Prueba, tentación.

La palabra prueba evoca dos series de realidades. Una, orientada hacia la acción: un examen, un concurso; otra, replegada en la aflicción; una enfermedad, un luto, un fracaso. Y si la palabra ha pasado del primer sentido al segundo, ha sido sin duda porque, según una sabiduría ya religiosa, el sufrimiento se experimenta como un “test” revelador del hombre.

El sentido activo es primero en la Biblia: nsh, bhn, hqr, peiradsein, diakrinein, para limitarnos a las raíces principales, significan “poner a prueba”, tratar de conocer la realidad profunda más allá de las apariencias inciertas. Como una aleación, como un adolescente, el hombre debe “dar prueba de sí”. De suyo, no hay aquí nada de aflictivo.

Tres actores pueden tomar la iniciativa de la prueba. Dios prueba al hombre para conocer el fondo de su corazón (Dt 8,2) y para dar la corona de la vida (Sant 1, 12). El hombre intenta también probarse que es “como Dios”, pero su tentativa es provocada por una seducción y viene a parar en la muerte (Gén 3; Rom 7, 11). Aquí la prueba se convierte en tentación, y en ella interviene un tercer personaje: el tentador. Así la prueba está ordenada a la vida (Gén 2,17; Sant 1,1-12), mientras que la tentación “engendra la muerte” (Gén 3; Sant 1,13s); la prueba es un don de gracia, la tentación es una invitación al pecado.

La experiencia de la prueba-tentación no es sencillamente de orden moral; se encuadra en un drama religioso e histórico; hace entrar en juego nuestra libertad en el tiempo, frente a Dios y a Satán. En las diversas etapas del designio de Dios es interrogado el hombre. Esta experiencia es primeramente vivida por el pueblo de Dios; luego la reflexión de los sabios descubrirá su significado para toda la condición humana, y finalmente Cristo resolverá el drama. Paralelamente, la prueba-tentación aparece en primer lugar como obra de Dios; luego, hacia fines del AT, Satán es percibido como el autor personal de la tentación primera, pero el sentido del drama no se revela plenamente sino en el combate singular entre Cristo y el tentador.

AT.

I. LA PRUEBA DEL PUEBLO DE DIOS.

En la conciencia de Israel, el drama comenzó con su elección, en la promesa de llegar a ser por alianza del pueblo de Dios. Pero la esperanza así suscitada va a tener que purificarse.

1. En un primer estadio se llama al hombre a tomar partido frente a la promesa. Es la prueba de su fe. Es la de Abraham, de José, de Moisés, de Josué (Heb 11,1-40; Eclo 44,20; 1Mac 2,52). El hecho típico es sin duda el sacrificio de Isaac (Gén 22): para que Dios lleve a término la promesa, la fe del hombre debe aceptar libremente que se traduzca en la obediencia que ajusta dos voluntades.

Después de la salida de Egipto, Israel conoce la tentación de la incredulidad. Impugna (Meribá) la presencia de Dios salvador en medio de la prueba (Masá) del desierto (Éx 17,7). Esta negativa a creer lleva consigo un juicio; y la pascua sólo se consuma para la generación fiel: sólo ella obtiene la tierra prometida.

La experiencia del desierta ayuda a dar su valor teológico a la expresión “tentar a Dios”. O bien el hombre quiere salir de la prueba intimando a Dios a ponerle fin (cf. la antítesis Ex 15,25 y 17,1-7); o bien se pone en una situación sin salida “para ver si” Dios es capaz de sacarlo de ella; o también se obstina, a pesar de los signos evidentes, en pedir otras “pruebas” del poder divino (Sal 95,9; Mc 8,11ss).

2. Dios concluye una alianza con el aglomerado del que ha sacado un pueblo. En esta segunda etapa, la prueba versa sobre la fidelidad a la alianza. Se la puede llamar la prueba del amor. El pueblo ha escogido, sí, servir a su Dios (Jos 24,18); pero su corazón es falso; la prueba obliga al amor a declararse y a probarse: purifica el corazón. Es una obra de grandes alientos, en la que Dios pone la mano (imagen del fuego y del fundidor: Is 1,25s). Lentamente se elaboran los códigos (alianza, santidad, sacerdotal), en los que se oye el llamamiento a la santidad que Dios dirige a su pueblo (Lev, passim). Un nuevo juicio corresponde a esta nueva prueba; el exilio, el retorno al desierto sanciona la idolatría, que es un adulterio (Os 2).

