Cuarto domingo de cuaresma

Año C


LECTIO


Primera lectura: Josué 5,9a.10-12

El Señor dijo a Josué:

- Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto.

Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la pascua el día catorce de aquel mes, al atardecer, en la llanura de Jericó. Desde el día siguiente a la pascua empezaron a comer de los frutos de la tierra, panes ácimos y trigo tostado. Entonces dejó de caer el maná, y los israelitas ya no volvieron a tener maná; aquel año se alimentaron de los frutos de la tierra de Canaán.


Tras el largo y fatigoso caminar por el desierto, el pueblo elegido -al que Dios no duda en llamar reiteradamente "hijo"- llega desde la dura esclavitud de Egipto al umbral de la Tierra prometida. Acababa de efectuar el rito de la circuncisión (vv. 3-5) como signo de purificación y renovación de la alianza. Se celebra la pascua "al atardecer". Es una noche solemne como la del comienzo del Éxodo, vigilia cargada de esperanza. Al día siguiente" (v. 11) Israel experimenta la poderosa intervención del Señor; Dios declara solemnemente a Josué: "Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto" (v 9).

Y el "signo" es: el pueblo que durante cuarenta años se había alimentado con el maná, pan de lágrimas -puro don del Señor- ahora por primera vez gusta de los frutos de la región. Israel circuncidado, es decir, santificado, tiene la experiencia filial de llegar a casa.


Segunda lectura: 2 Corintios 5,17-21

De modo que si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo.

Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. Porque era Dios el que reconciliaba consigo al mundo en Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres, y el que nos hacía depositarios del mensaje de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios. A quien no cometió pecado, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado para que, por medio de él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios.


La perícopa comienza con la afirmación esencial del cristianismo: si la humanidad ha muerto y resucitado con Cristo, todo lo viejo (lo que está bajo la ley del pecado) ha desaparecido. Lo que cuenta es la criatura nueva. El hombre viejo ha sido sepultado en el bautismo. Surge del agua el hombre nuevo.

Esta transformación es pura gracia. El género humano, inmerso en el pecado, no podía volver a Dios con sus propios medios. En su amor sobreabundante (cf. Ef 2,4; Rom 5,8), Dios envió a su Unigénito para llevar a cabo la reconciliación con su inmolación. Estamos salvados "por Cristo" y "en Cristo". Ambas expresiones no son una repetición, sino una profundización; equivale a decir que, una vez reconciliados por los méritos de Cristo, hemos sido injertados en él y nos hemos convertido con él en cooperadores de la obra de salvación. De hecho, en el v. 20 se nos confía una misión específica: somos embajadores de Cristo; a través de nosotros, Dios quiere exhortar a todos a dejarse reconciliar. La misión exige adhesión plena y libre a su voluntad. Pablo propone un motivo altísimo para suscitar el asentimiento: el Justo se ha hecho pecado para que los pecadores llegasen a ser justicia. El ha querido hacerse solidario de nosotros, ¿no nos haremos nosotros solidarios con él?


Evangelio:
Lucas 15,1-3.11-32

Entre tanto, todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle. Los fariseos y los maestros de la Ley murmuraban:

— Éste anda con pecadores y come con ellos.

Entonces Jesús les dijo esta parábola:

— Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde". Y el Padre les repartió el patrimonio. A los pocos días, el hijo menor recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino. Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca, y el muchacho comenzó a padecer necesidad. Entonces fue a servir a casa de un hombre de aquel país, quien le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Habría deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros". Se puso en camino y se fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. El hijo empezó a decirle: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo". Pero el padre dijo a sus criados: "Traed, enseguida, el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies." Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado". Y se pusieron a celebrar la fiesta.

Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa, al oír la música y los cantos llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba. - El criado le dijo: "Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano". El se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadirlo, pero el hijo le contestó: "Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado". Pero el padre le respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado".


