Sembrar.

El devenir de la naturaleza, la historia de las generaciones humanas, el gesto creador y redentor, todo se desenvuelve según un mismo ciclo: siembra, crecimiento, frutos y, finalmente, siega. Hay perfecta correspondencia entre el sentido figurado y el sentido propio de la palabra sembrar.

1. SIEMBRA TERRENAL.

1. La acción divina.

El día de la creación dio Dios a la tierra el poder de producir una vegetación capaz de reproducirse, de “sembrar una semilla” (Gén 1, 11s.29); el que incesantemente “proporciona al labrador la semilla... os la proporcionará también a vosotros” (2Cor 9,10). Regulando los tiempos de la siembra y de la recolección (Gén 8,22), bendice las sementeras del justo con el céntuplo (Gén 26,12) o, por el contrario, frustra la esperanza de los malos (Is 5,10; Miq 6,15); “sembraron trigo” y “recogen abrojos” (Jer 12,13; cf. Gén 3,18).

Pero si el hombre se convierte, Dios “dará la lluvia para la semilla sembrada en la tierra” (Is 30,23), las tierras podrán ser sembradas (Ez 36, 9). La bendición divina que se realiza en el logro de las sementeras, en la Biblia está siempre ligada a la fidelidad del pueblo de la alianza.

2. El papel del hombre.

En efecto, si Dios bendice las sementeras, corresponde al hombre el sembrarlas.

a) Su responsabilidad.

Dios dio al hombre el encargo de perpetuar en la tierra toda semilla y de salvarla del diluvio (Gén 7,3); en caso de hambre debe buscar esta semilla (Gén 47,19), protegerla contra todo contacto impuro (Lev 11,37s). “Por la mañana siembra tu grano; por la tarde no estés inactivo” (Ecl 11,16).

Al hombre le corresponde también el rudo laboreo (que según el uso de Palestina tiene lugar después de la siembra), y así es como se debe cultivar la sabiduría: “penarás algún tiempo cultivándola, pero pronto comerás de sus productos” (Eclo 6,19).

Esta responsabilidad se extiende, en sentido metafórico, en la elección de la semilla y del terreno. En efecto, “se cosecha lo que se ha sembrado” (Gál 6,7). Sembrar gérmenes extraños (idolátricos) es obtener quizá una floración rápida, pero no una cosecha (Is 17,1Os). Sembrando la injusticia o la iniquidad se puede cosechar siete veces más de desgracia (Prov 22,8; Job 4,8; Eclo 7,3); “quien siembra el viento recoge la tempestad” (Os 8,7). Hay que acordarse siempre de la experiencia: “El que siembra con mezquindad, con mezquindad también cosechará; y el que siembra con largueza, con largueza también cosechará” (2Cor 9,6). En lugar de sembrar en la carne debemos sembrar en el espíritu (Gál 6,8), no en las espinas (Jer 4,3), sino en la paz (Sant 3,18) 'y en la justicia (Os 10,12; Prov 11,18).

b) Acto de esperanza.

Si bien es cierto que el labrador debe tener su parte del producto (1Cor 9,10) y que el ideal es cosechar de lo que se ha sembrado, sin embargo, con frecuencia se verifica el refrán: “uno es el que siembra y otro es el que cosecha” (Jn 4,37). El sembrador debe por tanto fiarse de la tierra fecunda, esperar el agua del cielo sin pen sar en someter estos elementos. Siembre, pues, sin espiar el viento (Ecl 11,4), pues de lo contrario no hará nada. La más pequeña de las semillas puede convertirse en un gran árbol (Mc 4,31s), el grano fecundo puede dar hasta el ciento por uno (Mt 13,8 p). El hombre, agente activo en la siembra, no debe olvidar que la semilla, una vez depositada en la tierra, “germina y brota por sí sola (gr. automate)” (Mc 4,27). La obligación del año sabático, en el que cesaba el deber de sembrar la tierra (Lev 25,4) exigía un acto de confianza absoluta en Dios, que el año precedente había dado doble cosecha. Jesús, para enseñar a sus discípulos el abandono total a la providencia del Padre celestial, les propone el ejemplo de las aves del cielo que no siembran ni siegan (Mt 6,26 p).