3. Sólo un pequeño resto saldrá probado de la cautividad: el comportamiento divino es el mismo en la prueba de Israel frente a Yahveh (1Re 19,18) y frente a Jesús (Rom 11.1-5); en todos estos casos, si la prueba da por resultado un resto, es por pura gracia. La cautividad y el largo período que la sigue muestran, en efecto, hasta qué punto la promesa es humanamente irrealizable. Dilaciones interminables, contradicciones, persecuciones, las debilidades mismas del pueblo, vuelven a plantear no tanto la cuestión de la fe en la palabra de Yahveh o de la fidelidad a su alianza, cuanto la del cumplimiento mismo de la promesa. Así, desde el exilio hasta el Mesías, la prueba del pequeño resto es principalmente una prueba de la esperanza. El reino parece retroceder indefinidamente en el tiempo. La tentación es la del momento presente, de “este siglo”, la tentación del mundo. El pueblo de Dios, en trance de secularizarse, adquiere más conciencia de la acción de Satán, “príncipe de este mundo” (Job 1-2). Esta prueba de la esperanza es la más íntima, la más purificadora. Cuanto más próximo está Dios, tanto más prueba (Jdt 8,25ss). La prueba acabará en un último juicio: el advenimiento del reino, la entrada del siglo venidero en este mundo misma.

II. LA PRUEBA DE LA CONDICIÓN HUMANA.

El AT tiene todavía que transmitirnos un doble mensaje.

1. La prueba personal.

La reflexión de los sabios, transponiendo al plano personal las pruebas del pueblo, insiste en otro aspecto de la prueba: el sufrimiento, en particular el del justo. Aquí alcanza la prueba el máximum de agudeza, y la presencia de Dios el máximum de proximidad, pues el hombre se ve abocado, no ya a lo imposible, sino a lo absurdo. A este grado de agudeza la tentación no consiste ya en dudar del poder de Dios, en serle infiel o en preferir el mundo a Dios, sino que es la tentación del insulto, de esa blasfemia que es la forma como Satán da testimonio a Dios.

El libro de Job abre el debate y lo entierra en el misterio de la sabiduría. de Dios, no desentendiéndose del tema, sino en un reconocimiento confuso de que la prueba hace que el hombre se ajuste progresivamente al misterio de Dios (cf. Gén 22). Líneas más definidas de respuesta se presentan en el poema del siervo (Is 52,13-13,12), y sobre todo en los li bros salidos de la gran tribulación (Dan 9,24-27; 12,1-4; Sab passim). La prueba aparece en ellos insoluble en el plano individual; su fuente está fuera del hombre (Sab 1,13; 2,24), es un hecho de índole concerniente al género humano. Pero sólo una persona podrá hacerla desembocar en la vida, alguien sobre quien no tendrá ventaja Satán y que será solidario de la “multitud”, aun poniéndose en su lugar. El juicio estará en la venida del siervo.

2. La prueba de la humanidad.

Estas conclusiones, en que se percibe la impronta de la reflexión sacerdotal, convergen con las que en los relatos del Génesis, que describen los orígenes, nos hacen llegar al fondo de la condición humana. La elección es finalmente la revelación más expresiva del amor gratuito de Dios, su libertad. Con ello reclama en el hombre el máximum de libertad en su respuesta.

La prueba es precisamente el campo dejado a esta respuesta. Gén 2 manifiesta por medio de imágenes esta solicitud gratuita por el soberano de la creación, que es el hombre. Tal amor de elección no se impone, se escoge: de ahí la prueba, a través del árbol del conocimiento (Gén 2,17).

La condición humana fundamental se revela así: el hombre sólo es tal por su posibilidad constante de elegir por vocación a Dios, a cuya “imagen” es.

