El consejo de Pablo: «Preocupaos
de las cosas del Señor»

(1 Cor 7,25-35)


25 Acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, un consejo, como quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. 26 Por tanto, pienso que es cosa buena, a causa de la angustia presente, quedarse el hombre así. 27 ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿No estás unido a mujer? No la busques. 28 Mas, si te casas, no pecas. Y, si la joven se casa, no peca. Pero todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitárosla.

29 Os digo, pues, hermanos: El tiempo apremia. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. 30 Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. 31 Los que disfrutan del mundo, como si no lo disfrutasen. Porque la representación de este mundo pasa.

32 Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. 33 El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; 34 está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. 35 Os digo esto para vuestro bien, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin distracciones.

 

LECTIO

En el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios, Pablo, respondiendo probablemente a preguntas concretas, se enfrenta con algunos de los problemas relacionados con la familia y el matrimonio. Después de haber tratado de la pareja cristiana (vv 1-11) y del matrimonio con paganos (vv 12-16), pasa a hablar de las personas no unidas en matrimonio: las personas vírgenes (vv 25-35), los novios (vv. 36-38) y las viudas (vv 39ss).

Las indicaciones del apóstol respecto a la virginidad tienen como presupuesto la fe y la experiencia del Reino de Dios, ya presente y operante, y, sobre todo, la certeza del primado absoluto de la persona de Cristo, unida a la convicción de poder dar «consejos» merecedores de confianza (por ser alguien que ha obtenido la misericordia del Señor y posee «el Espíritu de Dios»: vv. 25 y 40). Frente a la experiencia del encuentro beatificante con Cristo, afirma Pablo, la diversidad de las múltiples condiciones humanas parece marginal, mientras que su importancia es totalmente relativa a la contribución que puedan ofrecer para facilitar y hacer más profunda la relación con el Señor. Pablo sabe por experiencia que Cristo basta para llenar el corazón y la vida, y que no hace falta nada más, aunque se tratara incluso del bien supremo de la libertad (v 22) o del matrimonio (v. 28). Sabemos, por lo demás, que la vida conyugal trae consigo también dificultades y tribulaciones: y «yo quisiera evitároslas» (v 28).

Desde que Jesús vino al mundo, la meta de la historia está a la vista y la solicitud del creyente que surca el mar del tiempo no persigue ya crearse un espacio y echar raíces en él, sino disponerse al desembarco con la libertad y la alegría de quien está a punto de llegar a la patria ardientemente deseada. Cuando alguien se acerca al puerto o al final del camino no se preocupa ya de lo que antes era necesario para realizar el viaje. El drama de la historia ya ha sido representado como en un gran escenario y nos encontramos en los diálogos finales (v 31). El verdadero creyente, el que anhela al Señor y ha puesto su corazón en él, vive y obra ahora en el mundo con total desprendimiento y suprema libertad («Como si no...»: vv 29ss). La única verdadera esperanza que ahora nos queda es el encuentro definitivo con Cristo para estar siempre con él.

Ahora, el matrimonio y la familia constituyen un bien tan grande y una tarea tan comprometedora que corre el riesgo de atraer todos los intereses y absorber toda la existencia, hasta situarse como un valor omnicomprensivo y definitivo, haciéndonos olvidar el interés por la misma persona de Jesús y por la instauración de su Reino. La persona virgen, por el contrario, se encuentra libre de las preocupaciones inherentes al cónyuge o a los hijos, no debe buscar siempre un dificil ajuste entre los intereses del mundo y los intereses del Señor. En efecto, la persona virgen no tiene otros intereses que los del Reino, ni otro «marido» a quien complacer más que el Señor. Su vida está plenamente reasumida y unificada en el impulso que la proyecta enteramente hacia Cristo y le permite permanecer unida a él «sin distracciones» (v 35).

