La carrera de Pedro y Juan
al sepulcro vacío

(Jn 20,1-10)


1
El domingo por la mañana, muy temprano, antes de salir el sol, María Magdalena se presentó en el sepulcro. Cuando vio que había sido rodada la piedra que tapaba la entrada, 2 se volvió corriendo a la ciudad para contárselo a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús tanto quería. Les dijo:

-Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.

3 Pedro y el otro discípulo se fueron rápidamente al sepulcro. 4 Salieron corriendo los dos juntos, pero el otro discípulo adelantó a Pedro y llegó antes que él. 5 Al asomarse al interior vio que las vendas de lino estaban allí, pero no entró. 6 Siguiéndole los pasos llegó Simón Pedro, que entró en el sepulcro 7 y comprobó que las vendas de lino estaban allí. Estaba también el paño que habían colocado sobre la cabeza de Jesús, pero no estaba con las vendas, sino doblado y colocado aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro. Vio y creyó. 9 (Y es que, hasta entonces, los discípulos no habían entendido la Escritura, según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los muert

        19 Los discípulos regresaron a casa.

 

LECTIO

Juan, tras los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, saca a la luz de una manera gradual el nacimiento y el crecimiento de la comunidad de los discípulos y su fe pascual. La primera escena se articula en dos tiempos: en primer lugar, María Magdalena, tras el descubrimiento de la tumba vacía, va a contar a Pedro y a los otros que el cuerpo del Señor ha sido robado del sepulcro (w. lss); en consecuencia, los dos discípulos corren a comprobar en persona el anuncio imprevisto (w 3ss).

Al evangelista le interesa aquí, esencialmente, establecer la cronología del acontecimiento de la resurrección –la fecha, que es «el domingo»; la hora, que es «por la mañana, muy temprano, antes de salir el sol»–, el descubrimiento de que «había sido rodada la piedra» y la relación entre el acontecimiento y los discípulos del Señor, especialmente Pedro y el discípulo amado. La visita matutina de María al sepulcro tiene la finalidad de ofrecer un dato y crear un problema, que el autor concentra en las palabras que la Magdalena dirige a Pedro y al otro discípulo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (v 2). El mensaje de María expresa desconcierto, pero contiene también el presentimiento de que la luz está cerca, que han empezado los tiempos nuevos en los que Jesús resucitado da su vida. La noche espiritual en que los discípulos andaban sumergidos está a punto de dejar su sitio a la experiencia de fe, que tiene su comienzo junto al sepulcro vacío, signo de la presencia del Resucitado.

La carrera espontánea e inquieta de los dos discípulos hacia el sepulcro revela amor y veneración y hace pensar en el ansia de la Iglesia que busca los signos visibles del Señor, sobre todo cuando ella se encuentra en dificultades por su ausencia y ya no consigue verle. El discípulo amado corre más rápido que Pedro y llega antes al sepulcro; después llega también Simón Pedro, que entra en el sepulcro y ve que «las vendas de lino estaban allí. Estaba también el paño que habían colocado sobre la cabeza de Jesús, pero no estaba con las vendas, sino doblado y colocado aparte» (w. 6ss).

El discípulo amado llega antes que Pedro no porque sea más ágil, sino por su misma función de discípulo, cuya intuición amorosa hace que llegue el primero. Pedro, sin embargo, en virtud de su responsabilidad y del peso de la función eclesial de la institución, va más lento, pero entra el primero en el sepulcro, encontrándose con los signos del Resucitado. El discípulo amado entra también en el sepulcro y se abre a la visión de la fe inicial, creyendo a los signos visibles del Señor. Para el discípulo se trata del preludio de la fe plena, eclesial, que vivirá al ver a Jesús resucitado, tanto en el cenáculo como en la orilla del lago de Tiberíades (cf. 20,19; 21,7). Estamos al comienzo del camino de fe pascual para la comunidad de los discípulos.

 

MEDITATIO

La pareja formada por Pedro y Juan, que corren al sepulcro en la mañana de aquel domingo de Pascua en la que todos parecen correr, ha sido ampliamente comentada a lo largo de los siglos, convirtiéndose en objeto de ricas interpretaciones. Gregorio Magno ve en el discípulo que llega antes al sepulcro la profecía, la intuición de las cosas de Dios, la clarividencia de las realidades divinas. Pedro es el ministerio, el gobierno, ocupado en muchas cosas. El papa Gregorio, haciéndose eco de su experiencia, se atreve a decir: «Cuando alguien se ocupa de muchas cosas, pierde la clarividencia sobre las cosas singulares. Cuando alguien se ocupa de las cosas visibles, pierde la sensibilidad para las cosas invisibles».

El otro discípulo, que se sabe amado, que conoce los caminos del amor, que corre con impulso por estos caminos, se convierte en la profecía que tiene ojos penetrantes para intuir con agudeza y sugerir las cosas relacionadas con Dios. «La finalidad específica de la profecía no es predecir el futuro, sino revelar lo que está oculto», afirma todavía Gregorio Magno. Es natural que una vigorosa tradición haya identificado con el discípulo amado la vida consagrada, a la que siempre se le ha reconocido un particular rol profético. Baste con pensar en las intuiciones proféticas -en los más diferentes campos- por parte de sus muchos santos.

