Sufrimiento.

“Me complazco... en las aflicciones, en las angustias” (2Cor 12,10) osa escribir Pablo a los convertidos de Corinto. El cristiano no es un estoico que cante “la majestad de los sufrimientos humanos”, sino discípulo del “jefe de nuestra fe” que “en lugar del gozo que se le proponía soportó la cruz” (Heb 12,2). El cristiano mira todo sufrimiento a través de Jesucristo; en Moisés “que estimó el oprobio de Cristo como una riqueza superior a los tesoros de Egipto” (Heb 11,26) reconoce la pasión del Señor

¿Pero qué significados tiene el sufrimiento en Cristo? ¿Cómo el sufrimiento, tan frecuentemente maldición en el AT, se convierte en bienaventuranza en el NT? ¿Cómo puede Pablo “sobreabundar de gozo en todas las tribulaciones” (2Cor 7, 4; cf. 8,2)? ¿Será la fe insensibilidad o exaltación enfermiza?

AT.

1. SERIEDAD DEL SUFRIMIENTO.

La Biblia toma en serio el sufrimiento; no lo minimiza, lo compadece profundamente y ve en él un mal que no debiera haber.

1. Los gritos del sufrimiento.

Lutos, derrotas y calamidades hacen que se eleve en la Escritura un inmenso concierto de gritos y de quejas. Es tan frecuente el gemido en ella que dio origen a un género literario propio, la lamentación. Las más de las veces estos gritos se elevan a Dios. Cierto, el pueblo grita ante el faraón para obtener pan (Gén 41,55), y los profetas gritan contra los tiranos. Pero los esclavos de Egipto gritan a Dios (Éx 2,23s), los hijos de Israel gritan a Yahveh (14,10; Jue 3,9) y los salmos están llenos de estos gritos de aflicción. Esta letanía del sufrimiento se prolonga hasta el “gran clamor y hasta las lágrimas” de Cristo ante la muerte (Heb 5,7).

2. El juicio

El juicio pronunciado sobre el sufrimiento responde a esta rebelión de la sensibilidad: el sufrimiento es un mal que no debiera ser. Desde luego, se sabe que es universal: “El hombre nacido de la mujer tiene una vida breve repleta de miseria” (Job 14,1; cf. Eclo 40,1-9), pero uno no se resigna a ello. Se sostiene que sabiduría y salud van de la mano (Prov 3,8; 4,22; 14,30), que la salud es un beneficio de Dios (Eclo 31,20) por razón del cual se le alaba (Eclo 17, 27) y se le pide (Job 5,8; 8,5ss; Sal 107,19). Diversos salmos son oraciones de enfermos que piden la curación (Sal 6; 38; 41; 88). La Biblia no es dolorista; hace el elogio del médico (Eclo 38); aguarda la era mesiánica como un tiempo de curación (Is 33,24) y de resurrección (26,19; 29,18; 61,2). La curación es una de las obras de Yahveh (19,22; 57,18) y del Mesías (53,4s). La serpiente de bronce (Núm 21,6-9) ¿no viene a ser una figura del Mesías (Jn 3,14)? Todas las desgracias públicas y privadas, sequía, pérdida de los bienes, lutos, guerras, esclavitudes, exilio, son sentidas como males cuya liberación se aguarda para los días del Mesías. El AT no conoce sufrimiento voluntario en sentido ascético y paulino.

II. EL ESCÁNDALO DEL SUFRIMIENTO.

La Biblia, profundamente sensible al sufrimiento, no puede, como tantas religiones en torno a ella, recurrir para explicarlo a querellas entre los diferentes dioses o a soluciones dualistas. Cierto que para los exiliados de Babilonia, abrumados por sus calamidades “inmensas como el mar” (Lam 2,13), era muy grande la tentación de creer que Yahveh había sido vencido por uno más fuerte; sin embargo, los profetas, para defender al verdadero Dios, no piensan en excusarlo, sino en sostener que el sufrimiento no se le escapa: “Yo hago la luz y creo las tinieblas, yo hago la felicidad y provoco la desgracia” (Is 45,7; cf. 63,3-6). La tradición israelita no abandonará jamás el atrevido principio formulado por Amós: “¿Sucede alguna desgracia en una ciudad sin que Dios sea su autor?” (Am 3,6; cf. Éx 8,12-28; Is 7,18). Pero esta intransigencia desencadena reacciones tremendas: “¡no hay Dios!” (Sal 10,4; 14,1), concluye el impío ante el mal del mundo, o sólo un Dios “incapaz de conocimiento” (73,11); y la mujer de Job, consecuente: “¡Maldice a Dios!” (Job 2,9).