Esta confianza anima a enterrar en el suelo la semilla, a dejarla morir para que produzca fruto (Jn 12,24); si el que lleva la semilla “se va llorando”, sabe que “cantará al traer las gavillas” (Sal 126,5s). Esta imagen es una pintura del servicio “en favor de los santos” (Gál 6,7-10; 2 Cor 9,6-13) y la labor apostólica (Jn 4,38; 1Cor 3,8; 2Cor 9,10ss). Finalmente, si el grano debe morir a fin de recobrar vida (1Cor 15,36), lo mismo sucede al hombre mortal que debe resucitar: “Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción... se siembra un cuerpo psíquico y resucita un cuerpo espiritual” (15,42ss): el cuerpo, confiado a la tierra, resucitará en la gloria de Cristo.

II. SIEMBRA DIVINA.

El Creador, cuyo gesto podría compararse con el de un sembrador, no se muestra, sin embargo, bajo los rasgos del sembrador sino en contexto escatológico. El cristiano, sabiendo que el Hijo es a la vez la palabra de Dios y el germen divino, puede ver en Dios al que siembra su palabra en el corazón de los hombres y al que siembre cn la tierra el Germen, su verdadera descendencia.

1. La semilla divina.

Dios bendice a Adán haciéndolo fecundo. El término “semilla” (gr. sperma) sirve para designar a la posteridad, la descendencia, el linaje, la raza. Desde los orígenes se establece un contraste entre la semilla del hombre que se transmite en las generaciones y el linaje que debe triunfar de la serpiente (Gén 3,15). Esta victoria será realizada por Jesús, retoño nacido del cruzamiento de dos linajes: Hijo de Dios, hijo de Adán, de Abraham y de David.

Por un lado se trata de la bendición asegurada a la posteridad de Noé (Gén 9,9), de Abraham (Gén 12,7), de Isaac (26,4), de Jacob (32, 13), que será tan numerosa como el polvo de la tierra (13,15s), la arena del mar (22,17) o las estrellas del cielo (15,5; 26,4); la alianza se hace con un individuo y su “semilla”, no sólo con la de Abraham, sino con la de David (2Sa 7,12; 22,51). Esto tiene lugar en virtud de una alianza concluida no sólo con el antepasado, sino también con su “semilla”.

Por otra lado nos hallamos con la decepción de Dios ante la infidelidad de esta semilla. Será preciso que sea derribado y cortado el árbol de Jesé, y de su tronco germinará entonces una “semilla santa” (Is 6,13). En efecto, Dios será de nuevo el sembrador (Os 2,25; Jer 31,27) que repoblará a Judá, raza maléfica (Is 1,4), diezmada por el castigo. Más exactamente, esta semilla se concentrará en un germen, que viene a ser uno de los nombres del mesías. “He aquí un varón cuyo nombre es germen; donde él está, algo germinará; él reconstruirá el santuario” (Zac 6,12s).

2. La palabra de Dios.

En una línea directamente metafórica, la semilla es la palabra de Dios. Ya el con solador de Israel anunciaba la acción eficaz de la palabra divina, comparándola con la lluvia que hace fecunda la semilla (Is 55,1Os). Jesús, al anunciar la parábola del sembrador, vincula el deber de llevar fruto no a la siega, sino a la siembra; así considera retrospectivamente la inauguración de los últimos tiempos (cf. Os 2,25), que tiene lugar en el momento en que él habla. Tal es la historia viva del encuentro escatológico entre el germen divino y el pueblo de Dios. Si hay que ser buena tierra, es porque la semilla se siembra con la palabra misma de Jesús. Entonces ¡qué bella cosecha!

Esta palabra es Cristo en persona, que quiso morir en la tierra a fin de llevar fruto (Jn 12,24.32). Y la Iglesia ha reconocido su propia historia a través de las palabras de Jesús. Ha fortificado su fe presentando a través de los humildes comienzos del reino de los cielos la gloria final: el grano de mostaza se convierte en un gran árbol (Mt 13,31s; cf. Ez 17,23; Dan 4,7-19), conforme a la promesa hecha en otro tiempo a Abraham, de una “semilla” de Jesús (Ap 12, 17), resiste victoriosamente al dragón puesto que Cristo mora en ella (1 1n 3,9).

XAVIER LÉON-DUFOUR