Permanecer unidos, amándonos
como él nos ha amado

(Jn 15, 9-17)


En aquellos días, dijo Jesús a sus discípulos: 9 Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. 10 Pero sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. 11 Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo.

12 Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado. 13 Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. 14 Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. 15 En adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre.

16 No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero. Así, el Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre. 17 Lo que yo os mando es esto: que os améis los unos a los otros.

 

LECTIO

¿En qué se fundamenta el amor de Jesús por los suyos? El texto, que presenta un contenido teológico bastante profundo, responde diciendo que todo tiene su origen en el amor que media entre el Padre y el Hijo (cf. 3,35; 5,20; 10,17; 17,24.26). A esta comunión de amor hemos de reconducir todas las iniciativas emprendidas por Dios en su designio de salvación para la humanidad (v 9). El Padre, en su gran amor a los hombres, envió a su Hijo Jesús y lo plantó como vid fecunda en el mundo. Del mismo modo, Jesús envía con el mismo amor a todo discípulo suyo, como sarmiento unido a la vid, para prolongar su misión.

Ahora bien, el amor que Jesús alimenta por los suyos requiere una respuesta pronta y generosa (v 10). La respuesta se verifica en la observancia de los mandamientos de Jesús, en el hecho de permanecer en su amor, y se modela a partir del ejemplo de su vida en obediencia radical al Padre hasta la entrega suprema de su vida. Lo mismo debe tener lugar en la relación entre Jesús y los discípulos, llamados a responder al amor de Jesús: observar sus mandamientos, dejarse amar y acoger su don, que es plenitud de vida. La vida del discípulo será entonces tanto más alegría cuanto más recorra el camino del Maestro y se deje amar por él (v 11).

En este punto se inserta el último mensaje de Jesús: los mandamientos que el discípulo debe observar se resumen en el amor fraterno (cf. 1 Jn 3,11.23; 4,21). Ahora bien, ¿cuál es la intensidad de este amor o, mejor aún, la calidad, la norma del amor al hermano? Sólo una: el amor que tiene Jesús a los suyos. Si los discípulos pueden amar es porque han sido amados y su forma de amar es la practicada por Jesús con ellos. Con todo, existe un subrayado que no debemos pasar por alto cuando Jesús habla del mandamiento, y es el uso del adjetivo singular «mi» (v. 12). El mandamiento es «suyo» porque es él quien lo ha dado a los suyos con su palabra, pero sobre todo con la vida. Y el punto más elevado de este don se alcanzó en la cruz: «Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (v. 13). El Maestro prueba de este modo su gratuidad y su universalidad en el amor. Sin embargo, desea de sus amigos algo a cambio: la fidelidad a su mismo mandamiento según su estilo (cf. Jn 12,24; 1 Jn 3,16; Ef 5,1 ss).

La riqueza del amor que une a Jesús con los suyos y a los discípulos entre ellos es, pues, total y de una gran calidad: es una relación de intimidad entre amigos y don en un ámbito de gratuidad. El amor de amistad del que habla Jesús no se impone, es respuesta de adhesión en un clima de fidelidad. Y el Maestro, al hacer participar a los suyos de los secretos de su vida, hizo madurar en ellos el seguimiento, les hizo comprender que la amistad es un don gratuito que viene de lo alto; la verdadera amistad se da en el orden de la salvación. Por eso ha elegido él a sus amigos, los ha amado, los ha hecho confidentes de las cosas del Padre, los ha destinado a dar frutos de vida. Convertirse en discípulo del Señor es un don, es gracia, elección, certeza de ser oído en las peticiones hechas al Padre en nombre de Jesús (vv. 16ss).

 

MEDITATIO

Así, pues, todo el objeto de la vida es, verdaderamente, sólo esto: establecer nuestra morada -esto es, nosotros mismos- en el amor de Cristo, a fin de que el amor de Cristo se establezca en nosotros. Precisamente aquel amor más grande, o sea, la esencia misma de Dios, que la humanidad de Cristo entrega a nuestra humanidad. Habitar en este amor significa no tener ya aquí, en esta tierra, una morada estable (cf. Heb 13,14), sino hacer estable, aquí, en esta tierra -en nuestras temporales y provisionales moradas, casas, institutos, monasterios, conventos la presencia de Dios, su misterio, que es precisamente amor.

Eso implica abrirnos y exponernos a nuevos espacios, a nuevos caminos de amistad, de diálogo, de acogida recíproca, de perdón, a fin de que sea posible el florecimiento gratuito de relaciones nuevas y renovadas por la presencia de Cristo. Esta es, en efecto, «la alegría» que nos da Jesús y que enriquece y da plenitud a la vida. Es, para decirlo en términos canónicos, el estatuto particular que ha escrito Jesús para nuestras comunidades. Es la norma que guía interiormente nuestra convivencia y le da la forma de una amistad, como rasgo distintivo de Dios, donde todo tiende al bien del otro, según los principios de igualdad y reciprocidad que hacen posible poner en común no algo de nuestra vida, sino toda ella.