 

MEDITATIO

El discurso sobre la virginidad se desarrolla a partir de la experiencia del Reino de Dios, que, presente y activo en el mundo con la venida y la resurrección de Cristo, ha inaugurado la fase definitiva de la historia. No por nada es la virginidad una característica propia del Nuevo Testamento: ésta nace en el acto con que el Verbo entra en la historia uniéndose y haciendo totalmente su sacrosanta humanidad y anticipa en el tiempo su condición definitiva. La virginidad, como signo particularísimo de la vida eterna vivida en el tiempo (cf. VC 21) y prolongación significativa en la historia del misterio de la encarnación (cf. VC 22), es, al mismo tiempo, profecía y anticipo de los tiempos futuros (cf. VC 26).

El contexto en el que se mueve el discurso de Pablo es, por consiguiente, claramente escatológico. Con Cristo lo eterno ha hecho irrupción en el tiempo y lo está llevando a su término: la última hora ya ha empezado. El problema no es saber cuánto «tiempo» durará ésta, sino más bien comprender la novedad absoluta que Cristo ha introducido en el tiempo de la historia hasta cambiar su naturaleza y destinación, y hacerlo naufragar en la eternidad de Dios. La idea que subyace no es tanto la necesidad de tener que prepararse para la parusía en vistas a la vuelta gloriosa de Cristo, que sería inminente, sino más bien la exigencia de abrirse y hacer sitio al Reino, que, ya presente, pide ocupar todos los ámbitos disponibles, para llegar a su plena maduración.

Ahora bien, puesto que el Reino de Dios se revela, realiza y se ofrece en Cristo Jesús, de ahí se sigue que la razón última de la virginidad es sólo una: el Señor Jesús. El apóstol menciona de manera explícita esta motivación y dimensión cristológica de la opción virginal. No se trata de alejarse del mundo presente para refugiarse en el futuro o de hacerlo para eludir las responsabilidades de la vida, sino de mantenerse unido al Señor, «sin distracciones» (v. 35), y de preocuparse «de las cosas del Señor» (v. 34). No hay otras motivaciones para esta opción más que este valor absoluto, el único definitivo: Cristo Señor, a fin de participar plenamente en su vida y en su misión.

 

ORATIO

Jesús, cuando te veo
que abandonas los brazos de tu Madre
y tenido por ella,
ensayas,
vacilante,
por nuestra triste tierra
tus indecisos y primeros pasos,
yo quisiera ir delante
deshojando una rosa blanca y fresca,
y así tu piececito posaría muy suave
y dulcemente sobre una flor.

La rosa deshojada,
¡oh mi Niño divino!,
es la más fiel imagen
del corazón que quiere a cada instante
por tu amor inmolarse enteramente.

Hay muchas rosas frescas
a las que les gusta brillar en tus altares
y se entregan a ti.
Mas yo anhelo otra cosa:
deshojarme...

La rosa en su esplendor
puede, mi Niño, embellecer tu fiesta.
A la rosa en deshoje se la olvida,
se la tira y arroja al capricho del viento.

La rosa, deshojándose,
se entrega a cada instante con ansia de no ser.
Como ella, quiero yo buscar mi dicha
dándome, mi Jesús, del todo a ti.

Se pasa sobre pétalos de rosa deshojada,
y se pisan sin pena.
Y esos muertos despojos son un simple ornamento,
dispuestos al azar,
sin arte y sin estudio,
lo comprendo...

Yo prodigué mi vida, prodigué mi futuro, por tu amor, ¡oh Jesús!
A los ojos profanos de los hombres,
como rosa marchita para siempre un día moriré...
Mas moriré por ti, ¡oh Niño mío, hermosura suprema!
¡Oh suerte venturosa!
Deshojándome quiero demostrarte mi amor,
¡oh, mi tesoro...!

A zaga de tus pasos infantiles,
escondida vivir quiero aquí abajo.
Y aun suavizar quisiera tus últimas pisadas
camino del Calvario...

