Rostro.

1. El rostro y el corazón.

Como el reflejo del rostro en el agua, así el corazón del hombre para el hombre” (Sal 27,19): el espejo del agua refleja la paradoja del rostro humano; es de la persona lo que ve y lo que es visto; el cara a cara de los encuentros humanos simboliza y suscita el reconocimiento interior de los corazones.

Es que el rostro es el espejo del corazón. En él no sólo se lee el dolor (Jer 30,6; Is 13,8) o la fatiga (Dan 1,10), sino también la aflicción (Neh 2,2) o el gozo (Prov 15,13) del corazón en fiesta (Eclo 13,26; Sal 104,15), la severidad que un padre debe mostrar a sus hijas (Eclo 7,24), pero también la dureza inexorable (Dt 28,50) herida en su orgullo (Ez 2,4; Dan 8,23): en efecto, “el corazón del hombre modela su rostro, tanto para bien como para mal” (Eclo 13,25). Pero el espejo del rostro puede ser engañoso. Sólo Dios mira al corazón (1Sa 16,7; Sant 2,9) y juzga las acciones humanas segúnlos corazones (Jer 11,20; Eclo 35,22; Mt 22,16).

2. El rostro del príncipe.

Las relaciones de súbdito a príncipe se expresan en un juego de rostros: se pide ver el rostro del rey (2Sa 14,32), pero en su presencia se postra uno contra la tierra “cayendo sobre su faz” (2Sa 1,2; 14,33). Es un favor insigne poder mirar el rostro del rey (Est 1,14), una gracia ansiosamente acechada, verle iluminarse con una sonrisa (Job 29,24s), pues “en la luz del rostro regio está la vida” (Prov 16,15).

3. Buscar el rostro de Dios.

Aun cuando Dios no es un hombre Núm 23,19) y ninguna criatura puede dar una idea de su gloria (Is 40,18; 46, 5), tiene, sin embargo, como un hombre, designios e intenciones, quiere entrar en comunicación con el hombre; Dios también tiene, pues, su rostro. Puede alternativamente mostrarlo en su benevolencia (Sal 4,7; 80,4.8.20) y ocultarlo en su ira (Is 54,8; Sal 30,8; 104,29).

En medio de Israel habita este rostro divino. Aunque invisible, está lleno de la extraordinaria vitalidad del Dios vivo, y esta presencia del divino rostro es la fuerza de su pueblo (Éx 33,14; 2Sa 17,11; Dt 4,37; Is 63,7). Esta presencia es la que da su valor a la aspiración cultual de ver el rostro de Dios (Sal 42,3), de “buscar el rostro de Dios” (Am 5,4; Sal 27,8; Sal 105,4). Pero como el rostro de Yahveh es el del Dios santo y justo, sólo “los corazones rectos contemplarán su rostro” (Sal 11, 7).

4. El cara a cara con Dios.

El rostro de Dios es mortalmente temible para el hombre (Jue 13,22; Éx 33,20) a causa de su pecado (Is 6,5; Sal 51,11); sin embargo, es la vida y la salvación del hombre (Sal 51,13s). Excepcionalmente admite Dios a su “amigo”, Moisés (Éx 33,11) o Elías (1Re 19,11s), a este contacto directo, pero el mismo Moisés no pudo ver a Yahveh sino por detrás, después que había pasado (Éx 33,20-23). “Seguir a alguien es verle por la espalda. Así Moisés, que deseaba ardientemente ver el rostro de Dios, aprende cómo se ve a Dios: seguir a Dios a dondequiera que él conduzca, eso precisamente es ver a Dios” (Gregorio de Nisa).

5. El rostro de Cristo

En el rostro de Cristo hizo Dios irradiar para nosotros su rostro y nos ha otorgado su favor (cf. Núm 6,24). En efecto, en este rostro resplandece la gloria de Dios (2Cor 4, 6); la gloria de la transfiguración (Mt 17,2 p) es un signo de que en Jesús Dios mismo se deparó una fisonomía (cf. Ap 1,16) y de que en él se mostró el rostro que “nadie ha visto nunca” (In 1,18): “Quien me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14, 9), Es un rostro humano, escarnecido, velado (Mc 14,65 p), desfigurado (cf. Is 52,14), pero es “la efigie de la sustancia divina” (Heb 1,3).

El cristiano, por haber visto la gloria de este rostro gracias al Espíritu Santo que habita en él, queda habitualmente iluminado y transformado, no como el rostro de Moisés, con una manifestación pasajera (2Cor 3,7s), sino con una irradiación devida y de salvación: “Todos nosotros que, a cara descubierta, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en la misma imagen, cada vez más gloriosa, como conviene a la acción del Señor, que es Espíritu” (2Cor 3,18). Esta “gloria de Dios en el rostro de Cristo” es la que el servicio del Evangelio hace irradiar “sobre toda conciencia humana” (2Cor 4,2-6).

Los cristianos, así transfigurados en el Espíritu por la gloria del Señor, tienen la certeza de üescubrir un día “cara a cara” al que no conocen todavía sino “en un espejo”, de conocer como son conocidos (1Cor 13, 12), de “ver a Dios” (Mt 5,8). Así será colmado el deseo que arrastraba a Israel al templo: “Se erigirá el trono de Dios y del cordero, y los servidores lo adorarán y verán su rostro” (Ap 22,3s).

FÉLIX GILS y JACQUES GUILLET