Predicar.

En nuestros días predicar es tanto anunciar el acontecimiento de la sal vación como exhortar (parakalein) o enseñar (didaskein). Por el contra rio, en el NT los verbos keryssein y euangelidsesthai restringen la predicación a la proclamación solemne (kerygma) de un hecho: Jesús es señor y salvador. Esta restricción, sin embargo, no empobrece la predicación en sentido lato, pues descubre la fuente en que se debe alimentar toda enseñanza y toda exhortación: el mensaje pascual. Esta proclamación tiene enlaces en el AT; el que predicaba entonces la palabra de Dios era el profeta: impulsado por el Espíritu de Dios, anunciaba a sus contemporáneos el juicio divino; su palabra era palabra de Dios. En el NT la palabra de los predicadores es todavía palabra de Dios, pero desde que ésta se encarnó en Jesús, Cristo es quien mide su palabra y su existencia.

1. EL MENSAJE DE LA PREDICACIÓN CRISTIANA.

No obstante la diversidad de los tiempos, de los lugares y de los auditorios, las predicaciones de Juan Bautista, de Jesús, de Pedro o de Pablo ofrecen todas un mismo esquema y una misma orientación: llamar a la conversión y anunciar un acontecimiento.

1. Llamamiento a la conversión.

Una misma palabra inaugura la predicación de Jesús y la de su Precursor, y corona la de los primeros sermones apostólicos “¡Arrepentíos!” (Mt 3,2; 4,17; Hech 2,38; 3,19; 5,31; 10, 43; 13,38s). La verdad que se ha anunciado no tiene, pues, nada que ver con una teoría que uno es libre para admitir; requiere por parte del oyente un compromiso, pues palabra y verdad, según su sentido bíblico, tienen valor de vida. Toda predicación que no venga a parar en un llamamiento a la penitencia se expone a cesar de ser Evangelio para convertirse en conferencia.

2. Proclamación de un acontecimiento.

Si exige conversión, no es en virtud de una exhortación moralizadora, sino porque anuncia el acontecimiento de la salvación.

Los evangelistas, y más particularmente Mateo, quisieron mostrar cómo Jesús inauguró durante su vida terrestre la predicación apostólica. “El reino de los cielos está cerca” (Mt 4,17), proclama Jesús, como lo había hecho el Precursor (3,2); y los discípulos (10,7), haciéndole eco, anuncian el mismo hecho: se han cumplido las profecías. Juan es la “voz que clama en el desierto, según la profecía de Isaías” (3,3); Jesús se presenta como el siervo que evangeliza a los pobres: “hoy se ha cumplido esta palabra que acaba de resonar en vuestros oídos” (Lc 4,17-21; Is 61,1s).

El día de pascua el reino anunciado se manifestó en la gloria del resucitado; el día de pentecostés el don del Espíritu dio nacimiento a la Iglesia actualizando en la tierra el reino. En adelante la predicación no anuncia ya sencillamente un futuro próximo como en tiempos de Jesús; proclama un hecho actual que muestra al Espíritu Santo en acción, un hecho que remite a un acontecimiento pasado (la pascua de Cristo) y a un acontecimiento futuro (la parusía del Señor). Los sumarios de los primeros sermones relevan la nueva naturaleza de este hoy cristiano.

Pedro explica así que, si el día de Pentecostés se oye hablar en lengua extranjera, es que se ha dado el Espíritu (Hech 2,4.11.15ss). Ya se trate de un milagro como el del impedido curado (3,1-10) o de una audacia sorprendente por parte de los predicadores (4,13; 5,28), la predicación pone siempre en presencia de un hecho que plantea una cuestión; va acompañada de “poder, de Espíritu Santo y de seguridad” (1Tes 1,5). Este hoy perpetuo, este pentecostés renovado (Hech 10,44-47), no se justifica a su vez sino por referencia a un pasado y a un futuro, ambosconcernientes a Cristo. Jesús resucitó de los muertos y vive: esto es lo que atestigua el Espíritu a través del milagro de pentecostés (2,22-36), lo que significa la curación del impedido (3,12-16). Jesús es Señor, glorificado en el cielo (3,21) y ha de volver triunfalmente para el juicio (1Tes 1,10; 2Tes 1,7). La predicación es esencialmente el mensaje pascual y con ello la revelación del misterio de la historia sagrada.

