Signo.

Se da el nombre de signo a lo que por relación natural o por convención da a conocer el pensamiento o la voluntad de una persona, la existencia o la verdad de una cosa. La Biblia conoce diferentes variedades de signos utilizados en las relaciones entre los hombres: señales para uso de los guerreros (Jos 2,18: Jue 20, 38; Is 13,2; 18,3), señal litúrgica de las trompetas (1Mac 4,40), signo convenido para descubrir una identidad (Tob 5,2), marca cualquiera (Ez 39, 15), escritura característica (2Tes 3, 17), indicio de virtud (Sab 5,11.13), etcétera.

También Dios, adaptándose a nuestra naturaleza, para salvar a los hombres les da signos (heb. otot, gr. semeia). Con frecuencia se los llama prodigios simbólicos (heb. moftim, gr. terata) y maravillas (heb. niflaót, gr. thaumasia), pues es primeramente por la trascendencia de su acción salvífica como Dios “significa” su poder y su amor. Por esta razón los milagros, debido a su eficacia y a su carácter extraordinario, ocupan un puesto privilegiado entre los signos divinos relativos a la historia de la salvación, únicos de que nos ocuparemos aquí. Sin embargo, los milagros no son los únicos signos divinos, y el gran signo será finalmente Jesús mismo, dándonos la prueba suprema del amor del Padre.

AT.

Dios alimenta la fe de su pueblo con el recuerdo de los signos pasados y el don de los signos presentes. Suscita su esperanza con el anuncio de los signos futuros.

1. LOS SIGNOS PASADOS.

Las maravillas de las gesta mosaica (Éx 3, 20; 15,11; 34,10; Jue 6,13; Sal 77,12. 15; 78,11s.32; Jer 21,2; Neh 9,17) y de la historia de Josué (Jos 3,5) hasta la posesión de la tierra inclusive (vg. Sal 78,4; 105,2.5), son consideradas en el AT como los grandes signos divinos (btot: vg. Éx 4,9.17.28.30; 10,1s; Núm 14,11.22; Jos 24,17): con los prodigios que descargaron sobre Egipto (Éx 11,9) y con los acontecimientos que siguieron (Sal 105,5), no sólo convenció Dios a los israelitas de la misión de sus enviados (Éx 4,1-9.29. 31; 14,31), sino que probó espléndidamente su poder y su amor (Sal 86,10; 106,7; 107,8), liberando a su pueblo.

El Deuteronomio (4,34; 6,22; 7, 19...) y tras él otros textos (Éx 7.3; Sal 74,83; 105,27; 135,9; Jer 32, 20s; Neh 9,10; Est 10,3f; Bar 2,11; Sab 10,16) gustan de la expresión redundante “los signos y los prodigios”. Sus lectores no son ya testigos de estos hechos; pero para mantenerse fieles al Dios de la alianza, deben recordarlos constantemente (Dt 4, 9; 8,14ss; Sal 105,5): los signos-acontecimientos de los orígenes deben permanecer presentes en la memoria de Israel.

II. LOS SIGNOS PRESENTES.

1. Los recuerdos de que se alimenta la fe de Israel son reanimados por la liturgia en la celebración de las fiestas, “memorial de las maravillas” de Yahveh (Sal 111,4), particularmente por ciertos ritos (Éx 13,9.16; cf. Dt 6,8; 11,18) y ciertos objetos (Núm 17,3. 25; cf. Jos 4,6).

2. La memoria de la fe se remonta incluso más allá de Moisés, hasta la elección de Abraham, y de allí hasta la creación universal, fijándose en realidades que la tradición sacerdotal interpreta como signos divinos constantemente actuales: el sábado (Éx 31,16s; Ez 20,12), el arco iris (Gén 9,8-17), la circuncisión (17,9-13), destinados a recordar las primeras alianzas, de Adán, de Noé y de Abraham.

Porque el Dios que realizó las maravillas del Éxodo es el mismo que creó también las maravillas del universo (Sal 89,6; 136,4; Job 37,14). Y los signos del cielo, es decir, los astros, son un constante recuerdo del Creador, así como un medio de dividir el tiempo, jalonado por las fiestas litúrgicas que conmemoran los acontecimientos de la historia mosaica (Gén 1,14; Sal 65,9; Jer 10,2; Eclo 42,18s; cf. 43,1-10).