Ahora bien, Adán se escogió a sí mismo como Dios (Gén 3,5). Es que entre la prueba y la elección intervino la crisis, la tentación, cuyo autor personal aparece finalmente: Satán (Gén 3; cf. Job 1-2). Como se ve, la tentación es más que la prueba: el pecado “aprovecha la ocasión” y conduce a la muerte (Rom 7.9ss). Han hecho entrada elementos nuevos: el maligno, que es también el mentiroso, aparece como seductor. El hombre sólo escoge su soledad porque en ella cree hallar la vida; si sólo halla en ella la desnudez y la muerte, es que lo han engañado. Su prueba implica, pues, fundamentalmente un combate contra la mentira, una lucha para escoger según la verdad, en que se vive solamente la experiencia de la libertad (Jn 8,32-44). He aquí la última respuesta a la reflexión de los sabios.

La humanidad está empeñada en una prueba que la rebasa y que no superará sino por efecto de una promesa, efecto que es gracia (Gén 3, 15), por la venida de la descendencia, que pondrá fin a la prueba.

NT.

I. LA PRUEBA DE CRISTO.

Cristo se ve puesto por Satán en las situaciones en que Adán y el pueblo habían sucumbido y en que los pobres parecían abrumados. En él, prueba y tentación coinciden y son superadas, pues al pasar por ellas hace Jesús que se logre el amor de elección que las había suscitado.

Cristo es “la” descendencia según la promesa, el primogénito del nuevo pueblo. En el desierto (Lc 4,1s) triunfa Jesús del tentador en su propio terreno (cf. 11,18s). Es a la vez el hombre que se nutre por fin, y sustancialmente de la palabra de Dios, y “Yahveh salvador”, al que su pueblo sigue tentando (Mt 16,1; 19,3; 22,18).

Jesús es el rey fiel, buen pastor, que ama a los suyos hasta el fin. La cruz es la gran prueba (Jn 12, 27s) en que Dios “da prueba” de su amor (3,14ss).

Jesús es el pequeño resto, en el que el Padre concentra su amor de elección: en esta seguridad filial es a la vez odiado por el mundo y vencedor del mundo (Jn 15,18; 16,33).

Jesús es servidor, cordero de Dios. Llevando en la cruz el pecado de los hombres, transforma la tentación de blasfemia en queja filial y la muerte absurda en resurrección (Mt 27, 46; Lc 23,46; F1p 2,8s).

Como nuevo Adán e imagen del Padre que es, su tentación es la tentación del jefe: se intercala entre la teofanía de su misión y el ejercicio de esta misión (Mc 1,11-14). A todo lo largo de ésta la encontrará, como antagonista de la voluntad del Padre: sus padres (Mc 3,33ss), Pedro (Mc 8,33), los signos espectaculares (Mc 8,12), el mesianismo temporal (Jn 6,15). Finalmente, la última etapa de su misión deberá abrirse con la última tentación, la de la agonía (Lc 22,40.46). Así Cristo, vencedor del tentador desde el principio hasta el fin de su misión (Lc 4,13), empeña por fin la nueva humanidad en su verdadera condición: la vocación filial (Hab 2,10-18).

II. LA PRUEBA DE LA IGLESIA.

De la prueba de Cristo sale la Iglesia, como la multitud justificada por el siervo (Is 53,11). Y su misión sigue el mismo rumbo que el de Cristo (2Tim 2,9ss; Lc 22,28ss); el bautismo, en el que la pascua de Cristo viene a ser la de la Iglesia, es una prueba (Mc 10,38s) y anuncia pruebas tras él (Heb 10,32-39).

Aquí el vocabulario de la prueba se mezcla con el del sufrimiento (thlipsis-tribulación, diogneos-persecución) y de la paciencia (sobre todo hypomone-constancia). En el NT su resonancia es primero escatológica antes de ser psicológica. La proximidad del retorno del Señor lleva a su paroxismo la oposición de la luz y de las tinieblas. La Iglesia es el lugar de la prueba, el lugar en que la persecución debe consolidar la fidelidad (Lc 8,13ss; 21,22-19; Mt 24,9-13) y en que el hombre sale “probado” de la tribulación.