                                    (Teresa de Lisieux, Una rosa deshojada).

 

CONTEMPLATIO

Dice el apóstol: «Respecto a las vírgenes no tengo mandato del Señor» (1 Cor 7,25). Si no lo tuvo el apóstol de los gentiles, ¿quién podrá tenerlo? Dios no lo convierte en un mandamiento, pero propone el ejemplo. La virginidad no puede ser objeto de mandato, pero sí puede ser deseada. En efecto, las cosas que son superiores a nuestra naturaleza, pueden ser objeto de deseo, no de mandato [...].

Dichosas vosotras, oh vírgenes [...]. Vuestra belleza consiste en el santo pudor y en la verdadera castidad con la que os adornáis. Al no buscar el ojo humano, defendéis vuestros méritos del engaño ajeno. También vosotras, justamente, buscáis la belleza, pero no la del cuerpo, sino la que procede de las virtudes, que no puede ser desfigurada ni por la vejez, ni por la enfermedad, ni por la muerte. Que el único Juez de vuestra belleza sea Dios, el cual ama a las almas más bellas, aunque estén encerradas en un cuerpo menos atractivo.

Vosotras no conocéis los dolores inherentes a la maternidad; sin embargo, vuestra prole es numerosísima, porque el alma casta tiene como hijos a todos los hombres. La virgen tiene muchos descendientes, pero no tiene huérfanos; tiene herederos, pero no conoce la tumba. Así, la santa Iglesia es virgen por la castidad y madre de numerosos hijos (Ambrosio de Milán, Scritti sulla verginitá, Roma s.f., pp. 31 y 34ss [edición española: Sobre las vírgenes y la virginidad, Ediciones Rialp, Madrid 1956]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«El mundo y todos sus atractivos pasan. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,17).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Si el celibato da una mayor disponibilidad para ocuparse de las cosas de Dios, no puede ser aceptado sino para darse más al prójimo con el amor mismo de Cristo.

Nuestro celibato no significa ni ruptura con los afectos humanos ni indiferencia, sino que llama a la transfiguración de nuestro amor natural. Sólo Cristo opera la conversión de las pasiones en amor total por el prójimo. Cuando el egoísmo de las pasiones no se ha superado con una generosidad creciente, cuando no usas ya la confesión para desbaratar la necesidad de encontrarte a ti mismo que hay en toda pasión, cuando el corazón no está constantemente lleno de un inmenso amor, no puedes dejar a Cristo que ame en ti, y tu celibato se te hace pesado.

Esta obra de Cristo en ti reclama infinita paciencia.

La pureza del corazón es contraria a todas las tendencias de la naturaleza.

La impureza, incluso imaginativa, deja huellas psicológicas que no siempre son borradas inmediatamente por la confesión y la absolución. Lo que importa entonces es vivir en el continuo recomenzar del cristiano, nunca abatido porque siempre es perdonado.

La pureza del corazón está en relación estrecha con la transparencia. Nada de ostentación de tus dificultades, pero tampoco hermetismo, como si fueras un superhombre exento de combates.

Rechaza toda complacencia en la vulgaridad. Ciertas bromas avivan las dificultades de los hermanos que luchan para mantenerse en la pureza de corazón.

Hay un dejarse ir que podría velar el sentido verdadero del compromiso difícil pero alegre de la castidad. Has de saber que tu comportamiento y actitud son signos cuya negligencia puede entorpecer nuestra marcha común.

La pureza del corazón no se vive más que en el olvido espontáneo y alegre de sí mismo, a fin de dar la propia vida por los que se ama. Y este don de sí supone la aceptación de una sensibilidad frecuentemente herida.

No hay amistad sin sufrimiento purificador.

No hay amor del prójimo sin cruz. Solamente la cruz da a conocer la insondable profundidad del amor (Hermano Roger, La regla de Taizé, Herder, Barcelona 41978, pp. 45-46).