3. Por otra parte, la historia sagrada no cesa con la entrada en la tierra prometida, y Yahveh continúa mostrando a veces en ella su poder de salvación con signos milagrosos (1Re 13,3.5; 2Re 19,29; 20,8s; historias de Elías, de Eliseo, de Isaías), que puede proponer él mismo (Is 7,11) u otorgar a la oración del hombre (Jue 6,17.37; 2Re 20,8s; 2Par 32,24). Es cierto que también falsos profetas pueden, mediante magia, anunciar y realizar signos verdaderamente prodigiosos, interpretar sueños verdaderos o presuntos (cf. Jer 23,26ss). Por esta razón sólo serán reconocidos como signos divinos los hechos producidos por hombres cuya predicación esté en consonancia con la pura fe yahvista (Dt 13,2-6).

4. Ciertas circunstancias fortuitas son interpretadas como expresión de una voluntad divina (1Sa 14,10; cf. Gén 24,12ss). Más a menudo se da el caso de que un acontecimiento natural previsible sea anunciado por un profeta como obra de Dios. Entonces se ve en su realización el signo de que Dios da efectivamente la misión anunciada en el pasado (1Sa 10,1.7) o de que intervendrá de una manera más decisiva en el futuro (2, 34: Jer 44,29ss; cf. Jer 20,6; 28,15ss); los testigos se ven con ello provocados a la confianza (Éx 14,13; Is 7,1-9) o a la conversión (2Sa 12,13s; Jer 36,3s). La realización de estas predicciones a breve plazo es además uno de los criterios de discernimiento entre verdaderos y falsos profetas (Dt 18,22).

5. Las acciones simbólicas de los profetas, a manera de predicciones en acto (Is 20,3; Ez 4,3; 12,6.11; 24, 24.27: Os 1-3), significan la eficacia próxima de la palabra de Dios cuyos portadores son estos hombres. Los hijos de Oseas (Os 1,4-8; 2,1-3.25) y de Isaías (Is 8,1-4.18) son también signos, porque su origen y sus nombres simbólicos contienen una palabra anunciadora de ciertos acontecimientos guiados por Dios. En el caso del nacimiento predicho del Emmanuel (Dios con nosotros), que es el heredero dinástico, el signo tiene ya, de suyo, alcance salvífico (Is 7,14).

6. Con estos signos se pueden comparar ciertas muestras exteriores de protección (Gén 4,15; Éx 12,13; Ez 9,4.6), que en apoyo de la palabra de Yahveh contribuyen a proclamar y realizar su voluntad soberana.

Por lo demás, todos los signos presentes tienen el papel de revelar, de una manera o de otra, el amor y la trascendencia de Dios. Por esto se dan a los hombres abiertos a la palabra de Dios (cf. Éx 7,13; Is 7,10ss) para hacerlos vivir de la fe.

III. LOS SIGNOS FUTUROS.

La cesación de los signos - milagros y anuncios proféticos (Sal 74,9)- había intensificado la angustia de la ausencia de Dios provocada por la ruina del templo. Pero he aquí que una voz se eleva en el exilio para anunciar “un signo eterno, infrangible” (Is 55,13): el retorno próximo, pintado como un nuevo éxodo (43, 16-20). Más tarde, habiendo decepcionado este retorno, se alimenta la esperanza de una intervención más decisiva: “Renueva los signos y haz otras maravillas” (Eclo 36,5s). Por lo demás, algunos inspirados no la reservan a Israel: según Is 66,19, Yahveh, desplegando una acción vengadora contra las naciones, hará un signo que será el estímulo de su conversión. Con estos anuncios y estas esperanzas, el resto santo va siendo preparado para la venida del Salvador.

NT.