Esta prueba de la Iglesia es apocalíptica; revela realidades ocultas al hombre carnal, y el grado de responsabilidad encomendada a cada uno en la gran misión que viene del Padre: Cristo (Heb 2,14-28), Pedro (Lc 22,31s), los discípulos (Lc 21, 12s), toda iglesia fiel (Ap 2,10). En este sentido prueba y misión culminan en el martirio. Pero el gran combate escatológico, que es la prueba propia de la Iglesia, revela también al verdadero autor de la tentación: Dios prueba a los suyos, sólo Satán los tienta (Lc 22,31; Ap 2,10; 12,9s); la Iglesia probada desenmascara al seductor, al acusador, al mismo tiempo que da testimonio por su Paráclito, el Espíritu victorioso que la conduce al término de la pascua (Ap 2-3; Lc 12,11s; Jn 16, 1-15). Por esta razón aparece en los apocalipsis a la vez perseguida y salvada (Dan 12,1; Ap 3,10; 2Pe 2,9). La prueba es, pues, la condición de la Iglesia, todavía por probar y ya pura, todavía por reformar y ya gloriosa. Las tentaciones propiamente eclesiales vienen las más de las veces del descuido de uno de estos dos componentes.

III. LA PRUEBA DEL CRISTIANO.

El anuncio del Evangelio está inscrito dentro de la tribulación escatológica (Mt 24,14). La prueba es, pues, particularmente necesaria a los que reciben el ministerio de la palabra (1Tes 2,4; 2Tim 2,15); de lo contrario, son traficantes (2Cor 2,17). La prueba es el signo de la misión (1Tim 3,10; Flp 2.22). De ahí el discernimiento de los falsos enviados (Ap 2,2; 1Jn 4,1).

En el plano psicológico sondea Dios los corazones y los pone a prueba (1Tes 2,4). Únicamente permite la tentación (1Cor 10,13). Ésta viene del tentador (Hech 5,3; 1Cor 7,5; 1Tes 3,5) a través del mundo (1Jn 5,19) y sobre todo del dinero (1Tim 6,9). Por esto hay que pedir que no “entremos” en la tentación (Mt 6,13; 26, 41), pues conduce a la muerte (Sant 1,14s). Esta actitud de oración filial es el extremo opuesto de la que tienta a Dios (Lc 11,1-11).

La prueba, sí, y la tentación en que no se entra es una prueba, está ordenada a la vida. Es un dato de la vida en Jesucristo: “sí, todos los que quieren vivir con piedad en Jesucristo, serán perseguidos” (2Tim 3, 12). La prueba es una condición indispensable de crecimiento (cf. Lc 8,13ss), de robustez (1Pe 1,6s con miras al juicio), de verdad manifestada (1Cor 11,19: razón de ser de las divisiones cristianas), de humildad (iCor 10,12), en una palabra, es el camino mismo de la pascua interior, el del amor que espera (Rom 5,3ss).

Siendo ello así, es una misma cosa ser un cristiano “probado” y experimentar el Espíritu. La prueba dispone para un don mayor del Espíritu, pues éste opera ya en ella su trabajo de liberación. El cristiano probado, así liberado sabe discernir, verificar, “probar” todas las cosas (Rom 12,2; Ef 5,10). Este nuevo sentido de discreción es el Espíritu (Jn 2,20.27). Aquí tenemos la fuente teologal del examen de conciencia, que ya no es aritmética espiritual, sino discernimiento dinámico, en el que cada uno se prueba a la luz del Espíritu (2Cor 13,5; Gál 6,1).

La Biblia invita a dar un sentido teologal a la prueba. La prueba es paso “hacia Dios” a través de su designio. Los diversos aspectos de la prueba (fe, fidelidad, esperanza, libertad) confluyen en la gran prueba de Cristo, continuada en la Iglesia y en cada cristiano y que termina en un parto cósmico (Rom 8,18-25). La aflicción de la prueba adquiere su verdadero sentido en la lucha escatológica.

En el designio de Dios, que intenta divinizar al hombre en Cristo, la prueba, y su explotación satánica, la tentación, son ineluctables: hacen pasar de la libertad ofrecida a la libertad vivida, de la elección a la alianza. La prueba ajusta al hombre con el misterio de Dios, y al hombre herido le es tanto más dolorosa la proximidad de Dios cuanto más íntima es. El Espíritu hace discernir en el misterio de la cruz el paso de la primera a la segunda creación, el paso del egoísmo al amor. La prueba tiene carácter pascual.

JEAN CORBON