Providencia.

El semblante de Dios en la Biblia es el de un padre que cuida de sus criaturas y les procura lo que necesitan: “A todos das el alimento a su tiempo” (Sal 145,15s; 104,27s), a los animales y a los hombres (Sal 36,7; 147,9). Este aspecto es el que evoca la palabra providencia, voz que no tiene equivalente en hebreo, mientras que el correspondiente griego pronoia sólo se emplea dos veces para designar la providencia divina (Sab 14,3; 17,2). La solicitud vigilante del Creador se ve, sin embargo, afirmada en la Biblia (Job 10,12); se manifiesta sobre todo en la historia, pero no a la manera de un destino que lleve al hombre al fatalismo, ni de un mago que asegure al creyente contra los accidentes, y ni siquiera de un padre sin exigencias; si la Providencia establece al hombre en la esperanza, le exige también que sea su colaborador.

1. La Providencia funda la confianza segura.

El designio de Dios, designio de amor (Sal 103,8ss), se realizará infaliblemente (Sal 33,11); el hombre debe, pues, vivir en la confianza. Dios cuida del orden del mundo (Gén 8,22), asegura la fecundidad de la tierra (Hech 14,17). dando el sol y la lluvia a todos, buenos y malos (Mt 5,45), y dispone todo a fin de que todos le busquen (Hech 17,24-28).

a) Si Dios vela sobre los patriarcas (Gén 20,6s; 28,15), sobre todo en la historia de José se subraya su acción misteriosa y soberana, que hace que hasta el mal sirva a su designio de salvación. “No sois vosotros, dice José a sus hermanos, los que me habéis traído aquí: es Dios,..; vosotros creíais hacerme mal, pero Dios ha hecho de él un bien... a fin de poder conservar la vida de un pueblo numeroso” (Gén 45,8; 50,20). El pueblo elegido puede, pues, afrontar el desierto; Dios los alimentará en él cada día “según sus necesidades” (Éx 16,15-18).

Los profetas proclaman este dominio de Dios que sabe eternamente todo lo que ha de suceder (Is 44,7) y del que depende la desgracia o la felicidad (Am 3,6; Is 45,7), que dispone de todo y da el poder a quien quiere (Jer 27,5s). También según los sabios, el hombre propone y Dios dispone (Prov 16,1.33; 19,21; 20,24); bien y mal, vida y muerte, pobreza y riqueza, todo viene del Señor (Eclo 11,14) que gobierna el mundo y cuyas órdenes son ejecutadas por todos los seres (Eclo 10,4: 39,31).

Esta convicción inspira la oración: Dios, que domina a su creación y la hace fecunda (Sal 65,7-14), guarda a su pueblo en todo y siempre (Sal 121); sin él son vanos el esfuerzo y la vigilancia de los hombres (Sal 126,1); gracias a él, buen pastor, sus ovejas, en medio de las tinieblas, caminan hacia la felicidad con seguridad (Sal 23). Resumiendo: “Espera en el Señor, y él obrará” (Sal 37.5).

Jesús renueva esta enseñanza, revelando a los hombres cómo Dios es su Padre: deben rogarle sencilla mente: “Padre nuestro, danos hoy nuestro pan cotidiano” (Mt 6,11), sin preocuparse por el mañana, y sin temer por su vida; porque “su Padre sabe” todo lo que necesitan y todo lo que les sucede (Mt 6,15-34; 10,28-31; Lc 6,34; 12,22-32; 21,18). Esto es suficiente para establecer al creyente en la esperanza inquebrantable; porque, como dice el apóstol Pablo, “Dios hará que todas las cosas colaboren para su bien” y nada podrá separarlo del amor que Dios le demuestra en Jesucristo (Rom 8, 28.31-39), ni siquiera las peores pruebas. Muy al contrario: gracias a éstas podrá revelar a sus hermanos el verdadero semblante de la providencia de su Padre.

2. La Providencia exige la fidelidad constante.

En efecto, Dios no invita al hombre a la pasividad, ni a una dimisión de su libertad; quiere, por el contrario, educarlo. Por medio de las pruebas lo apremia para que colabore con él con sus iniciativas libres, mientras que mediante sus promesas suscita su confianza y lo libra así de los miedos que pudieran paralizarlo ante los riesgos de tal colaboración. Si satisface las necesidades de los que llama a ser sus hijos, es para que puedan ser fieles a su vocación de testigos de su amor.

a) Ya en el AT, los amigos de Dios comprenden que deben responder con una fidelidad perfecta a aquel que, después de haberlos escogido, los rodea de su protección. Abraham, seguro de que “Dios proveerá” (Gén 22,8.13s), no vacila en sacrificar a su hijo para obedecer al Señor. José, que no quiere pecar contra Dios, no vacila en exponerse a las iras de la mujer de su amo (Gén 39,9s).

Pero el pueblo de Israel, desde sus orígenes, se muestra infiel, precisamente porque no se fía plenamente del Dios que lo ha liberado y que lo alimenta en el desierto; en lugar de aguardar de él cada día su alimento, quiere, contra la orden divina, constituirse reservas (Ex 16,20).

El Libro de Judit fue escrito para recordar a Israel las exigencias de su vocación; Judit se niega a poner a prueba la providencia (Jdt 8,12-16), pero no vacila en hacerse su instrumento, aunque cuidando de mantenerse fiel a todas las exigencias de la ley (9,9; 12,2; 13,18s). Como eco de tal ejemplo resuena la máxima del sabio salmista: “Confía en el Señor y obra bien” (Sal 37,3).

b) Jesús, que revela a los hombres el amor infinito de que es expresión la providencia, les enseña también con su ejemplo y con su palabra cómo responder a tal amor. Esta respuesta consiste en buscar ante todo el reinado de este amor, en negarse a someterse a otro dueño (Mt 6,33.24).

Consiste en pedir al Padre que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. Consiste en aguardar por añadidura el pan de cada día y todo lo que un hijo de Dios necesita para cumplir la voluntad de su Padre (Mt 6,10s).

Necesita ante todo fidelidad en las pruebas; la providencia no se las ahorró a Jesús, que conoció el abandono de su Padre (Mt 27,46) y que, obediente hasta la muerte, afirmó su confianza filial con su última palabra pronunciada en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).

Con esta fidelidad confiada atravesó el buen Pastor la muerte y nos dio la única luz que nos permite atravesar la noche en que nos sumen a veces el mal y la desgracia. Imitando a Cristo, su discípulo seguirá los caminos misteriosos de la providencia y tendrá la satisfacción de ser testigo y colaborador fiel del amor en que ha confiado.

MARC-FRANÇOIS LACAN