Sin duda se sabe distinguir en el sufrimiento lo que comporta alguna explicación. Las heridas pueden ser producidas por agentes naturales (Gén 34,25; 2Sa 4,4), los achaques de la vejez son normales (Gén 27,1; 48,10). Hay en el universo poderes malignos, hostiles al hombre, los de la maldición y de Satán. El pecado acarrea la desgracia (Prov 13,8; Is 3,11; Eclo 7,1), y se tiende a descubrir una falta como origen de toda desgracia (Gén 12,17s; 42, 21; Jos 7,6-13): tal es la convicción de los amigos de Job. Como fuente de la desgracia que pesa sobre el mundo hay que señalar el primer pecado (Gén 3,14-19).

El capricho con que la muerte cae de improviso sobre las condiciones más diversas, es cosa que se siente dolorosamente (Job 21,28-33; Prov 11,4; Am 5,19). Todavía peor es el escándalo de la muerte del justo y de la longevidad del impío (Ecl 7, 15; Jer 12,1s). Este mundo es una verdadera quiebra de la justicia (Hab 1,2-4; Mal 2,17; 3,15; Sal 37,73). Sin embargo, ninguno de estos agentes, ni la naturaleza, ni el azar (Éx 21,13), ni la fatalidad de la vida del hombre (Job 4,1ss; cf. 4,7), ni la funesta fecundidad del pecado, ni la maldición (Gén 3, 14; 2Sa 16,5) ni Satán mismo se sustraen al poder de Dios, de modo que fatalmente resulta implicado Dios. Los profetas no pueden comprender la felicidad de los impíos y la desgracia de los justos (Jer 12,1-6; Hab 1,13; 3,14-18), y los justos perseguidos se creen forzosamente olvidados (Sal 13,2; 31, 13; 44,10-18). Job entabla un proceso contra Dios y le intima a explicarse (Job 13,22; 23,7). Un salmista entabla con violencia el mismo proceso, pero esta vez por razón de las desgracias injustas de la nación (Sal 44,10-27). Y sin embargo, pese a las peores catástrofes, el pesimismo no triunfó nunca en Israel; es muy significativo el hecho de que el autor de Job no pueda terminar el libro con lanota de la desesperación, como tampoco el melancólico Eclesiastés, que aconseja, a pesar de todo, alegrarse de la vida (Ecl 3,2.24; 9,7-10; 11,7-10), y ni siquiera los profetas más sombríos, en los que se descubre siempre un resorte de esperanza y de felicidad (Jer 9,16-23). Presentimientos todavía oscuros de la resurrección triunfal parecen atravesar como un respiradero la Biblia entera (Gén 22; Sal 22; 49; 73; Is 53; Rom 4,18-21).

III. EL MISTERIO DEL SUFRIMIENTO.

Profetas y sabios, deshechos por el sufrimiento, pero sostenidos por su fe, entran progresivamente “en el misterio” (Sal 73,17). Descubren el valor purificador del sufrimiento, como el del fuego que separa el metal de sus escorias (Jer 9,6; Sal 65,10), su valor educativo, el de una corrección paterna (Dt 8,5; Prov 3,11s; 2Par 32,26.31), y acaban por ver en la prontitud del castigo un como efecto de la benevolencia divina (2Mac 6,12-17; 7,31-38). Aprenden a acoger en el sufrimiento la revelación de un designio divino que nos confunde (Job 42,1-6; cf. 38,2). Antes que Job, José lo reconocía delante de sus hermanos (Gén 50,20). Semejante designio puede explicar la muerte prematura del sabio, preservado así de pecar (Sab 4,17-20). En este sentido el AT conoce ya una bienaventuranza de la mujer estéril y del eunuco (Sab 3,13s). El sufrimiento y la persecución pueden ser expiación del pecado (Is 40,2).

El sufrimiento, incluido por la fe en el designio de Dios, viene a ser una prueba de alto valor que Dios reserva a los servidores de quienes está orgulloso, Abraham (Gén 22), Job (1,11; 2,5), Tobías (Tob 12,13) para enseñarles lo que vale Dios y lo que se puede sufrir por él. Así Jeremías pasa de la rebelión a una nueva conversión (Jer 15,10-19).

