Viernes
de la primera semana
de cuaresma


LECTIO

Primera lectura: Ezequiel 18,21-28

Así dice el Señor Dios: "Ahora bien, si el malvado se convierte de todos los pecados cometidos, guarda todos mis mandamientos y se comporta recta y honradamente, ciertamente vivirá, no morirá. Ninguno de los pecados cometidos le será recordado, sino que vivirá por haberse comportado honradamente. ¿Acaso deseo yo la muerte del malvado, oráculo del Señor, y no que se convierta de su conducta y viva? Si el honrado se aparta de su honradez y comete maldades, imitando las abominaciones del malvado, ninguna de las obras buenas que hizo le será recordada. Por el mal que hizo y por el pecado cometido morirá.

"Vosotros decís: `No es justo el proceder del Señor'. Escucha pueblo de Israel: ¿Acaso no es justo mi proceder? ¿No es más bien vuestro proceder el que es injusto? Si el honrado se aparta de su honradez, comete la maldad y muere, muere por la maldad que ha cometido. Y si el malvado se aparta de la maldad cometida y se comporta recta y homradamente, vivirá. Si recapacita y se convierte de los pecados cometidos, vivirá, no morirá".
 

El capítulo 18 de Ezequiel marca un paso decisivo en el progreso de la revelación. Consciente de que la verdadera dignidad depende de ser `pueblo elegido", Israel tiene muy vivo el sentido de la responsabilidad colectiva del pecado (cf. por ejemplo Dt 5,9s). Pero ya el profeta Jeremías comenzó a indicar que existe también un `pecado personal", es decir, que cada uno es responsable de sus acciones en primera persona (cf. Jr 31,29s. Ezequiel prosigue en esta misma línea superando las afirmaciones de Jeremías.

A los desterrados, sin esperanza y desalentados bajo el peso de un castigo que piensan que es inmerecido por tratarse de las culpas de sus padres, Ezequiel les profetiza indicándoles que cada uno decide con su comportamiento su propio destino (18,1-20); y prosigue anunciando que el destino personal no es inmutable (vv 21-31): el Dios de la vida no se complace en la destrucción de los hombres, sino que espera y, en cierto sentido, suscita la conversión de cada uno.

El Señor brinda a cada uno la posibilidad de una vida nueva e indica el camino de la salvación, que, como cualquier camino, exige esfuerzo y perseverancia. Si el `pecador" debe cambiar radicalmente, también el "justo" debe optar continuamente por obrar de acuerdo con la voluntad de Dios; de otro modo, se olvidará el valor de sus obras justas (v 24): nadie es "justo" de una vez por todas, sino que uno se va haciendo "justo" día tras día adhiriéndose al Señor.

 

Evangelio: Mateo 5,20-26

Dijo Jesús: Os digo que si no sois mejores que los maestros de la Ley y los fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.

Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados: No matarás, y el que mate será llevado a juicio. Pero yo os digo que todo el que se enoja contra su hermano será llevado a juicio, el que lo llame estúpido será llevado a juicio ante el sanedrín, y el que lo llame impío será condenado al fuego eterno. Así pues, si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda. Trata de ponerte a buenas con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.


Con la autoridad propia de quien es el cumplimiento de la Ley (vv. 17s), Jesús exige a los suyos, como condición para entrar en el Reino de los Cielos, una justicia que "supere" la de los escribas y fariseos. Jesús pide más porque da lo que pide: ésta es la novedad radical. Ya no se trata de limitarse a observar minuciosamente preceptos y evitar prohibiciones, sino comenzar desde el corazón, donde nacen las motivaciones profundas de nuestro actuar.

Con el v 21 comienza una serie de formulaciones , concretas de esta justicia superior, introducidas por el i pasivo divino "se dijo", que significa "Dios dijo". Por un homicidio hay que someterse a un proceso, pero el gesto violento brota del corazón: por eso el airarse contra el hermano merece idéntico castigo. Una palabra injuriosa exige una pena más grave: el juicio ante el sanedrín. Un insulto más ofensivo es condenado por el Supremo Juez con el fuego eterno (v. 22). También el culto exige no sólo condiciones externas de pureza, sino la pureza de un corazón pacífico y pacificador, que no tolera las divisiones en las relaciones fraternas y, por consiguiente, debe dar el primer paso: la reconciliación con el hermano como premisa para la comunión con el Señor (vv 23s).

En los vv. 25s se subraya no sólo la necesidad, sin también la urgencia de la reconciliación en una perspectiva escatológica: el otro ya no es el hermano, sino el adversario, el acusador que podemos encontrar en el camino de la vida: también con él debemos tratar de buscar un acuerdo, porque al final de la vida nos espera el Justo Juez, y debemos estar preparados para el juicio.


MEDITATIO

Jesús propone una justicia superior a la de los escribas y fariseos; la primera está basada en el conocimiento profundo de la Ley, la segunda, en la observancia escrupulosa de los preceptos. Es superior, pues, la justicia que no se fundamenta sólo en el saber y el hacer, sino sobre todo en el ser: esa justicia es santidad porque es participación en la bondad infinita de Dios. Jesús dirige cualquier acto a su origen, el corazón.

