alma consagrada a Dios y su fidelidad tienen que acreditarse en medio de combates abiertos y escondidos, y en lo cotidiano de la vida religiosa.

El esposo elegido por ella es el Cordero que fue condenado a muerte. Si ella quiere entrar con él en la gloria celestial, tiene que dejarse clavar ella misma en su cruz. Los tres votos son los clavos. Cuanto con mayor disposición se extienda sobre la cruz y soporte los golpes del martillo, tanto más profundamente experimentará la realidad de estar unida con el Crucificado (Edith Stein, Las bodas del Cordero).

 

ACTIO

Ofrece de buen grado al Señor todas las contradicciones que encuentres durante la jornada y siéntete cada vez objeto de la mirada amorosa de Cristo, que, asociándote a él, te promete hacerte participar de su bienaventuranza.

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Un fervoroso hindú manifestó a un obispo indio su estupor al ver que nosotros, los cristianos, usamos muchos la cruz como signo externo, pero que no la hacemos aparecer en nuestra vida como realidad de la crucifixión con Cristo. En todas las religiones, especialmente en nuestros días, hay algunos que buscan dos tendencias fáciles: convertir la religión en un adorno o en una cosa útil. La religión, como relación personal con Dios, no es algo para «usar y tirar», una conveniencia ocasional, una experiencia sentimental... ni tampoco es un poder político, económico, ideológico... Las sectas y los fundamentalismos actuales acostumbran a seguir estas desviaciones y otros sucedáneos que no son auténtica religiosidad. Se puede hacer frente y responder a este fenómeno únicamente con un cristianismo que deje aparecer a Cristo crucificado. Sin embargo, es preciso reconocer que ese estilo de vida anda un poco lejos de nuestras comunidades.

No hay mucha diferencia entre una religión de adorno o de utilitarismo y una actitud «secularizante» de búsqueda exclusiva de la eficacia inmediata, del poseer, del dominar, del gozar. Ambas tendencias son caducas, porque no son más que una tormenta de verano. Sólo quedará para el futuro lo que nazca del amor. Adecuarse a estas tendencias («religiosas» o secularizantes) sería algo así como construir un cristianismo sin cruz y, por consiguiente, sin el mandamiento del amor y sin las bienaventuranzas. Compartir la suerte de Cristo incluye la cruz y la resurrección. En un primer momento se experimenta y se siente sólo el sufrimiento, pero enseguida empieza a hacerse notar en el corazón la alegría de la presencia y del amor de Cristo. La fe indestructible en la resurrección de Cristo y en la nuestra es, al mismo tiempo, dolorosa y gozosa, oscura y luminosa. «Participemos en sus sufrimientos a fin de participar también en su gloria» (Rom 8,17).

Es preciso que nos decidamos a seguir esponsalmente a Cristo. No se trata de calcular el sufrimiento ni de convertirlo en una tragedia. Basta con que nos olvidemos de nosotros mismos, para «vivir una vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). La cruz debemos vivirla con una sonrisa en los labios, sirviendo a todos, prestando atención a las necesidades de los otros. Cuando llegue el momento del desprecio, de la humillación y del dolor, será el mismo Cristo el que nos hará experimentar la alegría de su presencia. Esta alegría es un don exclusivamente suyo, un don que sólo él puede comunicar (J. E. Bifet, La forza della debolezza, Milán 1997, pp. 71 ss).