También es fundamental ser conscientes de que todo esto no es una utopía o un ideal bello pero irrealizable, sino el don que nos hace Dios. A nosotros se nos pide creerlo hasta el fondo, aceptar y custodiar este don, y permanecer en esta amistad que es particularísima y constitutiva de la más alta dignidad humana elevada a la medida de Dios. Se nos pide permanecer en el amor de Cristo, a fin de que también el amor de Cristo permanezca en el mundo. Este es el imperativo categórico que nuestra conciencia nos impone. Ninguna institución puede garantizar la permanencia de este amor en nuestra vida, ninguna obligación jurídica, ninguna ley puede imponerlo; sólo puede hacerlo nuestra vida cotidiana, nuestra gratuito «dar la vida» por esta amistad, invertir nuestro deseo, nuestras energías, nuestro trabajo, nuestras fatigas y sufrimientos, para que quien vive junto a nosotros sea para nosotros un amigo y no un enemigo, como prueba de este «amor más grande» cuyo testimonio llevamos en el corazón.

 

ORATIO

El amor conduce a la comunión y en la comunión cada uno avanza al ritmo de sus hermanos. La comunión no es sólo felicidad de la que se goza pasivamente: ésta alimenta el espíritu fraterno, abre a todos las puertas de la fraternidad.

Debo esculpir en mí esta máxima: «La comunión es un combate de todo momento». La negligencia de un solo instante puede pulverizarla; basta una nimiedad, un solo pensamiento sin caridad, un juicio conservado obstinadamente, un apego sentimental, una orientación equivocada, una ambición o un interés personal, una acción realizada por uno mismo y no por el Señor.

Ayúdame, Señor, a examinarme así: ¿cuál es el centro de mi vida: tú o yo? Si eres tú, nos reunirás en la unidad. Pero si veo que a mi alrededor poco a poco todos se alejan y se dispersan, es signo de que me he puesto a mí mismo en el centro (F. X. Nguyen Van Thuan, Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S. S. Juan Pablo II, Edit. Ciudad Nueva, Madrid 2004, p. 179).

 

CONTEMPLATIO

Sólo el amor distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Si todos se signaran con la cruz, si respondieran amén y cantaran todo aleluya; si todos recibieran el bautismo y entraran en las iglesias, si hicieran construir los muros de las basílicas, quedaría el hecho de que sólo la caridad distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Los que tienen la caridad han nacido de Dios, los que no la tienen no han nacido de Dios. Este es el gran criterio para el discernimiento. Si lo tuvieras todo pero te faltara esta sola cosa, de nada te ayudaría lo que tienes; si no tienes las otras cosas pero posees ésta, has cumplido la ley.

La caridad es, en mi opinión, la piedra preciosa, descubierta y comprada por aquel comerciante del evangelio que para conseguirla vendió todo lo que tenía. La caridad es aquella piedra preciosa sin la cual no te será de provecho nada que poseas; sin embargo, si poseyeras sólo la caridad, con ella sola te bastaría. Ahora ves a través de la fe, pero un día verás directamente. Si amamos desde ahora al Señor, al que no vemos, ¿cómo le amaremos cuando le veamos directamente? Ahora bien, ¿en qué campo debemos ejercitar este amor? En el de la caridad fraterna. Podrías decirme: «Yo no he visto nunca a Dios», pero no me podrías decir: «Nunca he visto a un hombre». Ama al hermano. Si amas al hermano, al que ves, podrás ver contemporáneamente a Dios, puesto que verás la caridad misma, y Dios habita en la caridad (Agustín de Hipona, Sobre la primera carta de san Juan, homilía 5, 7).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos» (Jn 15,10).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El aspecto más difícil de la vida del monje -y precisamente este aspecto es su finalidad absoluta- es la caridad. El amor a Dios y al hermano que vive junto a nosotros, con sus gustos, sus cambios, incluso sus preferencias espirituales opuestas a las nuestras. En el ambiente restringido del cenobio y en el consorcio total de vida que éste implica en todos los aspectos y modalidades (desde la liturgia al trabajo, desde el compartir la mesa al reposo, etc.), no es posible evadirse, ignorarse, distraerse. Eso requiere una lucha incesante, una vigilancia extrema, una superación continua de las propias preferencias más elementales un ejercicio de sumisión al otro que nunca se puede dar por acr. quirido. Por eso la tensión a la caridad y a la paz en el cenobio sirve para indicar -sin pausas y sin descuentos- el éxito o el fracaso sin apelación de toda una vida. En esto, el monasterio es un microcosmos o, si queréis, un laboratorio en el que se pueden llevar a cabo, a escala reducida, experimentos que me parecen transferibles, progresivamente, a escalas más amplias. Es aquí sobre todo donde se demuestra la solidaridad del monje con los problemas más universales y más aflictivos de toda edad. El monje no puede abdicar jamás de la milicia incesante por el amor al hermano, tanto más si pensamos que en su corazón pueden agravarse o atenuarse las contiendas y los contrastes que laceran a todo el mundo según la solución que dé al pequeño conflicto doméstico.

Los grandes conflictos que afligen a todo el planeta se reflejan en cada instante en mi conciencia, que puede estar separada del hermano en mi misma pequeña comunidad: y me imponen una continua respuesta positiva, una continua superación de mi egoísmo que no quiere morir y que también sabe ahora muy bien que en esta extrema frontera interior se juega el éxito y el fracaso de mi vida ante Cristo y se juega, al mismo tiempo, mi contribución real, positiva o negativa, a la salvación histórica del mundo (G. Dossetti, Con Dio e con la storia. Una vicenda di cristiano e di uomo, Génova 1988, pp. 40-42).