3. Presentación del acontecimiento.

El kerygma es por sí mismo una proclamación solemne, el grito del heraldo que anuncia oficialmente un hecho; y como este hecho es la victoria de Cristo sobre la muerte, el oyente ve a su presente adquirir súbitamente una dimensión de eternidad. Esto podría bastar; sin embargo, es preciso que el auditorio, condicionado por su tiempo y su medio, pueda oír el mensaje. Cuando los atenienses oyen a san Pablo “anunciar a Jesús y la resurrección” piensan en dos nuevas divinidades y lo tratan de novelero que cuenta historias (Hech 17,18). Así Pablo trata de hacerse comprender sin querer por ello justificar su mensaje con la razón humana. Los corintios creyeron que Apolo, “hombre elocuente y versado en las Escrituras” (Hech 18, 24) era por ello el tipo de predicador; Pablo los desengaña: temiendo reducir a nada la cruz de Cristo, recusa la sabiduría del lenguaje (1Cor 1,17). Toda predicación debe, pues, significar el acontecimiento redentor, sin dejar por eso de hacerse inteligible. De ahí que sean necesarias variaciones en la predicación del mensaje.

a) El auditorio de los apóstoles, como el de Jesús, creía en Dios y en su designio de salvación. Así pues, la predicación toma el punto de partida en la Escritura para presentar el acontecimiento redentor. Los discípulos, como Jesús y Juan Bautista, muestran en la predicación el cumplimiento de las profecías. Estamos en “los últimos días” anunciados por Joel (Hech 2,17) y por todos los profetas (3,24); la promesa hecha a los padres se ha cumplido (13,33). La cruz escandalosa ha sido prevista por Dios mismo (2,23), es el “leño” de que habla el AT (5,30; 10, 39; 13,29; cf. Dt 21,23); la suerte de Cristo había sido anunciada por los' profetas (3,18; 13,27), más en particular por el poema del siervo (8,32s; 3,13.26), por los salmos (2,25-28.30.34s; 13,22.33.35) o Moisés (3,22). Incluso el deber de la conversión está profetizado (2,21.39). La predicación es, pues, esencialmente escrituraria, y la fórmula “según las Escrituras” va midiendo el más antiguo credo (1Cor 15,3s).

b) El auditorio puede no haber conocido a Jesús cuando vivía; entonces el mensaje pascual se dilata en una presentación sobria de la existencia de Jesús: así delante del centurión Cornelio (Hech 10,37-42) esboza Pedro la trama del Evangelio de la vida de Jesús. Ésta pertenece en efecto a la predicación, pero a la luz del mensaje pascual.

c) Finalmente, el auditorio puede no creer siquiera en el verdadero Dios y tener necesidad de conocer los datos subyacentes a la fe bíblica. En Listra aborda Pablo a su auditorio hablando del “Dios vivo que hizo el cielo y la tierra... que desde el cielo dispensa lluvias y estaciones” (Hech 14,15ss); en Atenas muestra cómo la resurrección de Cristo es el término de una economía histórica que tiene su punto de partida en la creación y en la búsqueda humana de Dios (17,22-31); en cuanto a los tesalonicenses, “han abandonado los ídolos para convertirse a Dios, servir al Dios vivo y verdadero y aguardar de los cielos a su Hijo queresucitó de entre los muertos, Jesús, que nos libra de la ira venidera” (1Tes 1,9s). De todas formas, directa o con rodeos, la predicación debe venir a parar en Cristo, Señor de la historia.

4. De la predicación a la enseñanza.

Partiendo del misterio pascual, que resume el credo recibido por Pablo (iCor 15,3ss) y que debe repetirse sin cesar para que la fe quede correctamente centrada, la predicación se convierte en enseñanza. Jesús mismo procedió así cuando “enseñaba” en la montaña (Mt 5,2) o en las sinagogas (9,35); de la misma manera los discípulos, según la orden recibida del resucitado (28,20; Hech 4,2). Pablo elabora su enseñanza partiendo del misterio pascual, cuando, por ejemplo, enseña la sabiduría de la cruz (1Cor 1,23) o el bautismo como participación en la muerte y en la resurrección de Jesús (Rom 6). El predicador se hace catequista y teólogo, pero el teólogo sólo merece este título si se refiere sin cesar a la proclamación del Evangelio pascual.

II. EL MISTERIO DE LA PREDICACIÓN.

La predicación es un misterio por el contenido del mensaje; lo es también por la forma en que lo anuncia: misterio de la palabra dicha, misterio del predicador que anuncia la palabra.

