La maternidad espiritual
de María

(Jn 19,25-27)


25 Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás, y María Magdalena. 26 Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto amaba, dijo a su madre:

-Mujer, ahí tienes a tu hijo. 27 Después dijo al discípulo: -Ahí tienes a tu madre.

Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya.

 

LECTIO

El episodio de la Madre de Jesús y el discípulo amado a los pies de la cruz constituye una escena central del fragmento sobre la crucifixión y muerte de Jesús en el Calvario (cf. 19,16b-37). Sólo lo recuerda Juan, subrayando un significado que va bastante más allá de un gesto de piedad filial de Jesús respecto a su madre. Se trata de un texto que, sin hacer la mínima alusión a los sufrimientos físicos y morales vividos por Jesús en la cruz, reviste un alcance eclesial extraordinario y presenta la doctrina de la maternidad espiritual de María, tanto respecto al discípulo amado como respecto a la Iglesia. Al pie de la cruz se encuentran la Madre de Jesús, el discípulo amado y unas pocas mujeres (4a hermana de su madre, María la mujer de Cleofás, y María Magdalena»: v 25): este pequeño grupo constituye las primicias de la comunidad mesiánica que nace de la cruz. Las palabras de Jesús sacan a la luz una iniciativa libre y gratuita, una iniciativa que establece una relación de profundísima comunión entre él y su madre y el discípulo amado. Con las palabras de Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (v. 26), María se convierte en madre del discípulo y, a través de él, de todos los creyentes, es decir, madre de la Iglesia. Con las palabras que dirige a continuación al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (v. 27a), queda confirmada y reforzada esta maternidad espiritual de María. Esta maternidad se extiende, pues, de Jesús a todos los suyos: María es la madre de la Iglesia. La interpretación que ve en esta escena el nacimiento de la Iglesia y el comienzo de la maternidad espiritual de María se apoya en sólidos argumentos de carácter teológico.

El versículo final del texto: «Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya» (v 27b), subraya la respuesta del discípulo ante la voluntad de Jesús, expresada por la cruz. El significado de las palabras, redactadas por el evangelista, no debe ser entendido en un sentido material, como piensan algunos («la acogió en su casa»), sino en sentido espiritual, y tiene que ver con la acogida de una persona en la fe. María entra en la vida espiritual del discípulo como una madre..., como una figura de la Iglesia-madre. Tras el don de Jesús, realizado desde la cruz, y la acogida de María en la fe por parte del discípulo, «desde aquel momento» (v. 27b), es decir, desde ese momento en adelante se abre para los creyentes un futuro eclesial, un futuro que implica directamente a todos, en una actitud de acogida de María, como madre propia. El camino de fe del discípulo tiene en María un modelo ideal. Con su fe fue como ella se convirtió en la engendradora espiritual de todo discípulo, haciéndolo hijo en el Hijo.

 

MEDITATIO

Cuando Jesús cesó de manifestarse como el gran taumaturgo, como aquel al que seguían las muchedumbres, como aquel a quien todos intentaban tocar para ser curados, se hizo el vacío a su alrededor. Y el punto más elevado de su entrega en manos de la muerte por nuestra salvación coincide con la soledad de la cruz, que parece el fracaso total, incluida la ausencia o la indiferencia de Dios.

A los pies del crucificado quedan sólo Juan, el discípulo que había reclinado la cabeza sobre el corazón de Jesús, y María, su madre. Precisamente por este ápice de dolor en medio del aparente silencio de Dios, el don extremo que hace Jesús de su madre al discípulo –y a través de él a todos nosotros– resulta uno de los mayores tesoros de nuestra fe. Dice el Concilio Vaticano II: «Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz [...]. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan [...] hasta que sean llevados a la patria feliz» (LG 62).

Ciertamente, María es madre también de todos los vivientes, hasta tal punto ha entrado en la fuerza misteriosa de un dolor engendrador, hasta tal punto fue partícipe de la muerte de Cristo, que equivale para nosotros a una «nueva creación». Ahora bien, ¿cómo no captar que precisamente los que han sido llamados a adherirse a Cristo de más cerca por una consagración que los asocia enteramente a su misterio, están envueltos totalmente, yo diría de un modo particularísimo, por la fuerza materna de su ayuda espiritual?

Vivimos en una sociedad en la que con frecuencia se oye esta pregunta: «¿Dónde está Dios mientras estallan las injusticias más escandalosas? ¿Dónde está mientras grita el pueblo: "Paz, paz", y los poderosos traman guerras, venden armas por su loco placer, compran mujeres y niños entre gente a la que desequilibradas estrategias económicas sume en el hambre? Precisamente esta aparente «ausencia de Dios» es lo que la gente nos grita a la cara a los consagrados, y es en nuestras mismas noches espirituales -cuando la tierra del corazón se oscurece y parece aridecerse- cuando María ejerce su maternidad, su tiernísima ayuda. Ella, que erguida a los pies de la cruz no cedió al desconcierto del alma y se dejó penetrar interiormente por la espada-pasión de su Hijo, ella, que vivió en el corazón la muerte de Jesús, está aquí ahora para decirnos que Jesús continúa atrayendo a todos hacia él desde la cruz, especialmente a nosotros, los consagrados, a su misterio pascual.