En la época del NT, los judíos aguardaban para los días del Mesías prodigios por lo menos iguales a los del Éxodo y asociados con sueños de victoria sobre los paganos (cf. 1Cor 1,22). Jesús frustra esta expectación en su aspecto carnal. Pero la colma espiritualmente, inaugurando la verdadera salvación con sus milagros y aportándola con su “éxodo” (Lc 9,31), con el gran signo (Jn 12,33) de su elevación en la cruz y a la gloria. Jesús, contradicho por algunos, es, con toda su misión de siervo que toma sobre sí nuestras enfermedades (Mt 8,17 = Is 53,4), el signo eficaz que proporciona el resurgimiento a la multitud (Lc 2,34), el estandarte (Is 11,10ss: heb. nes, gr. senleion) levantado en alto para la reunión de los dispersos (Jn 11,52).

1. LOS SIGNOS EN LA VIDA DE JESÚS.

1 Jesús, fiel a la promesa divina de una renovación de las antiguas maravillas (Mt 11,4s = Is 35,5s; 26,19), multiplica los milagros que, al mismo tiempo que acreditan su palabra, participan del carácter de signos-acontecimientos salvadores y del de mímica profética (cf. Mc 8,23ss): son éstos sobre todo los que, con su autoridad personal y toda su actividad, constituyen “los signos de los tiempos” (Mt 16,3), es decir, los indicios de la llegada de la era mesiánica. Pero, a la inversa de Israel en el desierto (Éx 17,2.7; Núm 14,22), se niega a tentar a Dios exigiéndole signos para su propio provecho (Mt 4.7 = Dt 6,16) y a satisfacer a los que, ávidos de prodigios espectaculares, le piden un signo para tentarlo (Mt 16,1ss). Así los Sinópticos, ecos de su reserva, evitan aplicar a los milagros el nombre de “signos”, que utilizan sus adversarios (Mt 12,38 p; Lc 23,8). Cierto que Dios da signos del advenimiento de la salvación a los pobres, como María (Lc 1,36ss) o los pastores (2.12). Pero no puede dar a los judíos los signos que aguardan: esto sería pervertir su misión.

Estos ciegos deberían comenzar prestando atención al “signo de Jonás”, según Lc 11,29-32, es decir, a la predicación de penitencia de Jesús. Entonces serían capaces de descifrar los “signos de los tiempos”, sin reclamar otros según su conveniencia, y estarían preparados para recibir el testimonio más decisivo de todos ellos, el “signo de Jonás”, según Mt 12,40, es decir, la resurrección de Cristo.

2. Toda reserva tocante al empleo de la palabra semeion desaparece en la narración joánnica (excepto Jn 4, 48), así como en los Hechos y en las cartas. Según Juan, la vista de los signos habría debido inducir a los contemporáneos de Jesús a creer en él (Jn 9.37-38...): estos signos manifestaban su gloria (2,11) a hombres probados (6,6), como Yahveh había manifestado la suya (Núm 14,22), imponiendo al pueblo la prueba del desierto (Dt 8,2). Los preparaban así a ver (Jn 19,37 = Zac 12,10) por la fe el signo del Traspasado, elevado en la cruz, fuente de vida (12,33), realizando la figura de la serpiente curadora erguida por Moisés sobre un “estandarte” (Núm 21,8: heb. nes, gr. semeion; Jn 3,14) para la salvación del pueblo del Éxodo.

A los cristianos convertidos por esta mirada de fe (cf. Jn 20,29) y figurados por los signos que piden ver a Jesús (12,21.32s), les aparecen entonces la sangre y el agua que manan del Traspasado (19,34) como los símbolos de la vida del Espíritu y de la realidad del sacrificio que nos abre su acceso por los sacramentos del bautismo, de la penitencia y de la eucaristía. Y los mismos signos anteriores de Jesús (5,14; 6; 9: 13,1-10) aparecerán como las figuras de estos gestos salvadores del Resucitado, verdadero templo del que brota el agua viva (2,19; 7.37ss: 19, 34; cf. Zac 14,8; Ez 47,1s).