1. El misterio de la palabra.

Si la predicación tiene valor de acto y exige un acto de conversión, es porque ella misma es un acto de Dios. En efecto, según el testimonio de Pablo, hace a los hombres presentes al misterio que anuncia. Así la fe puede nacer de la predicación (Rom 10,17). El oyente se ve situado ante Cristo muerto y resucitado, venido a ser el señor de la historia, que distribuye los dones y el Espíritu a los que acogen la palabra y amenaza con la ira a los que la rechazan(1Tes 1,10). La predicación, como el anuncio del heraldo que proclama e inaugura el reinado de Dios (Is 40,9), es un acto de Dios que inaugura el señoría de Cristo sobre el mundo. No está sometida al examen de los oyentes, sino que requiere la “obediencia de la fe” (Rom 1,5) hasta el fin del mundo (Mt 24,14).

2. Palabra de Dios y palabra humana.

Para ser salvos hay que creer; para creer hay que oír la predicación; y “¿cómo predicar sin haber sido uno primero enviado “ (Rom 10,15). El predicador ha recibido de Jesucristo por su Iglesia misión y autoridad.

a) Sólo la misión puede transformar una palabra humana en palabra de Dios. No ya como en los profetas, por irrupción del Espíritu, sino en virtud de una embajada encomendada por Cristo: “es como si Dios exhortara por nosotros” (2Cor 5,20) en vista de la reconciliación con Dios. El predicador debe como un heraldo anunciar con fidelidad la palabra, hasta tal punto que ésta tendría su eficacia aunque no fuera sincera (Flp 1,10-18): en todo caso se anuncia a Cristo. ¿Qué importa, pues, el servidor por medio del cual se comunica la fe? Lo esencial es el fundamento, Jesucristo; lo demás es añadiduda y el fuego del juicio probará su valor (1Cor 3,5-15). La Iglesia naciente se muestra solícita de autorizar la predicación; ora confirma una iniciativa que ella misma no ha tomado (Hech 8,14-17; 11,22ss), ora impone las manos a los misioneros 13,2s).

La autoridad del enviado viene además del testimonio que da sobre el misterio pascual; es el testimonio de los apóstoles en sentido lato, que enlaza con el testimonio único de los doce (Hech 2,32; 3,15; 5,32; 10,39-41; 13,31), dado por orden del resucitado (1,8). Por la tradición ininterrumpida de los testigos fieles, la predicación cristiana hace realmente oír la palabra de Dios.

b) El orgullo del predicador dimana de esta investidura apostólica. Tiene plena autoridad y habla, como los primeros apósotles, con seguridad (Hech 2,29; 4,13.29.31). Debe “proclamar la palabra oportuna e importunamente” (2Tim 4,2). Si habla con confianza (1Tes 2,2; F1p 1,20), es porque cree (2Cor 4,13), porque ha sido “hecho capaz” de tal ministerio (2,16s; 3,4ss). De lo contrario no sería sino un traficante fraudulento de la palabra (2,17; 1 Tes 2,4). Su ideal es el de Pablo cuando habla a los tesalonicenses: “Habéis acogido la palabra de Dios que os hacíamos oír, no como palabra de hombres, sino como lo que es realmente, la palabra de Dios” (1Tes 2,13).

3. Predicación y redención.

El misterio del predicador no se reduce sólo a la nobleza de la embajada recibida. El predicador es, en efecto, “colaborador de Dios” (1Cor 3, 9); “Dios le hace triunfar en Cristo”, “por él se difunde en todo lugar el aroma de su conocimiento”. Trágico destino el del predicador que es el “buen olor de Cristo”, que da la vida o la muerte (2Cor 2,14ss). En primer lugar se expone él mismo a ser reprobado (1Cor 9,27), pero sobre todo debe compartir la suerte de aquel cuyo heraldo es: Dios “acredita a sus apóstoles como los últimos de los hombres” (1Cor 4,9): los predicadores de la cruz son crucificados vivientes (2Cor 4,7-15; 6, 4-10). ¿Podrían todavía sacar de ello alguna vanagloria (cf. Hech 14,12ss)? Pero deben sentirse orgullosos de ser así, en unión con el Redentor, víctima expiatoria (sentido probable de 1Cor 4,13) y de comprobar que si la muerte hace su obra en ellos, la vida la hace en aquellos a quienes predican (2Cor 4,12). Entonces ya no es sencillamente la palabra del predicador palabra de Dios sino que su misma vida es el misterio pascual en acto.

JEAN AUDUSSEAU y XAVIER LÉON-DUFOUR