Jesús y el alimento
de la voluntad del Padre

(Jn 4,31-34)


En aquel tiempo, 31 los discípulos le insistían:

32 Pero él les dijo:

-Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis.

33 Los discípulos comentaban entre sí:

34 Jesús les explicó:

 

LECTIO

Los discípulos, de vuelta del cercano pueblo de Sicar, le ofrecen alimento a Jesús para que coma y se recupere de la fatiga del viaje. Sin embargo, la pronta respuesta del Maestro revela otro nivel sobre el que se establece el coloquio: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis» (v. 32). El evangelista utiliza aquí un procedimiento literario que alterna la revelación de Jesús con la incomprensión de los discípulos, a partir de instancias muy simples, como el agua, el pan, el alimento. En el caso de la samaritana, fue Jesús mismo el que le había pedido agua para beber. Ahora son los discípulos los que inician el diálogo: «Maestro, come algo» (v. 31). Mas ambos casos revelan una equivocidad y un doble sentido en el que se sitúan los interlocutores. En este caso, los discípulos hablan de un alimento material, mientras que Jesús eleva su discurso sobre un alimento que ellos no conocen, al menos por ahora (cf. 6,27). Los discípulos piensan que cualquier otra persona ha podido precederles ofreciéndole alimento a Jesús. El, en cambio, proclama la necesidad de prestar atención a otro alimento, que es el proyecto del Padre de dar la vida al mundo: «Mi sustento es hacer la voluntad del que me ha enviado hasta llevar a cabo su obra de salvación» (v. 34).

Ahora se ha resuelto el equívoco. El alimento de Jesús es la «misión» que ha recibido del Padre. Se trata de un alimento que viene de lo alto y alimenta a su espíritu. Este es el único móvil de su vida: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me ha enviado» (6,38). Esta se resume en cumplir la obra de Dios y su plan de salvación para los hombres. El v 34 del fragmento es uno de los textos-clave del evangelio de Juan sobre la obediencia total de Jesús al Padre. Jesús no posee nada como propio. Es el enviado de Dios; sus pensamientos y sus proyectos son los pensamientos y los proyectos de su Padre. Jesús no hace su propia voluntad, sino la del Padre (4,34; 5,30; 6,38). Esta anulación radical nos deja entrever algo del misterio de Jesús, hijo obediente. Jesús es consciente de que el mejor modo de vivir su relación espiritual con el Padre es el de una obediencia y unidad total con su voluntad. Y la voluntad del Padre es la misión del Hijo, como Salvador universal. La vida nueva en el Espíritu no está reservada sólo a los judíos, sino que, con la venida de Jesús, también lo está a los samaritanos, porque todos los hombres están invitados a las bodas mesiánicas. Con Jesús quedan superados los confines del judaísmo, porque en él está la salvación, el signo del universalismo cristiano. La misión de Jesús en la tierra de Samaría es el preludio de la evangelización de los pueblos. «Tanto amó Dios al mundo que envió al Hijo a fin de que todos sean salvados por medio de él» (3,16ss).

 

MEDITATIO

Jesús fue consagrado por el Padre (cf. Jn 10,36) y, al recibir esa consagración, se consagró a su vez al Padre (cf. 17,19). El carácter apostólico o misionero de Jesús tiene que ser comprendido en el mismo doble sentido, a saber: pasivo y activo. Jesús debe ser considerado, en efecto, apóstol o misionero, porque ha sido enviado por el Padre (cf. 4,34; 10,36) y porque, al acoger esa misión, la ejerció con pleno compromiso y responsabilidad.

Toda la vida de Cristo se desarrolló bajo el signo de la más perfecta docilidad y obediencia al Padre. Como apóstol sumamente fiel, el Verbo encarnado no ideó un mensaje propio, ni cambió el mensaje recibido, sino que transmitió «las palabras» (3,34) o «la doctrina» (7,16) de Aquel que le había enviado (cf. 7,16). Este principio determinante de la total disponibilidad a las orientaciones del Padre le llevó, igualmente, no a realizar obras propias, sino a dedicarse total y exclusivamente a las obras o a la obra del Padre. Cuando Juan quiere ofrecer una visión particularizada de la realidad, habla de las «obras» dadas por el Padre y hechas con plena fidelidad por el Hijo (cf. 5,36). Sin embargo, queriendo subrayar a veces la armonía del conjunto, el mismo Juan habla de la «obra» confiada por el Padre y llevada a cabo por el Hijo.

Hacer la voluntad del Padre fue en todo momento el alimento espiritual de Jesús. El se dedicó, desde el comienzo de su vida, a hacer la voluntad del que le había enviado (cf. 6,38), es decir, a cumplir perfectamente el plan de amor y de salvación diseñado por el Padre. Por eso, un poco antes de morir, el apóstol «siempre fiel» pudo constatar: «Todo está cumplido» (19,30).

Toda persona consagrada debe obrar con la profunda dinámica apostólica de Cristo. Esto es, debe sentirse enviada por el Padre y, por consiguiente, comprometerse a realizar con un gran sentido de la responsabilidad no sus propios progresos humanos o su propio interés, sino la obra que el Padre ha confiado a su instituto.