"El que se enoja contra su hermano..." Notemos la insistencia: ¡hermano! Se mata al hermano en el corazón con pensamientos o sentimientos hostiles e incluso, sencillamente, con la indiferencia. Se le mata también con palabras injuriosas o despectivas. Hoy está de moda hablar violentamente, vulgarmente. Contagiados por el clima de la sociedad en que vivimos, esta costumbre puede penetrar también en ambientes considerados cristianos, pero es totalmente antievangélica. Se suele decir: "Mata más la lengua que la espada", pero el pensamiento mata aún más que la lengua, porque no todos los pensamientos malos afloran en palabras...

¡Qué delicado es el sentido de la justicia que Jesús nos inspira! Se trata de la pureza de corazón, de santidad, y sólo se puede lograr con un constante deseo y compromiso de conversión. La justicia verdadera es la que Jesús ha proclamado e inaugurado en la cruz con su acto de perdón y de amor desmesurado. Estamos llamados continuamente a este misterio de muerte por amor. Los hermanos necesitan ver en nosotros los rasgos del rostro del amor que perdona y hace vivir.


ORATIO

Señor, tú que eres justo en todos tus caminos y santo en todas tus obras: hoy tu mandato nos desconcierta porque remueve el abismo de nuestro corazón. Nos pides una justicia mayor -la pureza interior, cumplimiento de la Ley- y nosotros nos descubrimos siempre demasiado injustos.

Perdona, Señor, los pensamientos y sentimientos malos que no desarraigamos en cuanto surgen en nuestro interior y que, tal vez, irritados por la envidia, se traducen en malas palabras, en juicios negativos. A cuántos habremos matado de este modo sin darnos cuenta, nosotros, que tan fácilmente juzgamos cualquier infracción de la Ley, que tan fácilmente condenamos al que se equivoca en la vida e incluso reprobamos el exceso de indulgencia con el arrepentido. Ten piedad de nosotros, Señor, ven cada día a purificarnos el corazón del pecado, que siempre aflora infectando nuestras intenciones y acciones.


CONTEMPLATIO

Para amar a los enemigos, que es en lo que consiste la perfección de la caridad fraterna, nada nos anima tanto como la agradable consideración de la portentosa paciencia del "más bello entre los hijos de los hombres" (Sal 44,3).

Para aprender a amar, el hombre no se debe dejar llevar por los impulsos carnales, y para no sucumbir a estos deseos, debe dirigir todo su afecto a la dulce pacie cia de la carne de Dios. Descansando así, más suave perfectamente en el deleite de la caridad fraterna, también abrazará a sus enemigos con los brazos del verdero amor. Y para que este fuego divino no se apagado por la condición de las injurias, contemple continuamente con los ojos del alma la serena paciencia de su amado Señor y Salvador (jElredo de Rieval, El espejo de la caridad, III, 5).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El perdón no debe ser ocasional, algo excepcional, sino que debe integrarse sólidamente en la existencia y ser la expresión habitual de las disposiciones de unos hacia otros. Deberás empezar por dominar la reacción de tu corazón ante la ofensa recibida -tu rencor, tu obstinación en tener razón- y deberás sentirte verdaderamente libre. Pero el perdón da el paso decisivo al renunciar al castigo del otro. Con ello abandona el principio de equivalencia, en el cual se contrapone el dolor al dolor, el perjuicio al perjuicio, la expiación a la falta, para entrar en el de la libertad interior. Aquí también se restablece un orden, no con pasos y medidas rígidas, sino con una victoria creadora. El corazón se ensancha [...].

Jesucristo relaciona el perdón de los hombres con el de Dios. Este es el primero en perdonar, y el hombre no es más que su criatura. Por tanto, el perdón humano surge del perdón divino del Padre. El que perdona se asemeja al Padre. Actuando así, persuades al otro para que comprenda su error; creando con él la armonía del perdón, "habrás ganado a tu hermano". Entonces vuelve a florecer la fraternidad. El que así piensa aprecia al prójimo. Le duele saber que su hermano está en falta, como a Dios le duele el pecado, porque aleja de él al hombre. Y de la misma manera que Dios desea redimir al hombre caído, así el hombre instruido por Jesucristo sólo anhela que la persona que le ha ofendido reconozca su falta y vuelva así a la comunidad de la vida santa.

Jesucristo es el modelo de esta actitud. Él es el perdón viviente. El no sólo ha perdonado la culpa, sino que ha restaurado la verdadera "justicia". Ha destruido cuanto de lo más terrible se había acumulado, cargado sobre sus espaldas la deuda que había de pesar sobre el pecador [...]. Vivimos de la obra redentora de Jesucristo, pero no podemos disfrutar de la redención sin contribuir a ella (R. Guardini, El Señor 1, Madrid 31958, 531-540, passim).