La actualidad de María en la vida de los consagrados es esta presencia discreta y orante. Está hoy aquí para asimilarnos a su fe como aliento de esperanza, como fuego de caridad. Sí, ella es madre de nuestra esperanza y ayuda en toda posible prueba que nos presente la vida. Más aún, ella, que vivió la más alta maternidad humano-divina, es capaz de hacernos partícipes de ésta, para que en Cristo Jesús, participando con amor en su dolor engendrador de vida, nosotros mismos nos volvamos engendradores y engendradoras. María nos asocia a su recibir y dar una vida absolutamente nueva: la del Cristo de las bienaventuranzas, la única que hoy hace el mundo nuevo.

 

ORATIO

Oh María, «Virgen y Madre, Hija de tu Hijo»,
en la generación nueva, acaecida en el Calvario,
 introdúceme, te lo ruego, en la intimidad con él.

Mientras la espada preanunciada por el anciano Simeón
te traspasaba hasta el corazón,
te mantenías «erguida a los pies de la cruz».

Entonces te convertiste en «Madre de la Iglesia»,
en Madre de todos nosotros, especialmente Madre y Maestra
de los consagrados al Padre en Jesús, tu Hijo.

Por consiguiente, te ruego, oh Madre santa y bendita,
que me hagas continuamente consciente de tu maternidad divina respecto a mí.

Engendra cada día a Cristo-Esposo
en esta vida mía que ya es suya,
pero que tanto necesita confirmarle en todo momento -especialmente en la prueba-
una total pertenencia que, por sí sola, es fuente de esperanza
no sólo para mí, sino para todos aquellos
a quienes me envía el Padre, con la fuerza del Espíritu.

 

CONTEMPLATIO

La Madre de Dios, que amó más que nadie y también fue amada más que nadie, padeció tanto con su Hijo moribundo que casi vivió su pasión. La grandeza de su dolor fue a la par con la grandeza de su amor.

Como amaba a su Hijo más que a sí misma, las heridas que el Hijo recibió en el cuerpo las soportó ella en su alma con un profundo sentido de dolor, por lo que la pasión de Cristo fue para ella un martirio. En efecto, la carne de Cristo era, en cierto sentido, su carne, es decir, carne de su carne; después de que Cristo la hubiera asumido, la amó en él más que en ella misma. Y cuanto más la amaba, tanto más sufría. Sufrió en el alma más de lo que un mártir sufre en el cuerpo. Los otros mártires consumaron el martirio con su propia muerte; María, sin embargo, preparó con su propia carne la carne que debía sufrir por la salvación del mundo, y -en la pasión de Cristo y desde esta pasión- su alma fue presa de un dolor tan violento que casi fue consumada por el martirio en el mismo Cristo, hasta tal punto que se considera que, después de Cristo, ella mereció la gloria de un sumo martirio (Balduino de Ford, Trattati, VI).


ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Nuestra antigua condición pecadora quedó clavada en la cruz con Cristo, para que no sirvamos ya más al pecado» (Rom 6,6).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La muerte de Jesús precipitó a María en el dolor más profundo que jamás haya podido vivir ningún ser humano, excepto el mismo Jesús. El corazón de María fue traspasado por el sufrimiento y por la muerte de su Hijo, en el cual y por medio del cual se asumió todo el dolor. La pureza que hizo de María la madre del niño Jesús, la convirtió también en la madre del varón de dolores. Ella, que no podía herir a su Hijo, experimentó la piedad más lancinante por sus heridas. En consecuencia, ella, cuya paz era la más profunda, experimentó asimismo el dolor más profundo. Su sufrimiento y el sufrimiento de Jesús están íntimamente unidos el uno al otro, del mismo modo que su paz estaba unida con la paz de Jesús. Ambos, la paz y el sufrimiento, forman parte de su maternidad. Cuando el cuerpo desgarrado de Jesús fue puesto entre sus brazos, María abrazó el dolor del mundo entero, padecido por Jesús. De este modo, se convirtió en la madre de todas las criaturas por cuyo dolor vivió y murió Jesús.

Hermanas y hermanos, mirad a María mientras sostiene el cuerpo desgarrado de su Hijo. Ahí podemos reconocer nuestra vocación de consagrados a Dios, de consagradas a abrir los brazos a los que sufren y hacer que comprendan que, en comunión con Jesús, pueden vivir su sufrimiento sin perder la paz. Sabed -aunque lo olvidéis continuamente, como me ocurre también a mí- que nuestra vocación no es eliminar el sufrimiento humano, sino revelar que el sufrimiento, por medio de Jesús, se ha convertido en camino que conduce a la gloria de Dios [...].

Stabat mater, María permanece ahí. Permanece inmóvil en su dolor, profundamente arraigada en la paz de Jesús. María sigue estando a los pies de la cruz de nuestra humanidad que sufre. Cada vez que levantamos el pan de vida y el cáliz de la salvación y de este modo unimos el concretísimo dolor cotidiano de los hombres con el sacrificio de Jesús, único y universal, María está ahí y dice: «Llega a ser lo que eres, un auténtico discípulo de Jesús, acogido, bendecido, lacerado y entregado» (H. J. M. Nouwen, Gesú e Maria come compagni di viaggio, Brescia 1999).