Sin embargo, hoy como ayer, no puede haber profecía sin contemplación, sin una búsqueda constante y apasionada de la voluntad de Dios. Porque así es como el verdadero profeta, movido por el ardiente deseo de hacer presente la voluntad de Dios, no se pliega fácilmente a la mentalidad corriente, no acepta de una manera pasiva el cambio del mal en bien, y viceversa, es capaz de revelar lo que está oculto, esto es, la verdad del Dios vivo y verdadero. Y, sobre todo, tiene el valor de arriesgarse personalmente, poniéndose a defender a los más débiles, y tampoco tiene miedo de quedarse aislado o de hacerse ridículo, afirmando con toda su vida la realidad de la resurrección del Señor Jesús. El verdadero profeta comprende que su tarea no es tener éxito, porque también puede ser rechazado, sino «mantener fija la mirada en Jesús», el Crucificado que ha resucitado, el Derrotado que ha sido glorificado por Dios.

La carrera de las personas consagradas, proféticamente «tendentes hacia lo invisible», hacia el mundo de la resurrección, no puede más que apoyar la carrera de Pedro, que representa a toda la Iglesia, incitando el camino de nuestros hermanos, para los cuales, en medio de un mundo en el que la fe cojea, el testimonio representa a menudo un arduo problema cotidiano. El programa de la vida consagrada podría así ser éste: no dejar nunca de correr, para que los otros no se cansen de caminar.

 

ORATIO

Tú, oh Señor, hiciste todas las cosas nuevas el día de tu resurrección. Volviste a dar vida al grupo, decididamente deprimido, de tus discípulos, pusiste inquietud en el corazón ansioso de María de Magdala, diste fuerza a las piernas de Pedro y esperanza a su corazón, llenaste de entusiasmo al joven discípulo predilecto. Es un mundo bloqueado y parado el que se pone en movimiento -más aún, corre- porque se siente revivir. Es el mundo de aquellos que, a pesar de sus defectos, te querían bien. Es la carrera del amor hacia su meta, que eres tú, el más bello entre los hijos de los hombres, el que vive, el vencedor, el glorioso, el Único que da luz a los ojos y alegría al corazón.

Ayúdame, Señor, a no desistir nunca de la carrera que me conduce a ti: pon en mi corazón un deseo tan intenso de ti que ninguna criatura pueda detenerme o ralentizar mi impulso; dame tu Espíritu y que derrame tu amor en mi corazón. Que nunca cese yo de correr y correr y correr hasta que haya llegado a ti.

Y haz que mi tender hacia ti sea útil a los hermanos y a las hermanas que viven a mi lado: así no llegaré sólo a ti, sino que tendré la alegría de celebrar una fiesta con ellos en torno a ti y de alabarte y darte gracias porque has dado, en tu persona, una meta y un sentido a mi vida y a la suya.

 

CONTEMPLATIO

Las modalidades de la profecía son diversas, como diversos son los caracteres de los profetas. Hay quien está más inclinado o ha sido llamado a una profecía pública, hay quien lo está a una profecía más contenida y casi susurrada. También las diferentes modalidades de vida consagrada expresan diferentes modalidades de profecía.

Escuchemos aún a Gregorio Magno mientras habla de dos profetas diferentes, Isaías y Jeremías: «Uno se ofreció espontáneamente para ser enviado a predicar; el otro, lleno de temor, se negó. Isaías se ofreció por propia iniciativa al Señor, que preguntaba a quién podía enviar, diciendo: "Aquí estoy, envíame" (Is 6,8); Jeremías, en cambio, fue llamado y, sin embargo, se resiste humildemente para no ser enviado, diciendo: "Ah, Ah, Señor Dios, no sé hablar porque soy un muchacho" (Jr 1,6). Isaías, codiciando ayudar al prójimo con la vida activa, aspira al ministerio de la predicación, mientras que Jeremías, deseando adherirse sinceramente al amor del Creador a través de la contemplación, se opone a que le envíe a predicar. En consecuencia, uno aspiró, laudablemente, a lo que el otro, también laudablemente, temió: éste no quería estropear, hablando, los frutos de una contemplación tácita; aquél no quiso sentir, callando, los daños de una actividad alimentada sólo por el deseo. Sin embargo, es preciso penetrar de una manera sutil en el ánimo de ambos y comprender que el que rechazó no se resistió hasta el final, y el que quiso ser enviado, antes fue purificado con el carbón encendido, para significar que nadie debe acercarse a los sagrados misterios sin ser purificado, o también que aquel a quien la gracia celestial ha elegido no debe contradecir de manera soberbia bajo el pretexto de la humildad».

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Salieron corriendo los dos juntos, pero el otro discípulo adelantó a Pedro y llegó antes que él» (Jn 20,4).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La función de signo, que el Concilio Vaticano II reconoce a la vida consagrada, se manifiesta en el testimonio profético de la primacía de Dios y de los valores evangélicos en la vida cristiana. En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que El vive.

En la historia de la Iglesia, junto con otros cristianos, no han faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que, por un singular don del Espíritu, han ejercido un auténtico ministerio profético, hablando a todos en nombre de Dios, incluso a los Pastores de la Iglesia. La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con El, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia. El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y, tras haber acogido la palabra en el diálogo de la oración, la proclama con la vida, con los labios y con los hechos, haciéndose portavoz de Dios contra el mal y contra el pecado. El testimonio profético exige la búsqueda apasionada y constante de la voluntad de Dios, la generosa e imprescindible comunión eclesial, el ejercicio del discernimiento espiritual y el amor por la verdad. También se manifiesta en la denuncia de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el escudriñar nuevos caminos de actuación del Evangelio para la construcción del Reino de Dios.

En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas. La misma vida fraterna es un acto profético, en una sociedad en la que se esconde, a veces sin darse cuenta, un profundo anhelo de fraternidad sin fronteras.

De este modo podrán enriquecer a los demás fieles con los bienes carismáticos recibidos, dejándose interpelar a su vez por las voces proféticas provenientes de los otros miembros eclesiales (Juan Pablo II, exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 84 y 85, passim).