Finalmente, el sufrimiento tiene valor de intercesión y de redención. Este valor aparece en la figura de Moisés, en su oración dolorosa (Éx 17,11ss; Núm 11,1s) y en el sacrificio que ofrece de su vida para salvar a un pueblo culpable (32,30-33). No obstante, Moisés y los profetas más probados por el sufrimiento, como Jeremías (Jer 8,18-21; 11,19; 15,18), no son sino figuras del siervo de Yahveh

El siervo conoce el sufrimiento bajo sus formas más tremendas, más escandalosas. Ejerció sobre él todos sus estragos, lo desfiguró, hasta el punto de no provocar ya ni siquiera compasión, sino horror y desprecio (Is 52,14s; 53,3); no es en él un accidente, un momento trágico, sino su existencia cotidiana y su signo distintivo: “hombre de dolores” (53,3); parece no poder explicarse sino por una falta monstruosa y por un castigo ejemplar del Dios santo (53,4). En realidad hay falta, y de proporciones increíbles, pero no precisamente en él: en nosotros, en todos nosotros (53,6). Él es inocente, lo cual es el colmo del escándalo.

Ahora bien, ahí está precisamente el misterio, “el logro del designio de Dios” (53,10). Inocente, “intercede por los pecadores” (53,12) ofreciendo a Dios no sólo la súplica del corazón, sino “su propia vida en expiación” (53,10), dejándose confundir entre los pecadores (53,12) para tomar sobre sí sus faltas. De este modo el escándalo supremo se convierte en la maravilla inaudita, en la “revelación del brazo de Yahveh” (53,1). Todo el sufrimiento y todo el pecado del mundo se han concentrado en él y, por haber él cargado con ellos en la obediencia, obtiene para todos la paz y la curación (53,5), el fin de nuestros sufrimientos.

NT.

1. JESÚS Y EL SUFRIMIENTO DE LOS HOMBRES

Jesús el hombre de dolores, en el que se encarna la misteriosa figura del siervo doliente, se muestra sensible a todo dolor humano; no puede ser testigo de un sufrimiento sin quedar profundamente conmovido, con una misericordia divina (Mt 9,36; 14,14; 15,32); si hubiese estado allá, no habría muerto Lázaro: Marta y María se lo repiten (Jn 11,21.32) y él mismo lo había dado a entender a los doce (11,14). Pero entonces, ante una emoción tan evidente - “¡cómo le amaba!” - ¿cómo explicar este escándalo?, “¿no podía hacer que este hombre no muriera?” (11,36s).

1. Jesucristo, vencedor del sufrimiento.

Las curaciones y las resurrecciones son signos de su misión mesiánica (Mt 11,4; cf. Lc 4,18s), preludios de la victoria definitiva. En los milagros realizados por los doce ve Jesús la derrota de Satán (Lc 10,18). Cumple la profecía del siervo “cargado con nuestras enfermedades” (Is 53,4) curándolas todas (Mt 8,17). A sus discípulos les da el poder de curar en su nombre (Mc 16,18), y la curación del tullido de la Puerta Hermosa testimonio la seguridad de la Iglesia naciente en este sentido (Hech 3,1-10).

2. Jesucristo dignifica el sufrimiento.

Sin embargo, Jesús no suprime en el mundo ni la muerte, que él ha venido, no obstante, a “reducir a la impotencia” (Heb 3,14) ni el sufrimiento. Si bien se niega a establecer un nexo sistemático entre la enfermedad o el accidente y el pecado (Lc 13,2ss; Jn 9,3), deja, sin embargo, que la maldición del Edén produzca sus frutos. Es que él es capaz de cambiarlos en gozo; Jesús no suprime el sufrimiento, pero lo consuela (Mt 5,5); no suprime las lágrimas, únicamente enjuga algunas a su paso (Lc 7,13, 8,52), en signo del gozo que unirá a Dios y a sus hijos el día en que “enjugue las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,8; Ap 7,17; 21, 4). El 'sufrimiento puede ser una bienaventuranza, pues prepara para acoger el reino, permite “revelar las obras de Dios” (Jn 9,3), “la gloria de Dios” y la “del Hijo de Dios” (11,4).