 

ORATIO

Padre santo, plenitud de sabiduría, de luz y de bondad, tú que eres la fuente de toda consagración y la fuente originaria de toda misión, haz que cada persona consagrada, caminando tras las huellas de tu Hijo, supremo Consagrado y Misionero, sea capaz de realizar con docilidad la luminosa obra buena que has confiado a su instituto.

 

CONTEMPLATIO

Debemos tener siempre a Jesús -y sólo a Jesús- como antorcha encendida ante los ojos. El se hizo tan obediente al Padre que pudo decir que su alimento no era otra cosa que hacer su voluntad (cf. Jn 4,34). De este modo nos enseñó que el alimento del ánimo religioso no debe ser otro que hacer la voluntad de sus superiores, y quien no se nutra de este alimento no puede perseverar ni crecer en ninguna perfección de la vida religiosa, aunque abunde en cualquier otro tipo de virtudes. Así como nuestro cuerpo no puede mantenerse en vida, ni conservar las fuerzas sin alimento, aunque vertiera sobre él todos los ungüentos preciosos y lo adornara con todos los vestidos más delicados, así el ánimo del religioso, aunque fuera rico en muchos carismas y estuviera adornado con muchas virtudes, si le falta el pan y el alimento de la verdadera obediencia, nunca podrá alcanzar perfección alguna.

Que cada uno diga a menudo con Jesucristo: «No deseo otro alimento más que hacer la voluntad de mi superior, a fin de seguir a mi dulce Señor, el cual, al hacerse obediente en todo al Padre eterno, me dejó su vivo ejemplo de perfecta obediencia: no rechazó, aun siendo Dios y Verbo eterno, igual al Padre, revestirse de la forma humana, de la forma del siervo [...]. Soportó todas las miserias humanas [...], llevó con paciencia la ingratitud y la infidelidad de aquellos a los que ya había elegido entre los otros [...]. Soportó ser apresado, atado, arrastrado, escarnecido con los salivazos, golpeado, batido, atormentado, flagelado, coronado de espinas, juzgado aun siendo inocente, condenado, desgarrado, desnudado, clavado en la cruz y en ella blasfemado, saciado de oprobios, calmada su sed con hiel. Por último, quiso morir y como simple cordero ofrecido en sacrificio no abrió la boca, no mostró su santo rostro turbado, no murmuró en su corazón». ¿Por qué tienes a bien soportar tantas cosas, dulcísimo Jesús, por qué soportas tantas penas y amarguras? Por ninguna otra cosa más que porque quisiste ser obediente al Padre que te envió y porque no viniste a hacer tu voluntad, sino la del que te envió: porque tu alimento era hacer la voluntad del Padre eterno (P. Giustiniani, Trattato dell'ubbidienza, Padua 1758, pp. 143-148).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Dichoso a quien eliges e invitas a vivir en tu santuario: que nos saciemos de los bienes de tu casa, de los dones sagrados de tu templo» (Sal 65,5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nuestra santificación, nuestra salvación misma es, pues, obra de entrambos: para ella se precisan necesariamente la acción de Dios y nuestra cooperación, el acuerdo incesante de la voluntad divina y de la nuestra. El que trabaja con Dios aprovecha a cada instante; quien prescinde de El cae o se fatiga en una estéril agitación. Es, pues, de importancia suma obrar unidos con Dios, y esto todos los días y a cada momento, así en nuestras menores acciones como en cualquier circunstancia, porque sin esta íntima colaboración se pierde trabajo y tiempo.

Ahora bien, si Dios trabaja con nosotros en nuestra santificación, justo es que El lleve la dirección de la obra: nada se deberá hacer que no sea conforme a sus planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia. El es el primer principio y último fin; nosotros hemos nacido para obedecer a sus determinaciones [...]. Esta continua dependencia de Dios nos impondrá innumerables actos de abnegación, y no pocas veces tendremos que sacrificar nuestras miras limitadas y nuestros caprichosos deseos, con las consiguientes quejas de la naturaleza; mas guardémonos bien de escucharlas.

Por la abnegación que profesa a su Padre y a las almas, sustituye a los holocaustos estériles se hace la Víctima universal. La voluntad de su Padre le conducirá por toda suerte de sufrimientos y humillaciones, hasta la muerte y muerte de cruz. Jesús lo sabe, pero precisamente para esto bajó del cielo, para cumplir esa voluntad, que a trueque de crucificarle, se convertiría en fuente de vida. Desde su entrada en el mundo declara al Padre que ha puesto su voluntad en medio de su corazón para amarla, y en sus manos para ejecutarla fielmente. Esta amorosa obediencia será su alimento, resumirá su vida oculta, inspirará su vida pública hasta el punto de poder decir: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre», y en el momento de la muerte lanzará bien alto su triunfante «consummatum est»: Padre mío, os he amado hasta el último límite, he terminado mi obra de la Redención, porque he hecho vuestra voluntad, sin omitir un solo ápice.

A ejemplo de nuestro amado Jesús, no veamos sino la voluntad de su Padre en todas las cosas; que nuestra única ocupación sea cumplirla con fidelidad siempre creciente e infatigable generosidad y por motivos totalmente sobrenaturales. Este es el medio de seguir a Nuestro Señor a grandes pasos y subir junto a El en la gloria (V. Lehodey, II santo abbandono, Cinisello B. 1995, pp. 21-27 [edición española: El santo abandono, Rialp, Madrid 2001]).