Soledad.

El hombre, creado a imagen de Dios que, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, es fecundidad sobre-abundante de amor, debe vivir en comunión con Dios y con sus semejantes, y de esta manera llevar fruto. La soledad es, por tanto, en sí misma un mal que viene del pecado; puede, sin embargo, convertirse en fuente de comunión y de fecundidad si se une a la soledad redentora de Jesucristo.

1. SOLEDAD DEL HOMBRE.

1. “No es bueno que el hombre esté solo” (Gén 2,18). Según Dios, la soledad es un mal. Entrega a la merced de los malos al pobre, al extranjero, a la viuda y al huérfano (Is 1,17.23); por eso exige Dios que se les proteja particularmente ($x 22,21ss); tiene, a los que los protegen, por sus hijos y les profesa más cariño que una madre (Eclo 4,10); a falta de apoyos humanos, se constituirá Dios en vengador de estos pobres (Prov 23,10s; Sal 146,9). La soledad entrega también a la vergüenza al que permanece estéril; mientras no se revela el sentido de la virginidad invita Dios a remediar esta vergüenza mediante la ley del levirato (Dt 25,5-10); a veces él mismo interviene en persona para regocijar a la abandonada (1Sa 2,5; Sal 113,9; Is 51,2). La prueba de la soledad es un llamamiento a la confianza absoluta en Dios (Est 14,17 z [4,19 LXX]).

II. DE LA SOLEDAD A LA COMUNIÓN.

1. La soledad asumida por Jesucristo. Dios dio a los hombres a su Hijo único (Jn 3,16) para que los hombres hallaran a través del Emmanuel (= “Dios con nosotros”, Is 7,14) la comunión con Dios. Pero para sacar a la humanidad de la soledad del pecado tomó Jesús sobre sí esta soledad, y ante todo la de Israel pecador. Estuvo en el desierto para vencer al Adversario (Mt 4,1-11; cf. 14,23), oró solitario (Mc 1,35.45; Lc 9,18; cf. 1Re 19,10). Finalmente, en Getsemaní se encuentra con el sueño de los discípulos, que se niegan a participar en su oración (Mc 14,32-41), y afronta solo la angustia de la muerte. Dios mismo parece abandonarlo (Mt 27,46) En realidad no está solo, y el Padre está siempre con él (Jn 8,16.29; 16,32); así, como grano de trigo caído en tierra, no queda solo, sino que lleva fruto (Jn 12,24): “congrega en la unidad a los hijos de Dios dispersos” (11,52) y “atrae a todos los hombres a sí” (12,32). La comunión ha triunfado.

2. Solo con Jesucristo para estar con todos.

Jesús inauguró esta reunión del pueblo mesiánico, llamando a sus discípulos a “estar con él” (Mc 3,14).

Venido para buscar a la oveja perdida, sola (Lc 15,4), restaura la comunión rota, entablando diálogos “a solas” con sus discípulos (Mc 4,10; 6,2), con las pecadoras (Jn 4,27; 8,9). El amor que exige es único, superior a cualquier otro (Lc 14,26), semejante al que prescribía Yahveh, Dios único (Dt 6,4; Neh 9,6).

La Iglesia, al igual que su Esposo y Señor, se halla sola en un mundo al que no pertenece (Jn 17,16) y debe refugiarse en el desierto (Ap 12,6); pero ahora ya no hay verdadera soledad: Cristo, por medio de su Espíritu, no dejó “huérfanos” a los discípulos (Jn 14,18), en tanto llega el día en que, habiendo triunfado de la soledad que impone la muerte de los seres queridos, “seamos reunidos con ellos... y con el Señor para siempre” (1Tes 4,17).

MAURICE PRAT y XAVIER LÉON-DUFOUR