Se ha definido el de Lucas como el "evangelio de la misericordia". El capítulo 15 está precisamente en el centro: comprende tres parábolas de la misericordia que son similares en la estructura pero están dispuestas
in crescendo: el dracma perdido, la oveja descarriada, el hijo pródigo que pide su parte de herencia y se va. A mayor lejanía corresponde mayor amor: por la moneda y la oveja encontradas se celebra una fiesta; por el hijo recobrado se mata el ternero cebado y se le pone el anillo y el traje real.

Se trata de una página evangélica que no necesita exégesis. Sólo recalcar algunas cosas. En primer lugar, el contexto de las tres parábolas: Jesús está rodeado de `pecadores" y "come" con ellos (para la mentalidad hebrea, esta acción denotaba una profunda comunión). A su vez, los pecadores -todos- "se acercan" a él; es decir, le consideran amigo. Los escribas y fariseos "murmuran", se escandalizan y censuran el modo de actuar de Jesús, que es contrario a la Ley. El protagonista de las parábolas es siempre Dios, al que Jesús ha venido a revelar. En la narración del hijo pródigo aparece la situación de la humanidad, muy bien representada en los dos hermanos. A causa del pecado, el hombre se siente esclavo de un amo, viva como viva su esclavitud: con rebelión o con sumisión sin amor. Todo se convierte en pretexto o cálculo para que la vuelta, tras la rebelión, del hijo menor revele lo que hay en el corazón del hermano mayor y en el rostro auténtico del "amo": en realidad, el amo es el Padre rebosante de amor. Su misericordia cura las profundas heridas causadas por la rebelión. Su ternura se manifiesta como una invitación a la fiesta y a la comunión, que no pueden ser totales hasta que participen todos. Esta plenitud tiene como precio la pasión y muerte de Cristo. "Un hombre tenía dos hijos..." así comienza la parábola: es la humanidad desgarrada.


MEDITATIO

Dirijamos nuestro corazón y nuestros deseos a Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Todas las lecturas hablan de retorno. Se trata de una palabra importante para un cristiano, estrechamente unida a otra: conversión. Todo retorno, para ser auténtico, exige una purificación, un cambio, la renovación del corazón.

En la parábola del hijo pródigo se describe el viaje de cada uno de nosotros desde la lejanía, cansados por el pecado, a la semejanza creada por el amor. Este regreso se realiza recorriendo el camino que el mismo Padre ha abierto a los hombres, Jesús, el mediador, el sacerdote eterno. Jesús se revela como "el hombre para los demás": es camino para todos y todos pueden caminar por él. Por este camino que es el mismo Cristo va el hijo pródigo después de decidir "levantarse". El pecado, de hecho, envilece, humilla, quita dignidad. En este hijo está representado el género humano; en él estamos todos.

Quizás no nos alejamos físicamente, sino sólo en nuestro interior: en esto nos parecemos más al hijo mayor. Quizás hemos ido tan lejos que ya ni siquiera sabemos dónde estamos: hemos perdido el sentido de la orientación cuando en nuestro entorno nada nos recuerda algo familiar, cuando nos pesa la soledad; entonces se siente el más sincero deseo, que brota desde lo más hondo del corazón; es la voz del Padre, que nunca nos ha abandonado. Es la hora de decidir. Uniéndonos a Cristo, también nosotros, pecadores perdonados, deberemos ser unos con otros el cordero que se inmola.

Y, al mismo tiempo, deberemos evitar protestar como el hijo mayor, pues no es ésta la actitud propia de un cristiano. Si sentimos que la protesta brota en nuestro interior, invoquemos inmediatamente la ayuda del Señor, porque, de lo contrario, nos alejaremos de la casa de la comunión. Quien está unido a Cristo se convierte en salvación para los demás y participa en la fiesta no como espectador, sino ofreciéndola personalmente, con alegría.