II. LOS SUFRIMIENTOS DEL HIJO DEL HOMBRE.

A pesar del escándalo de Pedro y de sus discípulos, Jesús les repite que “el Hijo del hombre debe sufrir mucho” (Mc 8,31; 9,31; 10, 33 p). Mucho antes de la pasión Jesús “tiene familiaridad con el sufrimiento” (Is 53,3); sufre a causa de la multitud “incrédula y perversa” (Mt 17,17) como “engendros de víboras” (Mt 12,34; 23,33), por ser desechado por los suyos (Jn 1,11). Llora delante de Jerusalén (Lc 19, 41; cf. Mt 23,37); se “turba” al recuerdo de la pasión (Jn 12,27). Su sufrimiento resulta entonces una aflicción mortal, una “agonía”, un combate en medio de la angustia y del miedo (Mc 14,33s; Lc 22,44). La pasión concentra todo el sufrimiento humano posible, desde la traición hasta el abandono por Dios (Mt 27, 46). Esta cumbre coincide con la gran ofrenda redentora de Cristo, el don expiatorio de su vida (Mt 20,28) para el que fue enviado al mundo según el designio eterno del Padre (Hech 3,18); Jesús se le somete con obediencia (Heb 3,7-8), con amor (Jn 14,31; 15,13). “Es preciso”, dei: esta palabrita, asociada siempre al sufrimiento, resume su vida e ilustra su misterio; vuelve como un leitmotiv a los labios de Jesús cuando él anuncia su pasión sin cuidarse del escándalo de Pedro y de los discípulos (Lc 17,25; cf. Mc 8,31ss; Mt 17,22s; Lc 9,42-45). Pero la pasión redentora revela la gloria del Hijo (Jn 17.1; 12.31s); “congrega en torno a él en la unidad a los hijos de Dios dispersos” (11,52). Aquel que en los días de su vida mortal pudo “ayudar a los que son probados” (Heb 2,18), el día del juicio, cuando venga en gloria, querrá identificarse con todos los dolientes de la tierra (Mt 25,35-40).

II. LOS SUFRIMIENTOS DE LOS DISCÍPULOS.

Una ilusión amenaza a los cristianos con la victoria de pascua: se acabó la muerte, se acabó el sufrimiento; corren peligro de ver vacilar su fe, debido a las realidades trágicas de la existencia (cf. 1Tes 4,13). La resurrección no deroga las enseñanzas del Evangelio, sino que las confirma. El mensaje de las bienaventuranzas, la exigencia de la cruz cotidiana (Lc 9,23) revisten toda su urgencia a la luz del destino del Señor. Si a su propia madre no se le ahorró el dolor (Lc 2,35), si el Maestro “para entrar en su gloria” (Lc 24,26) pasó tribulaciones y persecuciones, los discípulos han de seguir el mismo camino (Jn 15,20; Mt 10,24), y la era mesiánica es un tiempo de tribulaciones (Mt 24,8; Hech 14,22; 1Tim 4,1).

1. Sufrir con Cristo.

Así como, si el cristiano vive, “no es ya [él] quien vive, sino que Cristo vive en [él]” (Gál 2,20), así también los sufrimientos del cristiano son “los sufrimientos de Cristo en [él]” (2Cor 1, 5). El cristiano pertenece a Cristo por su cuerpo mismo y el sufrimiento configura con Cristo (FIp 3,10). Así como Cristo, “con ser el Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia” (Heb 5,8), del mismo modo es preciso que nosotros “corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de nuestra fe... que soportó la cruz” (Heb 12,1s). Cristo, que se hizo solidario de los que sufren, deja a los suyos la misma ley (1Cor 12,26; Rom 12,15; 2Cor 1,7).

2. Para ser glorificados con Cristo.

Si “sufrimos con él”, es “para ser también glorificados en nuestro cuerpo siempre y en todas partes los sufrimientos de muerte de Jesús”, es “a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2Cor 4,10) “El favor de Dios que se nos ha otorgado es no sólo creer en Cristo, sino sufrir por él” (Flp 1,29; cf. Hech 9,16; 2Cor 11,23-27). Del sufrimiento sobrellevado con Cristo no solamente nace “el peso eterno de gloria preparado por encima de toda medida” (2Cor 4,17; cf. Hech 14, 21) más allá de la muerte, sino también, ya desde ahora, el gozo (2Cor 7,4; cf. 1,5-7). Gozo de los apóstoles que hacen en Jerusalén su primera experiencia y descubren “el gozo de ser juzgados dignos de sufrir ultrajes por el nombre” (Hech 5, 41); llamamiento de Pedro al gozo de “participar en los sufrimientos de Cristo” para conocer la presencia del “Espíritu de Dios, del Espíritu de gloria” (1Pe 4,13s); gozo de Pablo “en los sufrimientos que soporta”, por poder “completar en [su] carne lo que falta a las pruebas de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).

MARIE-LÉON RAMLOT y JACQUES GUILLET