II. LOS SIGNOS DEL TIEMPO DE LA IGLESIA.

1. Los signos que abren los últimos tiempos. Con la “resurrección, cuya eficacia salvífica será aplicada por el bautismo, que hará caduco el signo de la circuncisión carnal (Col 2,llss), y cuyo memorial será el domingo, día del Señor, que hará caduco el signo del sábado (cf. Heb 4,1-11; Col 2,16), el mundo entra en “los últimos días” (Hech 2,17). Éstos comienzan con la efusión del Espíritu de pentecostés, que acaba la pascua y abre el tiempo de la predicación apostólica. San Lucas evoca a este propósito los “prodigios” celestes del apocalipsis de Joel (J1 3,1-5), pero introduciendo la mención paralela de los “signos” terrestres, para aplicar el texto a los acontecimientos de pentecostés, como inauguración “acá abajo” de la etapa decisiva de la historia de la salvación (Hech 2,19).

2. Los signos del verdadero apóstol. Pentecostés es el preludio de una nueva serie de “signos y prodigios” (Hech 2,43; 4,30; 5,12; 6,8; 14,3; 15, 12; Heb 2,4) que como los milagros de Jesús (Hech 2,22) “acreditan” a los apóstoles, “confirmando su palabra” (Mc 16,20). Así Pablo, “por la virtud de los signos y de los prodigios, por la virtud del Espíritu de Dios” (Rom 15.19), ve su palabra acogida como palabra de Dios (1Tes 2,13) y puede hacer nacer en los corazones una fe establecida sobre el poder divino (1Cor 2,4s).

Estos signos apostólicos son, pues, muy diferentes del carisma de la glosolalía que, otorgada a ciertos cristianos, se parece al lenguaje incomprensible impuesto otrora a los incrédulos (1Cor 14,21s; cf. Is 28,11s).

Por otra parte, los milagros no bastarían para distinguir al verdadero apóstol de sus caricaturas, sin esas otras victorias del Espíritu que son su (perfecta constancia” (2Cor 12,12) ysu desinterés (1Tes 2,2-12; cf 2Pe 2, 3.14; Ti.t 1,11; 2Tim 3,2), juntamente con la ortodoxia de su mensaje (cf. Gál 1,8; 2Cor 11,13ss; 1Jn 4,1-6; Hech 13,6ss), que es para los fieles el criterio decisivo.

3. El signo de la mujer vestida de sol. Satán es quien dirige el juego en las persecuciones desencadenadas contra los fieles y las tentativas hechas por los falsos mesías y falsos profetas para extraviarlos con signos engañosos (Ap 13,13s; 16,14; 19,20). Para animar a los que sufren pruebas, el autor del Apocalipsis dibuja en el cielo de sus visiones, en medio de los signos astrales, una figura simbólica, un “gran signo” (Ap 12,1): una mujer que representa a la Iglesia y contra la cual un “segundo signo” (12,3), el Dragón-Satán, se demuestra finalmente impotente. La Iglesia, sucediendo a la hija de Sión que engendró al Mesías (12,5), es probada como Israel en el desierto (12,6.14; cf. Éx 19,4; Dt 32,11; Is 40,31), pero alimentada con un maná accesible sólo a la fe (Ap 12,6.14; cf. 2,17; In 6,34s.47-51); así ella conduce a los hombres a poseer la verdadera vida, adorando al solo Dios verdadero (Ap 22,1 ss).

4. Los signos del fin de los tiempos.

El NT, comparado con la abundante literatura apocalíptica suscitaba en el judaísmo por su curiosidad tocante al fin de los tiempos, se caracteriza por su sobriedad. Se conserva el lenguaje corriente, pero subordinado a las realidades últimas introducidas por la muerte y resurrección de Cristo. Es verdad que se anuncia que en esos “últimos días” habrá “signos y prodigios mentirosos” (2Tes 2,9), operados por magos o falsos profetas, que remedarán a los verdaderos apóstoles (Mt 24,24 p). Es verdad que el discurso escatológico que trata en Mt del “signo de la parusía de Jesús y del fin del mundo” (24,3) evoca todavía estos acontecimientos bajo la figura de signos cósmicos (24, 29s; Le 21,25). Pero, en definitiva, todos estos signos se esfuman ante el del Hijo del hombre (Mt 24,30), es decir, probablemente ante la realidad de su triunfo.

PAUL TERNANT