CONTEMPLATIO

Oh Dios, alejarse de ti es caer, volver a ti es resurgir, permanecer en ti es construirse sólidamente; oh Dios, salir de ti es morir, encaminarse a ti es revivir, habitar en ti es vivir [...]. Recíbeme a mí, tu siervo, que huyo de las cosas engañosas que me acogieron mientras huía de ti. Siento que debo volver a ti; llamo para que se abra tu puerta; enséñame cómo se puede llegar hasta ti. No tengo nada más que tu buena voluntad. Sólo sé que se deben despreciar las cosas caducas y pasajeras y que se deben buscar las cosas eternas.

Es todo cuanto sé, oh Padre, porque sólo esto he aprendido, pero ignoro de dónde hay que partir para llegar a ti. Sugiéremelo tú, muéstrame el camino y dame lo necesario para el viaje. Si con la fe te encuentran los que vuelven a ti, dame la fe; si con la virtud, concédeme la virtud; si con el saber, dame el saber. Auméntame la fe, auméntame la esperanza, auméntame la caridad, oh bondad admirable y singular (san Agustín, Soliloquios, I, 2-4, passim).


ORATIO

Jesús, has venido a acompañarnos para emprender con nosotros, como hijo pródigo, lejos de la casa del Padre, lejos de la gloria del cielo, el regreso. Tu corazón siempre ha estado rebosante de nostalgia y amor: tus palabras hacen que ardan de deseo nuestros corazones, porque en ti encontramos a un hermano; en ti descubrimos lo que significa hacerse solidario con los pobres, con los miserables, con los privados de todo, incluso de la esperanza. Jamás nosotros nos atreveríamos a presentarnos al Padre. Te has vestido con nuestros jirones y has llamado el primero a la puerta. Contigo, detrás de ti, hemos entrado nosotros, y nos ha sorprendido el amor.


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: "Me enseñarás el sendero de la vida" (Sal 15,11).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Observando al Padre logro distinguir tres caminos que llevan a una auténtica paternidad misericordiosa: el dolor, el perdón y la generosidad. Puede parecer extraño que el dolor conduzca a la misericordia. Pero así es. El dolor me lleva a dejar que los pecados del mundo -incluidos los míos- desgarren mi corazón y me hagan derramar lágrimas, muchas lágrimas por ellos. Si no son lágrimas que brotan de los ojos, por lo menos son lágrimas del corazón. Este dolor es oración.

El segundo camino que conduce a la paternidad espiritual es el perdón. Por el perdón constante es como vamos llegando a ser como el Padre. El perdón es el camino para superar el muro y acoger a los demás en el corazón sin esperar nada a cambio.

El tercer camino para llegar a ser como el Padre es la generosidad. En la parábola, el Padre del hijo que se va no sólo le da todo lo que le pide, sino que le colma de regalos cuando vuelve. Y al hijo mayor le dice: "Todo lo mío es tuyo". El Padre no se reserva nada. Lo mismo que el Padre se vacía de sí mismo por sus propios hijos, así debo darme a mis hermanos y hermanas. Jesús deja entender a las claras que en esta oblación está el signo del verdadero discípulo: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Darse supone una auténtica disciplina, porque no es algo que rota automáticamente. Cada vez que doy un paso en dirección a la generosidad, me muevo del temor al amor.

Como Padre, debo creer que todo lo que el corazón humano desea se puede encontrar en casa. Como Padre, debo tener el valor de asumir la responsabilidad de una persona espiritualmente adulta y creer que el gozo verdadero y la satisfacción plena sólo pueden venir acogiendo en casa a los que han sido ofendidos y heridos en el viaje de su vida y amándolos con un amor que no pide ni espera nada a cambio.

Se da un vacío terrible en esta paternidad espiritual. Pero este vacío terrible es también el lugar de la verdadera libertad. Libre de recibir la carga de los otros, sin necesidad de valorar, clasificar, analizar. En este estado del ser que no se permitiría nunca juzgar, puedo engendrar una confianza liberadora (H. Nouwen, L'abbraccio benedicente, Brescia 1994, 190-199, passim).